En mayo de 2007, Zimbabue fue elegido para presidir la Comisión de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas. Fue una elección curiosa, porque “sostenible” no es la primera palabra que la mayoría de la gente utilizaría para describir el rumbo que el presidente Robert Mugabe ha decidido imprimir a este país del sur de África. Las políticas económicas radicales impuestas por el revolucionario convertido en tirano habían llevado a un país de unos 12 millones de habitantes que era relativamente próspero a la pobreza más absoluta. La productividad agrícola se había reducido hasta en tres cuartas partes en el caso de algunos cultivos; el Programa Mundial de Alimentos de la ONU había descubierto que 3,3 millones de personas corrían peligro de morir de hambre y otras tantas habían huido para encontrar trabajo y refugio en otros países. Estaba, además, el pequeño inconveniente de que el ministro de Medio Ambiente y Turismo, Francis Nheme, que iba a representar a Zimbabue en la comisión, tenía prohibido viajar a la Unión Europea por las sanciones impuestas por esta última. Pero la candidatura del país contaba con el firme apoyo de los africanos, así que los demás miembros de Naciones Unidas no tuvieron más remedio que asentir y mirar horrorizados.

La relación de la ONU con la autocracia ha sido siempre tirante, pero desde la caída del muro de Berlín se ha ido volviendo cada vez más esquizofrénica respecto a gobernantes represivos como Mugabe; es más abiertamente prodemocrática pero, a veces, se pliega de manera asombrosa a las conveniencias de los dictadores. Es cierto que, en los últimos años, su encomiable equipo de expertos ha ofrecido ayuda técnica importante para la celebración de elecciones en docenas de países en vías de desarrollo que dan sus primeros pasos hacia la democracia. Y de vez en cuando se desata la indignación por los casos más escandalosos de contemplaciones con los dictadores, por ejemplo cuando Libia –y otros países menos llamativos pero igualmente represivos, como Angola, Mauritania y Qatar– se incorporó al Consejo de Derechos Humanos, o cuando la Unesco decidió dar a un premio científico el nombre del líder cleptócrata de Guinea Ecuatorial. Pero el sistema onusiano sigue siendo, en su mayor parte, un refugio que ofrece una impronta de legitimidad que los dictadores no suelen encontrar en otros lugares.

 

 

Es un refugio que ha existido desde los primeros días de la organización. En su discurso a la primera reunión de la Asamblea General, en 1946, el presidente estadounidense Harry Truman habló con elocuencia de las cuatro libertades –libertad de expresión, libertad religiosa, libertad para no ser pobres y libertad para no tener miedo– consagradas en la Carta de Naciones Unidas. Pero la democracia nunca formó parte de esa lista. Creada tras la Segunda Guerra Mundial y con la Unión Soviética entre sus miembros fundadores, tenía como objetivo principal resolver conflictos, no interferir en los asuntos internos de los países. Y, aunque Truman habló de la necesidad de que hubiera justicia para todos en su discurso, también dejó claro que no había que juzgar las ventajas relativas de uno u otro tipo de Gobier- no. “Permitir que Naciones Unidas se deshaga en partes irreconciliables debido a filosofías políticas diferentes”, dijo, “sería un desastre”.

La ONU también dio la bienvenida a la descolonización de los países en vías de desarrollo; cualquiera que obtenía la independencia de sus antiguos amos era considerado inmediatamente soberano y era invitado a entrar. En este aspecto, tuvo un éxito extraordinario. La ola de descolonizaciones que barrió Asia y África en los 50 y los 60 fue el mayor traspaso de poder de la historia humana y, en conjunto, fue sorprendentemente pacífico; los colonizadores europeos, en especial Gran Bretaña y Francia, estaban exhaustos después de la guerra, y Estados Unidos estuvo encantado de emplear su nuevo instrumento de política internacional para supervisar el desmantelamiento de los imperios del Viejo Mundo.

Los nuevos países se encontraron con que la pertenencia a la ONU les imponía muy pocas condiciones a cambio. Daba igual que la nueva nación gobernara verdaderamente su territorio, pudiera defenderse o tuviera un Gobierno apoyado por el pueblo; su legitimidad era la misma a ojos de la organización. Y, siguiendo la advertencia de Truman, cuando las supuestas democracias de muchos países asiáticos y africanos recién independizados se vinieron abajo, nadie hizo preguntas. A medida que los países en vías de desarrollo fueron cayendo bajo el poder de juntas militares, sistemas unipartidistas y otras formas de autoritarismo, la ONU se convirtió en un lugar en el que se acogía a los dictadores y se ignoraban los abusos más escandalosos. Por mucho que su pueblo los odiara, gobernantes horribles como Idi Amín, de Uganda, podían aprovechar la plataforma que les ofrecía la ONU y seguir participando en sus actividades pese a que, mientras tanto, estaban cometiendo violaciones masivas de los derechos humanos.

Han pasado decenios y la organización no ha mejorado mucho en la lucha contra las patologías de las dictaduras en esos países. No hay más que ver Darfur, donde las autoridades de la ONU lamentaron las matanzas, pero luego se limitaron a observar lo que sucedía. Cuando era secretario general, Kofi Annan recordó otro discurso de Truman: “Como dijo Truman, ‘si sólo inspiramos ideales en teoría y luego violentamos la simple justicia, nos ganaremos la ira amarga de las generaciones futuras’. Y, cuando miro los asesinatos, las violaciones y el hambre que sufre el pueblo de Darfur, me temo que no hemos abandonado realmente la teoría”. (Ahora bien, es bastante significativo que Kofi Annan culpara a las grandes potencias y no a la propia ONU).

La incapacidad de la ONU para ser algo más que una especie de movimiento sindical para los Estados queda patente en sus acciones en el sur de África. En un raro instante de claridad moral, la organización presionó para que se pusiera fin al apartheid en Suráfrica durante los 60 y los 80. Pero hoy, esa misma generación de dirigentes surafricanos que lucharon contra el Gobierno de la minoría blanca ha aprendido a utilizar los mecanismos habituales de Naciones Unidas y bloquea todos los esfuerzos para aislar los regímenes odiosos de Birmania y Zimbabue. Este fracaso resulta muy perjudicial hoy, ante el cambio fundamental experimentado por los conflictos desde la fundación de la ONU. Los choques internos y el mal gobierno, a menudo alimentados por las acciones de los dictadores, constituyen hoy un peligro mucho mayor para los pueblos del mundo en vías de desarrollo que las guerras tradicionales entre Estados que definían la política mundial en 1945. La ONU se creó para resolver ese tipo de disputas, y el hecho de que hoy sean infrecuentes es, en parte, un síntoma de su éxito. Pero ahora, una organización internacional que se diseñó para abordar los conflictos de mediados del siglo XX se encuentra mal preparada para los de principios del XXI.

¿Tiene la ONU la culpa de que sigan existiendo dictadores? En verdad, la respuesta es “no”, aunque sólo sea porque no tiene tanta influencia, pero podría hacer más. Para ello sería necesario un esfuerzo en el que las grandes potencias, como Annan insinuaba con razón, no han estado interesadas hasta ahora. Mientras no cambien su forma de actuar, tanto la ONU como los dictadores a los que ofrece ayuda y confort parecerán, cada vez más, reliquias de una era pasada.

 

ONU SOMOS TODOS

En 1994, yo era comandante de la Fuerza de Paz en Ruanda cuando las milicias hutu empezaron a preparar su fatídico ataque contra la población tutsi. Pero pocas semanas después de que comenzara el genocidio, el Consejo de Seguridad de la oNU decidió reducir el número de soldados de paz a mis órdenes, pese a mis desesperadas peticiones de refuerzos. Abandonado con sólo 270 soldados de países como Pakistán, Bangladesh y Ghana, pude hacer poca cosa; durante los 100 días sucesivos murieron casi un millón de personas, despedazadas con machetes o quemadas vivas en sus refugios.

Lo que le falló a Ruanda no fue la ONU. en realidad, no existe esa entidad. No tiene un ejército permanente; sus misiones son operaciones ad hoc a las que contribuyen los estados miembros. Cuando los esfuerzos de paz de Naciones Unidas fracasan, suele ser debido a las decisiones tomadas por los miembros, sobre todo en el Consejo de Seguridad. Y eso es lo que ocurrió en Ruanda. Sólo con que hubiera habido 5.500 soldados podrían haberse detenido las matanzas. Pero la oposición de estados Unidos a ampliar la misión y la retirada belga de sus tropas lo hicieron imposible.

Todavía hoy sentimos las repercusiones de no haber impedido aquellas atrocidades masivas. la falta de voluntad política permitió que la orgía de violencia de Ruanda desestabilizara la vecina República Democrática del Congo. Varios millones de muertos después, el Congo es, junto con Somalia, el arquetipo de Estado fallido.  En Somalia, hace 15 años, los dirigentes políticos en Washington, Ottawa y otras grandes capitales sucumbieron a las presiones internas y abandonaron la misión que la ONU tenía allí. Hoy sienten las repercusiones, cada vez que buques de guerra estadounidenses, canadienses y europeos tienen que enfrentarse a los piratas en el Golfo de Adén.

Podemos hablar de impedir el genocidio todo lo que queramos, pero no sirve de nada hasta que los políticos de los países poderosos –sus electores– se sumen a las iniciativas. en otras palabras, la ONU somos nosotros y nosotros somos la ONU. Mea culpa, mea maxima culpa.

El teniente general Roméo Dallaire estuvo al mando de la Misión de Ayuda de la ONU para Ruanda en 1994. Es codirector del Will to Intervene Project.

 

EL ‘FACTOR GALLINA’

Al encontrarse con un Estado fallido, el mundo suele acudir a Naciones Unidas. así que puede parecer paradójico sugerir que la ONU contribuye a la quiebra de los estados. Pero es lo que ha hecho en demasiados casos.

A  veces, no tiene más remedio que fracasar. El Consejo de Seguridad, que se niega a emprender acciones serias por su cuenta, se inventa una misión mal dotada que, en el mejor de los casos, no ayuda, y en el peor puede convertir una situación mala en una catástrofe. No hay más que preguntarle a Roméo Dallaire.

En muchas ocasiones, el problema de las misiones es cobardía, no falta de recursos ni un mandato ambiguo. es lo que pasó en Afganistán, donde mi antiguo jefe, el enviado especial de la ONU, ordenó a su equipo que no hiciera nada con las pruebas contundentes de fraude en las elecciones presidenciales de 2009, oficialmente porque no estaba corroborado, pero en realidad por no perturbar su relación con el beneficiario principal del fraude, el presidente Hamid Karzai. ¿Resultado? meses de caos político en Kabul, el nuevo mandato de Karzai empañado ya de forma permanente y un golpe casi fatal a los planes del presidente estadounidense Barack Obama para reforzar las tropas en apoyo al Gobierno. Los que salieron más beneficiados fueron los talibanes, cuyas afirmaciones de que el Gobierno afgano es ilegítimo se volvieron de pronto incómodamente ciertas.

Cuando cuenta con los recursos suficientes y la dirección apropiada, Naciones Unidas contribuye más a la construcción nacional que ningún Gobierno ni coalición, incluido EE UU. Pero el ejemplo hay que darlo desde arriba, y las cosas en Turtle Bay [sede de la ONU] no parecen muy prometedoras en estos tiempos. el secretario general, Ban Ki-moon, un líder débil incluso para lo habitual en la organización, no ha garantizado una verdadera supervisión de las operaciones en Afganistán, a pesar de su importancia.

Por desgracia, seguramente es demasiado pedir que el Consejo de Seguridad deje de encargar a las fuerzas de paz y a los diplomáticos de la ONU misiones imposibles en tierras lejanas. Pero, como mínimo, debemos exigir que muestren cierta entereza cuando llegan allí.

Peter Galbraith participó en dos misiones de Naciones Unidas. Le hicieron volver de su puesto como enviado adjunto a Afganistán tras las elecciones presidenciales de 2009.