La crisis siria daña las relaciones transatlánticas.

 

AFP/Getty Images
Senadores estadounidenses viendo las fotos de las víctimas del ataque químico en Siria.

 

El acuerdo sobre armas químicas alcanzado por Rusia y Estados Unidos es el último capítulo en los intentos de Occidente de mantenerse al margen de la guerra civil en Siria. Tras la iniciativa diplomática de Rusia se ha evitado un ataque militar. La Casa Blanca afirma que ha sido un éxito de la diplomacia, con el respaldo de una amenaza militar creíble, y los líderes europeos aseguran que se ha escuchado su llamamiento a favor de un proceso en el seno de la ONU. El deseo de Obama de evitar soluciones militares puede haber generado un nuevo impulso para las negociaciones con Irán. Pero este momento de júbilo podría ser breve: una tarea de enormes proporciones aguarda en la ONU, la acción militar todavía puede ser necesaria y la cohesión transatlántica ha resultado dañada.

Durante más de dos años, los gobiernos europeos y de Estados Unidos han gestionado con éxito acontecimientos que de otra manera podrían haber formado un casus belli y dado lugar a que Occidente se viera envuelto en la situación en Siria. En el verano de 2012, el Ejército sirio derribó un reactor de la aviación turca y fue acusado por Ankara de lanzar morteros a través de la frontera turco-siria y de realizar atentados en las ciudades del sur de Turquía. El ataque contra un Estado miembro de la OTAN podría haber desencadenado una acción militar contra Siria, pero en lugar de eso la Alianza mostró moderación y envió baterías de defensa aérea alemanas, holandesas y estadounidenses al sur de Turquía.

En noviembre de 2012, Francia y Reino Unido —seguidos un mes más tarde por EE UU— declararon que el presidente Bashar al Assad ya no representaba al pueblo sirio, pero no se tomaron medidas para forzar un cambio de régimen. Estados Unidos y Europa también se han resistido durante mucho tiempo a armar a los grupos rebeldes. Cuando a principios de 2013 se hizo evidente que Assad estaba ganando, la UE —bajo el liderazgo de Francia y Gran Bretaña— y EE UU levantaron el embargo de armas. Pero el posterior flujo de armamento a los rebeldes ha sido limitado, lo que refleja la preocupación de que las armas pudieran acabar en manos de socios de Al Qaeda. Estados Unidos, Reino Unido y Francia han estado proporcionando jeeps y tecnología de comunicación, y posiblemente armas pequeñas, pero el material más pesado, los morteros y las armas antitanque, las han enviado Qatar y Arabia Saudí.

Tras el ataque con armas químicas del 21 de agosto se produjo el momento en el que Estados Unidos y sus aliados han estado más cercanos a una intervención militar en Siria. Si no se hubiera dado el uso de gases tóxicos, Washington y los demás se habrían mantenido al margen, pero los imperativos morales y la credibilidad presidencial exigían pasar a la acción, aunque fuera con reticencias. A esto siguió la división en Europa y las largas de EE UU.

Lo que hace que la crisis actual sea tan incómoda y perjudicial para Occidente es que es en gran parte auto-infligida; las líneas rojas de Obama sobre el uso de armas químicas le obligaron a actuar en el momento en el que fueron cruzadas. Las divisiones europeas han empeorado las cosas, sobre todo cuando el primer ministro británico, David Cameron, —inicialmente a favor de un ataque— decidió someter la decisión a la Cámara de los Comunes y perdió, mientras que el Presidente francés siguió comprometido con la acción militar. Sin un frente franco-británico unido, Alemania, los Países Bajos y otras naciones continuaron dando rodeos, afirmando que no se les había pedido que apoyaran un ataque militar, o —como Polonia— que no tenían una capacidad militar relevante. Otros Estados europeos, entre ellos Italia, España y Bélgica, creían que la ONU debía actuar. Sólo Dinamarca respaldó a los franceses.

Mientras tanto, se sucedieron más de dos semanas de intensa diplomacia antes de que la Alta Representante de la UE, Catherine Ashton, fuera capaz de forjar una posición europea común. Una declaración acordada el 7 de septiembre y cuidadosamente redactada afirmaba que "es crucial una respuesta clara y fuerte" al ataque con gas tóxico, pero no llegaba a reclamar una acción militar. En su lugar, instaba al Consejo de Seguridad de la ONU a intentar lograr una solución política.

Un Occidente dividido avanzaba poco a poco hacia una intervención militar para la que había pocas ganas desde el punto de vista político e incluso menos apoyo popular. La iniciativa del Presidente Vladímir Putin para deshacerse de las armas químicas de Siria podría ser el deus ex machina que evite una campaña militar no deseada.

Si bien es imposible saberlo a ciencia cierta, la diplomacia de Putin podría estar basada en el temor a que cualquier intervención militar de EE UU pudiera poner las cosas en contra de Al Assad de forma decisiva. Un cambio en el equilibrio militar provocaría que Moscú perdiera un aliado en la región, y tal vez su base naval del Mediterráneo, pero el apoyo de Putin al régimen sirio está alimentado por la preocupación de que grupos vinculados a Al Qaeda pudieran tomar Siria y con el tiempo extenderse hasta llegar a Rusia.

A pesar de los comentarios del presidente Obama de que el ataque sería limitado —o, en palabras del secretario de Estado, John Kerry, "increíblemente pequeño"—  cualquier acción militar tiene consecuencias impredecibles. Un ataque estaría destinado a "disuadir y diezmar" la capacidad de Assad para usar armas químicas. Estados Unidos pretendía una intervención "Ricitos de Oro"; demasiado suave y sólo sería un castigo simbólico; muy dura y podría derrocar a Al Assad, fortaleciendo a los grupos yihadistas rebeldes. Pero la realidad nunca es tan sencilla, y el adversario siempre tiene algo que decir cuando se trata de un conflicto. Al Assad podría complicarle la vida a cualquier coalición liderada por Estados Unidos, por ejemplo empleando de nuevo armas químicas; colocando escudos humanos en torno a los objetivos potenciales; o usando a Hezbolá, que tiene el apoyo de Siria, para atacar activos occidentales o a Israel. La credibilidad de Estados Unidos entonces exigiría una nueva escalada. Al recobrar la iniciativa diplomática, Putin fue capaz de proteger sus intereses y a su cliente de Damasco. Cualquiera que sea el resultado, Moscú habrá logrado ganar tiempo para Al Assad, y Rusia incrementará sus envíos de armas a Siria, con la esperanza de inclinar la balanza militar a favor de éste. Estados Unidos, Reino Unido y Francia deberían considerar reequilibrar la situación aumentando sus esfuerzos para armar a los rebeldes moderados.

El acuerdo entre Moscú y Washington tendrá que ser recogido en una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU. Francia, Estados Unidos y Reino Unido prefieren una resolución bajo el capítulo 7 de la Carta de la ONU, lo que permitiría el uso de la fuerza en caso de incumplimiento. Sin embargo, Rusia ha afirmado que una referencia explícita a la acción militar es inaceptable.

Si los rusos se mantienen firmes, Obama se enfrentará a la decisión de elegir entre una resolución sin fuerza o eludir a un Consejo de Seguridad paralizado. En el primer caso, los rusos y el régimen sirio afirmarán que una aplicación respaldada militarmente por la ONU no se contempla, y Obama recibirá las críticas de los halcones del Congreso de Estados Unidos por su debilidad. Pero el resultado podría ser más ambiguo. Durante la crisis de Irak hace diez años, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó la resolución 1441, empujando Irak a cumplir con sus obligaciones de desarme. Fue adoptada en virtud del capítulo 7, pero no mencionó explícitamente el uso de la fuerza. El Consejo de Seguridad podría aprobar ahora una resolución similar.

Washington y Moscú están interesados en acordar una resolución porque las alternativas son menos apetecibles. Pero teniendo en cuenta la distancia entre la posición rusa y la estadounidense, un compromiso para salvar la cara dejaría el mecanismo de aplicación deliberadamente vago. En 2003, cuando Sadam Husein continuó desafiando a los inspectores de armas de la ONU, esta cláusula —y su falta de especificidad—  se convirtió en objeto de disputa en el Consejo de Seguridad. Por desgracia, una resolución parecida en Siria sembrará la semilla para futuros desacuerdos entre EE UU y Rusia. Los obstáculos técnicos asociados a un mecanismo de verificación en una zona de guerra son abundantes, y si Siria violara la resolución el fracturado Occidente aún podría acabar arrastrado al conflicto.

Sin embargo, si se aprueba una resolución y los sirios llevan a cabo su parte del trato, esto conseguiría algo más que evitar el futuro uso de armas químicas por parte de Siria. El nuevo presidente moderado de Irán, Hasán Rohaní —reforzado por la política de contención de Estados Unidos en Siria—  ha manifestado su disposición a hablar con Obama. Este impulso positivo ofrece la mejor esperanza de que haya un tiempo para hacer avanzar la diplomacia en lo que se refiere al programa nuclear iraní, y debería ser aprovechado por EE UU y Europa.

Los progresos respecto a las armas químicas también podrían crear algo de impulso para un alto el fuego general y el comienzo de un proceso de paz. La UE debería ser capaz de unirse, al menos, en torno a este objetivo. Ahora debería empezar a trabajar con Rusia, Estados Unidos e Irán, así como con los grupos en Siria, para poner en marcha las negociaciones de Ginebra 2 con la esperanza de avanzar hacia una solución política.

Llegar a un punto muerto en la ONU sería perjudicial; Putin podría decir que él ofreció una rama de olivo que Estados Unidos no estuvo dispuesto a aceptar, y pintar a Obama como un belicista, mientras que los miembros del propio partido de Obama y los republicanos aislacionistas le acusarán de arriesgarse a que EE UU se enrede en otra guerra. La UE se encontraría en una posición incómoda. Para la política exterior de la Unión es fundamental el apoyo a las normas internacionales, entre las cuales está la prohibición de las armas químicas (la estrategia de seguridad de la UE 2003 describe la proliferación de armas de destrucción masiva como "la mayor amenaza potencial a nuestra seguridad") y también el apoyo a Naciones Unidas. Estas normas contradictorias garantizarán que Europa siga estando dividida.

La peor opción para la credibilidad de Estados Unidos sería que no se acordara una resolución y Washington se alejara de la acción militar. La credibilidad es una divisa importante en las relaciones internacionales. Sería considerado como una victoria en Damasco, Teherán y Moscú, minaría la moral de los rebeldes de Siria y mandaría el mensaje de que el uso de armas químicas puede quedar impune. Dejaría a Israel y Arabia Saudí en la incertidumbre respecto a la asistencia de Estados Unidos al programa nuclear iraní. La posición de Pyongyang se fortalecería y entre los aliados en la región de Asia y el Pacífico —donde las garantías de seguridad estadounidenses se consideran cruciales para mantener a raya el ascenso de China—  las señales de debilidad de Estados Unidos pondrían nerviosos a sus líderes. La impotencia occidental en Siria reducirá el prestigio internacional de EE UU —y, por extensión, de Occidente—, reforzando a quienes creen que el declive occidental crea oportunidades para expandir su influencia.

Con acuerdo o sin él, la crisis ha afectado negativamente a las relaciones transatlánticas. En 2011, el entonces secretario de Defensa, Robert Gates, se quejó públicamente de que Europa no estaba compartiendo equitativamente el peso de los riesgos y los gastos militares. La situación no ha mejorado desde entonces. En Libia, ocho de los veintiocho aliados de la OTAN participaron en la fase de bombardeos de la campaña aérea. Ahora un número aún menor de europeos apoyaría a Estados Unidos. Washington no ha recurrido al cuartel general de la OTAN o a los medios comunes de vigilancia (como sucedió en Libia) o mencionado siquiera a la OTAN. EE UU probablemente quería evitar el trasladar la división de Europa al Consejo del Atlántico Norte, donde se necesita un apoyo unánime. Aunque se ha hablado mucho de la reorientación de EE UU hacia Asia y la consiguiente necesidad de que Europa asuma una mayor responsabilidad en la seguridad de su entorno geográfico, la mayor parte de Europa sigue todavía pasando la pelota a Washington. Una vez más, Estados Unidos y Rusia tienen que solucionar un problema de seguridad en el vecindario europeo sin que Europa esté siquiera sentada a la mesa.

 

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