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Protesta en Manila, Filipinas, contra los juicios extrajudiciales del presidente Rodrigo Duterte en su ‘guerra contra las drogas’. (Ted Aljibe/AFP/Getty Images)

Las políticas de drogas en el mundo no parecen alcanzar un consenso, aumentan las discrepancias entre Estados y algunos países se mueven entre la ambigüedad y el pasado. ¿Cuál es la situación actual y qué soluciones podrían darse a futuro?

Dos movimientos políticos en una semana

Coincidiendo con el periodo de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas, que cada año tiene lugar a mediados de septiembre, se produjeron dos grandes movimientos que reflejan, a la vez, las dos grandes visiones enfrentadas sobre el futuro de las políticas de drogas en el mundo: más prohibición y criminalización (o al menos tanta como hasta ahora), o más regulación (o, al menos, avanzar hacia enfoques menos punitivos). Se trata, por un lado, del Llamamiento Global a la Acción sobre el Problema Mundial de las Drogas lanzado por el Gobierno de Estados Unidos, al que se ha adherido un número de países, nada desdeñable: 129. Y, por otro, la Comisión Global de Políticas de Drogas, establecida en 2011 y conformada por un nutrido grupo de personalidades de la política, la economía y la cultura –incluyendo a antiguos jefes y jefas de Estado y de gobierno- presentaba su último informe: Regulación. El Control Responsable de las Drogas, que pretende facilitar y fomentar el debate público sobre la regulación de los mercados de drogas, bajo el convencimiento de que es el camino necesario por el que transitar.

Ambos movimientos son la viva expresión del choque de visiones y de legitimidades que se viene dando en la última década en los debates globales y en el seno de los organismos internacionales de control de drogas. Nuevos liderazgos, no necesariamente gubernamentales, están emergiendo y las organizaciones de la sociedad civil que trabajan por una reforma de las políticas de drogas tienen mucho que ver en ello. Mientras tanto, conviven en el mundo políticas de drogas nacionales tan diversas que, para compararlas entre sí, hace falta hablar de mucho más que de drogas.

 

¿Son comparables las políticas de drogas?

La noción de políticas de drogas hace referencia a la “variedad de leyes y programas destinados a influir en la decisión de los individuos de consumir drogas o no, así como de tener un impacto sobre las consecuencias de su uso sobre las personas y la comunidad”, refleja el informe Drug Policy and the Public Good. Este conjunto de leyes e intervenciones es lo que configura la política de drogas de un país, a lo que habría que añadir otras intervenciones llevadas a cabo por personas particulares u organizaciones no gubernamentales –que están a cargo, en muchas ocasiones, de implementar muchas de estas políticas-. También es importante fijarse en lo que hacen los gobiernos y las administraciones subnacionales (regionales y locales), incluso en los sistemas de justicia y en las sentencias emitidas por los altos tribunales. Para analizar o comparar las políticas de drogas en diferentes países del mundo es imprescindible acercar más el foco y fijarnos en ámbitos más concretos. Por ejemplo, las políticas en relación a los mercados de cannabis, las intervenciones en reducción de daños o en reducción de riesgos, las medidas para contener la violencia asociada a los mercados de drogas y el crimen organizado, o las penas aplicadas a los delitos relacionados con el consumo, la producción y el tráfico de drogas.

 

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El presidente Donald Trump durante un debate sobre drogas en Washington. (Nicholas Kamm/AFP/Getty Images)

Un llamamiento global unilateral y anacrónico

Son varios los puntos que sorprendieron a la comunidad internacional del llamamiento del presidente Donald Trump y de la embajadora de Estados Unidos ante Naciones Unidas, Nikki Haley (cuya reciente renuncia al cargo no parece que pueda tener un impacto en la estrategia política de EE UU en el foro de Naciones Unidas con respecto a las drogas, pero es evidente que su permanencia en el cargo sí que era garantía de apoyo a políticas especialmente represivas, como quedó demostrado tras su viaje a Colombia). Un texto aparentemente sencillo -en palabras de Trump- pero que supone en realidad una llamada a la continuidad de políticas ineficaces, que han tenido un alto coste y que han causado graves violaciones de los derechos humanos. La iniciativa esconde, además, un cierto desprecio hacia el multilateralismo y el consenso que ha guiado el espíritu de las negociaciones en la materia en la ONU durante décadas. El llamamiento fue realizado de forma unilateral, al margen de los organismos competentes en la materia y no dio espacio para la discusión y la negociación a los gobiernos invitados a suscribirlo. Al mismo tiempo, parece ignorar el estado de los debates en el seno de la Comisión de Estupefacientes de Naciones Unidas y el consenso más amplio alcanzado en el documento final de la Sesión Especial de la Asamblea General de Naciones Unidas (UNGASS) sobre el Problema Mundial de las drogas celebrada en 2016.

No sorprende en exceso, sin embargo, que una iniciativa semejante surja del presidente Trump. Dentro de las salidas de tono a las que tiene acostumbrada a la opinión pública global, aquellas referentes al tema de las drogas no han sido una excepción. Por ejemplo, en varias ocasiones ha sugerido abrir el debate sobre la pena de muerte para los traficantes de drogas, ha hablado de la “dureza” como única vía para gestionar los problemas relacionados con ellas, o de la ejecución de traficantes como una manera de resolver la grave crisis de opioides que asola el país -con un índice de mortalidad sin precedentes, que se calcula causa unas 115 muertes al día por sobredosis, 33.000 sólo en 2015-. Tampoco titubeó cuando felicitó al presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, por el “fantástico trabajo” que viene realizando para enfrentar el “problema de las drogas”. Un fantástico trabajo que ha conducido al país a ser uno de los focos más graves de violaciones de los derechos humanos que todos los días se cometen en el mundo en nombre de la ‘guerra contra las drogas’ y sobre el cual la Corte Penal Internacional ya ha abierto una investigación preliminar. El presidente filipino, lejos de revisar su postura, la ha defendido argumentando que su “único pecado son las ejecuciones extra-judiciales”, que el propio Gobierno estima en más de 4.800 personas (que etiqueta como “sospechosos de consumo y tráfico de drogas”), aunque organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch elevan a más de 15.000 el número de víctimas.

 

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Una redada contra las drogas en Daca, Bangladesh. (Munir Uz Zaman/AFP/Getty Images)

Asia: el último frente de una guerra perdida

Lógicamente, Duterte suscribió el llamamiento global de Estados Unidos y de Trump, al igual que hicieron aquellos Estados con las políticas de drogas más punitivas del globo. Son muchos los gobiernos que han utilizado el pretexto de la ‘lucha contra las drogas’ para cometer graves violaciones de los derechos humanos, del derecho internacional y para ejecutar no solamente a sospechosos de traficar y consumir, sino también a líderes sociales molestos o a opositores políticos. Este parece ser el caso de Bangladesh donde, desde que la primera ministra Sheikh Hasina lanzara su campaña antidrogas el pasado mes de mayo, más de 130 personas han sido asesinadas y más de 13.000 detenidas en todo el país. De hecho, muchos de los países más represivos en su política de drogas se encuentran en Asia. Según Human Rights Watch, Arabia Saudí ejecutó a 48 personas en 2018, la mitad de las cuales fueron condenadas por delitos no violentos relacionados con las drogas. Los datos disponibles sobre el uso y la oferta de drogas en el país son escasos, pero de acuerdo con los informes anuales sobre drogas de UNODC de 2017 y 2018, el país es un importante destino del tráfico de anfetaminas dentro de la región de Oriente Próximo y Medio. En 2016 se incautaron 18 toneladas de anfetaminas. Si bien el príncipe Mohamed bin Salman está introduciendo reformas en este ámbito, el Gobierno saudí fue uno de los defensores de la pena de muerte para este tipo de delitos durante la UNGASS de 2016, en la que un grupo de países presentaron una declaración conjunta sobre el derecho de cada Estado soberano a elegir su propio sistema de penas (incluida la pena de muerte) por delitos relacionados con las drogas. Dicho grupo estaba conformado, entre otros, por un gran número de países asiáticos como China, Singapur, Indonesia, Irán o Malasia. En este último, un hombre ha sido recientemente condenado a morir en la horca por proporcionar aceite de cannabis, sin ánimo de lucro, a pacientes con dolencias difíciles de tratar con medicamentos legales. Esta condena resulta particularmente desproporcionada desde una mirada global, pues el cannabis medicinal es utilizado de manera legal en varios países de Europa, numerosos estados de Estados Unidos y en Canadá (es curioso que también fue aprobada una ley en este sentido en Filipinas). La condena ha reabierto el debate sobre la pena capital en Malasia, donde el recién elegido primer ministro Mahathir Mohamad ha pedido la revisión de la condena en este caso y ha anunciado la abolición de la pena de muerte para todos los delitos.

 

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Un hombre con un gorro con la bandera de Canadá y una hoja de marihuana. (Lars Hagberg/AFP/Getty Images)

Aliados económicos, aunque discrepantes en política de drogas

Canadá y México, que acaban de firmar un nuevo tratado comercial con Estados Unidos, también suscribieron la iniciativa del presidente Trump. Quizá sea necesario buscar razones más allá de las políticas de drogas que expliquen estos posicionamientos, pues ambos países parecen transitar, cada uno en su contexto, por caminos más progresistas. Si bien todavía es pronto para valorar la posición del presidente electo Andrés Manuel López Obrador, su futura secretaria de Gobernación, la exmagistrada de la Corte Suprema, Olga Sánchez Cordero, ha manifestado su intención de revertir la escalada de la “guerra contra el narco” regulando la industria del opio para uso médico y descriminalizando el cannabis. No está claro si estas medidas afectarán al número de homicidios relacionados con el narcotráfico en el país, pero sin duda tendrán un impacto notable en materia de salud pública y en el mercado minorista de drogas.

El apoyo de Canadá resulta más sorprendente, si tenemos en cuenta que en unas semanas entrará en vigor de la ley que regulará el mercado recreativo del cannabis. Este paso convertirá al país en el segundo del mundo –y el más grande y de mayor influencia internacional- en regular los mercados de cannabis a nivel federal, después de que Uruguay fuera el primero el dar este paso en 2013. ¿Cómo explicar esta contradicción? Las políticas de drogas pueden, y suelen, ser profundamente paradójicas e incoherentes incluso dentro de un mismo país, pues han de lidiar con cuestiones muy diversas y difíciles de compaginar, como la salud pública y la reducción de daños, la criminalidad y los conflictos relacionados con los mercados ilegales, o el desarrollo y los derechos humanos. Las contradicciones, por tanto, son frecuentes y dan lugar a escenarios que causan perplejidad: por ejemplo, el hecho de que numerosos estados de Estados Unidos hayan regulado los mercados de cannabis para uso medicinal y recreativo, mientras que el cannabis sigue siendo una sustancia prohibida a nivel federal y el presidente insiste en imponer a otros países medidas represivas basadas en la prohibición.

 

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Una operación antidroga en Río de Janeiro, Brasil. (Fabio Teixeira/AFP/Getty Images)

América Latina y Europa: avances y retrocesos

Colombia es otro de los países que ha mostrado su apoyo al llamamiento de Trump. El Gobierno de Iván Duque y el de Estados Unidos parecen nuevamente alineados en materia de drogas, especialmente desde que Duque haya relanzado la ‘guerra contra las drogas’, cuya primera medida ha sido aprobar un decreto que prohíbe el porte de la dosis mínima de drogas, que había sido descriminalizado mediante una sentencia de la Corte Constitucional colombiana. En cambio, Brasil declinó suscribir la propuesta. Es posible que esta posición estuviera relacionada con la coyuntura electoral del país, pero la holgada victoria en primera vuelta de Jair Bolsonaro augura una intensificación de la represión en el gigante latinoamericano. Bolsonaro ha declarado sentirse inspirado por el presidente Duterte y en varias ocasiones ha declarado que la policía debería matar a personas sospechosas de tráfico de drogas. Aquellos gobiernos tradicionalmente enfrentados con EE UU en la arena internacional tampoco han mostrado su apoyo a Trump en este llamamiento: Cuba, Bolivia y Venezuela. Así como otros tantos que, en general tienen posturas más cercanas al vecino del norte, pero no precisamente en lo que a drogas se refiere, como Ecuador, Jamaica y Uruguay. Jamaica ha jugado un papel diplomático muy activo para avanzar la revisión de las convenciones internacionales de drogas y, tras el proceso de descriminalización de hasta dos onzas de cannabis (ganja) y el establecimiento de una industria legal regulada para el cannabis con fines médicos, científicos y terapéuticos en 2015, se ha convertido en un punto de referencia en materia de políticas de drogas para los países del Caribe. Por su parte Uruguay, que fue el primer país en regular los mercados de cannabis y está enfrentando grandes desafíos en el proceso de implementación de la regulación, ha sido uno de los más claros a la hora de explicar su rechazo a la iniciativa de Trump. En su intervención durante la reunión intersesional de la Comisión de Estupefacientes a finales de septiembre, el representante permanente, Bruno Faraone, criticó el unilateralismo del llamamiento y afirmó directamente que este tipo de posición se opone frontalmente a las políticas de Uruguay en materia de drogas.

España y otros nueve países de la Unión Europea tampoco suscribieron el llamamiento: Bélgica, República Checa, Dinamarca, Finlandia, Alemania, Luxemburgo, Países Bajos, Eslovenia y Suecia. Si bien las razones aducidas en cada caso son diferentes. Para España, la justificación fue que la UE no tiene una política común en materia de drogas, y prefirió no posicionarse. Esta postura híbrida ha sido tradicionalmente mantenida por los distintos gobiernos españoles en los foros internacionales, a pesar de haber aplicado políticas de reducción de daños que se desmarcan de las posiciones más punitivas, o de tener una situación similar a la de Estados Unidos con los sucesivos intentos de regulación de los clubes sociales de cannabis por parte de algunas Comunidades Autónomas. En el caso de República Checa, las razones parecen apuntar a una visión diferente a la estadounidense sobre el futuro de las políticas de drogas, pues el pasado mes de julio el coordinador Nacional de Drogas, Jindřich Vobořil, hizo un llamamiento a la legalización y regulación de las drogas.

Otra prueba de las constantes contradicciones y de la falta de consenso y armonización internacionales, es que el pasado 1 de octubre se aprobó en la Comisión de Medio Ambiente, Salud Pública y Seguridad Alimentaria del Parlamento Europeo un proyecto de resolución sobre el uso del cannabis para fines terapéuticos. Aunque la resolución está pendiente de ser votada por el Pleno en el mes de diciembre, resulta difícil de explicar que haya Estados miembros de la Unión Europea que suscriban iniciativas que se anclan en el estricto régimen internacional prohibicionista mientras apoyan resoluciones regionales que pretenden, precisamente, suavizarlo.

 

Nuevos liderazgos, nuevas políticas

Los miembros de la Comisión Global de Políticas de Drogas fueron implacables en su postura: consideran el llamamiento a la acción de Trump un “intento de demostrar un consenso que ya no existe, incluso entre varios de los firmantes”. Y lo fueron al mismo tiempo que presentaban Regulación. El control responsable de las drogas, que precisamente pretende fomentar el diálogo sobre unas políticas de drogas más realistas y eficaces. El informe es profundamente crítico con el enfoque represivo que aspira a “un mundo libre de drogas” y aboga por un enfoque responsable y basado en la evidencia y en la evaluación de lo que ha funcionado y lo que no, que lidie con el mundo tal y como es y no con un ideal al que aspiran algunos grupos sociales. La expresidenta de Suiza, Ruth Dreifuss, plantea en el prólogo una pregunta fundamental respecto a las drogas ilegales: “¿Quién debería asumir el control de estas sustancias que conllevan riesgos graves para la salud: el Estado o el crimen organizado?”. La respuesta que dan, que argumentan y para la que ofrecen soluciones a lo largo del informe es inequívoca: regular los mercados de drogas, establecer normas adaptadas a la peligrosidad de cada sustancia y supervisar y hacerlas cumplir. La compilación de las numerosas experiencias de regulación en el mundo (mercados de cannabis en algunos estados de Estados Unidos, la hoja de coca en Bolivia, las nuevas sustancias psicoactivas en Nueva Zelanda, el tratamiento asistido con heroína en Suiza, o la regulación integral del cannabis en Uruguay) son ejemplos de los notables esfuerzos que se están realizando para que la política de drogas entre por fin en los cauces democráticos de discusión, evidencia, rendición de cuentas y apertura a la participación de la sociedad civil. Se trata de experiencias con sus luces y sus sombras, que demuestran que no hay un único camino para la transición de la prohibición a la regulación. Pero que, no obstante, es un camino que merece la pena transitar.

 

 

Los Altos Tribunales: ¿formuladores de políticas de drogas innovadoras?

Ante la inacción de los legisladores y políticos, en algunos países han sido los tribunales de justicia quienes están abriendo el camino hacia la descriminalización y la regulación. En México y en Suráfrica, entre otros, los tribunales de mayor rango están generando interpretaciones que priorizan los derechos humanos y que podrían traducirse en avances hacia nuevos modelos políticos, ante la falta de consenso de la clase política y la lentitud de los procesos de los organismos de Naciones Unidas.

La Corte Constitucional de Suráfrica analizó, recientemente, bajo el “test de proporcionalidad” si los límites al derecho a la privacidad resultan razonables y justificables en una sociedad democrática para el caso en donde una persona adulta pueda poseer, cultivar y usar cannabis para fines personales y de manera privada. Al estudiar el contenido esencial del derecho a la privacidad, la Corte consideró que la historia que rodea al uso de cannabis en Suráfrica está “repleta de racismo” y que, de acuerdo a la evidencia científica y médica disponible, el consumo de cannabis en dosis razonables resulta seguro y no existe ningún riesgo o evidencia de daño. En un ejercicio de control constitucional, la Corte surafricana determinó que aun cuando es deseable que ninguna obligación internacional implique una violación a la Constitución, cuando se dé ese supuesto la Carta Magna debe prevalecer por ser la ley suprema. Finalmente concluyó que, mientras el cultivo, la posesión y el uso del cannabis se realice por parte de una persona adulta de manera privada y para su uso personal, se encuentra protegido constitucionalmente bajo el derecho a la privacidad.

En México, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, siguiendo una línea similar, realizó un “test de proporcionalidad” en el ejercicio del control constitucional, tomando como base principal el libre desarrollo de la personalidad- un criterio derivado de la interpretación jurisprudencial en México-. La Primera Sala de la Corte Suprema otorgó, recientemente, el tercer amparo para permitir a una persona el uso personal de cannabis y la adquisición de las semillas para su cultivo. En el pasado, dos amparos ya permitieron ese uso lúdico y recreativo. Esto implica que, en el caso de que esta Sala alcance cinco sentencias en el mismo sentido, se estará estableciendo un importante criterio jurisprudencial que obligaría a declarar inconstitucional la prohibición del consumo lúdico del cannabis en México.