Soldados del Ejército afgano y marines estadounidenses patrullan los campos de amapola, de la que se obtiene el opio y que sirve de fuente de financiación para los talibanes. Ismoyo/AFP/Getty Images

¿Cómo de real, profunda y directa es la conexión entre ambos? He aquí una deconstrucción del nexo sistemático entre el mercado de drogas y las organizaciones terroristas.

Las drogas ilegales y el terrorismo son dos fenómenos que captan la atención mediática, que movilizan fondos públicos y que absorben una considerable energía política. Sucede cuando aparecen en la escena pública por separado, pero mucho más, si cabe, cuando van de la mano.

Son múltiples las conexiones entre terrorismo y drogas ilícitas que encontramos a varios niveles de la evidencia empírica y del discurso público. Analistas, políticos y oficiales de seguridad a menudo afirman la existencia de vínculos sistemáticos entre ambos. Estos vínculos —a veces retóricos, a veces documentados—  operan a varios niveles y poco importa, en ocasiones, si estamos hablando de mitos o de realidades.

Una afirmación muy difundida es que los terroristas usan drogas para cometer sus atentados. Es lo que sucedió tras los ataques de noviembre de 2015 en París cuando el captagón —habitualmente, una mezcla de anfetaminas y cafeína, que fue acuñada como “droga de los yihadistas”—  saltó a la escena mediática, llegando incluso a sugerirse que esta sustancia era capaz de convertir en terrorista a alguien que no lo era.

Un soldado colombiano mira un tanque con cocaína líquida en un laboratorio que pertenecía a las FARC, 2010. Luis Robayo/AFP/Getty Images

Otra conexión habitual, y aparentemente más documentada, es que ciertos grupos terroristas financian sus acciones con el tráfico de drogas si en los contextos en los que operan florece este mercado ilegal. O que los narcotraficantes utilizan tácticas terroristas para perseguir sus objetivos económicos, como fue el caso del cártel de Medellín en la Colombia de los 90, de la mafia siciliana o, más recientemente, de los cárteles mexicanos. El concepto de “Narcoterrorismo” ha jugado un rol esencial en esta convergencia, proporcionando cobertura académica e intelectual a la construcción de estos vínculos. Utilizado por primera vez en 1983 por el entonces Presidente peruano Fernando Belaúnde Terry para describir los ataques perpetrados contra la policía antinarcóticos del país, rápidamente se aplicó a las acciones de las FARC en Colombia. Desde entonces, ha sido un término tan utilizado como contestado, especialmente tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando incrementó su legitimidad de manera exponencial.

La confluencia entre drogas ilícitas y terrorismo también se produce en el diseño e implementación de políticas públicas. Especialmente relevante ha sido este vínculo en algunos contextos, como en Afganistán y Colombia, cunas del denominado “narcoterrorismo” y donde las medidas antiterroristas y las políticas antinarcóticos convergieron hasta llegar a ser casi indisociables. Antonio Costa, ex director ejecutivo de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés), llegó a afirmar en 2004 que “combatir el tráfico de drogas equivale a combatir el terrorismo”.

Como siempre que se habla de drogas, los matices son importantes. Es improbable que todos los mercados de drogas hagan la misma contribución a la amenaza terrorista. Al contrario, es importante subrayar que las diferentes sustancias, rutas y organizaciones dedicadas al tráfico tienen una relación distinta con el fenómeno del terrorismo. Es decir, las características de los mercados y su imbricación en situaciones de violencia difieren según el contexto y estas diferencias importan y mucho.

En general, la evidencia sugiere que los grupos terroristas son más propensos a implicarse en el gravamen y la facilitación del cultivo y de la producción de drogas, precisamente el punto de la cadena menos rentable y donde el valor de las sustancias es menor. Aunque también se han documentado casos en los que el menudeo de drogas ha ayudado a financiar acciones terroristas, como el caso de los atentados del 11 de marzo en Madrid, financiados en buena medida con el tráfico de hachís y éxtasis a pequeña escala. Fuentes del Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado (CITCO) de España declaran que desde la creación de esta institución en 2014 “se han detectado más de 250 coincidencias entre personas vinculadas principalmente con el tráfico de drogas y el blanqueo de capitales con el terrorismo yihadista”.

También es frecuente encontrar referencias al terrorismo en los documentos internacionales sobre políticas de drogas. Por ejemplo, el Documento final surgido de la Sesión Especial de la Asamblea General de Naciones Unidas sobre el fenómeno de las drogas celebrada en 2016 se hizo eco de los retos derivados de los vínculos entre el tráfico de drogas, la corrupción y otras formas de delincuencia organizada, por un lado, y el terrorismo, por otro, “incluido el blanqueo de dinero en relación con la financiación del terrorismo”. Recientemente, el Informe Mundial sobre Drogas correspondiente a 2017 (que cada año publica la UNODC) dedicó un capítulo temático a “El problema de las drogas y la delincuencia organizada, flujos financieros ilícitos, corrupción y terrorismo”.

Vínculos y evidencias

Establecer las conexiones entre estos fenómenos no es sencillo. En primer lugar, porque se trata de cuestiones sobre las que resulta muy difícil conseguir información exhaustiva y representativa que permita determinar tendencias y llegar a conclusiones contundentes. Como la misma UNODC reconoce, gran parte del trabajo en este ámbito rastrea un pequeño número de grupos, o se basa en fuentes interesadas en enfatizar o atenuar determinados vínculos. Muchas de las dinámicas de los mercados de drogas permanecen ocultas a las autoridades y la información sobre terrorismo es recopilada por las agencias de inteligencia y obviamente está clasificada.

Una mano con semillas de amapola, de la que se obtiene el opio y sus derivados como la heroína, Afganistán. Wakil Kohsar/AFP/Getty Images

Entonces, ¿qué tan real, profunda y directa es la conexión entre ambos? ¿Realmente el dinero derivado del tráfico ilícito de drogas es una fuente de financiación del terrorismo tan relevante como sugieren algunos medios de comunicación, o algunas agencias de control de drogas? ¿Son estos vínculos la punta de iceberg, o más bien la excepción a la regla de que las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas y los grupos terroristas no establecen, en general, relaciones de cooperación duradera, y menos de simbiosis?

El último Informe Mundial sobre Drogas despeja ciertas dudas. La propia UNODC reconoce que la evidencia es limitada y las estimaciones al respecto muy variables, que se trata de un flujo de ingresos clave para algunos grupos terroristas —pero no para todos—  y que, en general, constituye una fuente de financiación entre muchas otras. No obstante, señala que existen algunas evidencias suficientemente confirmadas. Es el caso de los talibanes, para los cuales el dinero procedente de la economía ilícita de estupefacientes supondría alrededor de la mitad de sus ingresos —que se estiman en unos 400 millones de dólares—. También es el caso de las FARC, cuya implicación en el narcotráfico se remonta décadas atrás y ha incluido principalmente la provisión de seguridad para los cultivos de coca, el gravamen a la introducción de precursores químicos y el uso de pistas de aterrizaje, la venta de pasta base y la participación en el comercio intrarregional de cocaína. Las FARC, no obstante, acordaron detener su participación en el negocio de las drogas tras la firma de los acuerdos de paz con el Gobierno colombiano culminados en 2016.

La evidencia sobre otros grupos parece, sin embargo, débil. Por ejemplo, argumenta la Oficina, no está clara la implicación —más bien, hasta qué punto—  de Daesh en la producción de captagón, a pesar de las afirmaciones de muchos medios de comunicación, pues son múltiples los grupos que operan en su área de actuación. Tampoco en el caso de Boko Haram o de Al Qaida en el Magreb Islámico. El caso de los remanentes de Sendero Luminoso parece ser todavía menos claro. De acuerdo con declaraciones de Ricardo Soberón, ex Presidente Ejecutivo de DEVIDA (agencia de drogas peruana), este grupo carece de la capacidad logística, política o militar para tomar el control de todas las fases del procesamiento de drogas. En esta línea, el periodista de investigación peruano Gustavo Gorriti ha afirmado que los traficantes locales prefieren no pagar las tasas a Sendero Luminoso y están utilizando vías alternativas para transportar la coca fuera del país, como pequeñas aeronaves.

Los datos, análisis y conclusiones proporcionados por la UNODC no están exentos de enfoque político y de sesgos en su elaboración y presentación. La propia convergencia de crimen, drogas y terrorismo como ámbitos de responsabilidad bajo el mandato de un mismo organismo ya resulta problemática. El trabajo de la Oficina ha sido cuestionado por realizar un énfasis excesivo en el nexo entre crimen y drogas, al que se añadió el terrorismo como reflejo de la evolución de las prioridades de la comunidad internacional, motivado por el deseo de incrementar las aportaciones de algunos donantes como EE UU. No es ésta una cuestión superflua, sabiendo que el 90% de la financiación de la UNODC procede de contribuciones voluntarias de los Estados y está destinada a fines especiales. El otro 10% procede del presupuesto regular de Naciones Unidas, y está destinado a fines generales.

La UNODC no es un actor político neutral, en particular en lo que respecta al enfoque de políticas de drogas que promueve. La simplificación de la que procede la receta “reducir los mercados de drogas equivale a reducir la amenaza terrorista” ignora el hecho de que los mercados de heroína y de cocaína (sustancias cuyos mercados parecen tener una mayor conexión con los grupos terroristas) se han mostrado muy resistentes a las medidas de aplicación de la ley. De hecho, las políticas centradas en la prohibición y en la represión han resultado poco eficaces para detener el flujo de drogas desde los lugares de producción hacia los mercados de consumo y para reducir la demanda de sustancias fiscalizadas que está en la base de los mercados de narcóticos.

Sólo una pequeña fracción del total de los beneficios de los mercados de drogas pareciera fluir hacia los grupos terroristas. Pero el volumen de dinero que mueven estos mercados es tan elevado que una proporción ínfima del mismo puede suponer una gran proporción del presupuesto de una organización terrorista. Hace unos años, el profesor Mark A. R. Kleiman presentaba una comparación sorprendente. Se estima que la organización de los atentados del 11 de septiembre de 2001 costó entre medio millón y 2 millones de dólares. Incluso si tomamos la estimación más elevada, la cifra representa menos de una hora de ingresos en el mercado ilícito de cocaína estadounidense, o alrededor del 1% del valor anual de la hoja de coca que genera cocaína para este mercado.

Muchos debates dentro uno

Paquetes con cocaína confiscados en Panamá. Rodrigo Arangua/AFP/Getty Images)

En la actualidad los debates han evolucionado. El concepto de “narcoterrorismo”, tan utilizado a mitad de la década de 2000, parece en desuso. Los debates sobre el fenómeno de las drogas van por otros derroteros. Las políticas prohibicionistas actualmente vigentes son cada vez más cuestionadas, y muchos Estados parecen tomar otras direcciones. En este contexto, se plantea que las ganancias ilícitas son consecuencia de la prohibición, que relega los mercados de drogas a la ilegalidad y, por lo tanto, parte de la solución pasa por la regulación del consumo, la producción y el comercio de drogas.

La última crisis económica y financiera internacional trajo consigo también el debate sobre la regulación de los mercados financieros internacionales, cuyos excesos y falta de reglas estuvieron en la base del desmoronamiento de la economía mundial. Dado que el blanqueo de capitales es el último eslabón que convierte el dinero del tráfico de drogas (y de tantos otros mercados ilícitos) en una potencial fuente de financiación del terrorismo y otros grupos armados ilegales, hubiera sido de esperar una opinión contundente en este sentido plasmada en el Documento final de la UNGASS 2016. Pero, al igual que sucede con tantos otros compromisos internacionales resultado del consenso amplio entre los gobiernos, el documento se limitó a recoger la voluntad de los Estados participantes de incrementar la cooperación, la inteligencia financiera y las capacidades técnicas en este ámbito, dejando en manos del Grupo de Acción Financiera (FATF-GAFI) una acción más contundente.

Ni en los debates en el marco de UNGASS ni en las recomendaciones que cada cierto tiempo revisa el GAFI parecen encontrarse propuestas innovadoras en este sentido. Resulta paradójica la falta de propuestas políticas para combatir estos vínculos (drogas-blanqueo de capitales-financiación del terrorismo) a tenor del énfasis que se hace en ellos en los discursos de gobiernos y organismos internacionales. Declaraciones como la de Antonio María Costa en pleno apogeo de la crisis  —  “Muchos bancos han esquivado la crisis gracias al dinero procedente del narcotráfico” — ayudan a explicar la falta de iniciativa política para invertir esta tendencia. Aunque no citaba ninguna entidad en concreto, iba más allá en su contundencia: “No es cierto que las mafias busquen al sector bancario para invertir; el sector bancario está buscando el dinero de las mafias”. El escándalo del HSBC, documentado por el Senado de Estados Unidos, es un ejemplo demostrado de lo que podría estar ocurriendo en muchas otras grandes entidades financieras. Entre las consignas de Costa, nunca se llevó a cabo una reflexión respecto al hecho de que, si los mercados de drogas son ilícitos es porque, en un momento dado de la historia, se decidió que la prohibición era la respuesta política desde la que se iba a gestionar el consumo, la producción y el comercio de determinadas sustancias psicoactivas. Tras la prohibición vendría la securitización, es decir, la tendencia política a tratar este fenómeno en términos de criminalidad y seguridad y no como un problema social y de salud pública.

La regulación del sector financiero es, si cabe, un tema más delicado y más tabú que el de las drogas. Porque implica sacudir los cimientos mismos del capitalismo global en su versión actual, que propicia un entorno de desregulación y de falta de transparencia de las transacciones financieras internacionales.

En definitiva, enfatizar el rol del tráfico de drogas como fuente de financiación del terrorismo, sin matices y sin estar apoyado en evidencias sólidas, favorece la falta de reflexión sobre las causas estructurales de este vínculo: la desregulación de los mercados financieros, por un lado, y el fracaso de las políticas de drogas prohibicionistas y represivas, por otro. Además, aleja el foco de otras cuestiones delicadas, como la corrupción, los abusos y las actividades criminales perpetradas por algunos gobiernos o el comercio ilegal de armas, y favorece la aplicación de políticas represivas  y mal enfocadas para responder a problemáticas que son inherentemente políticas, económicas y sociales. Cuestionar y deconstruir el vínculo sistemático entre drogas y terrorismo es no solo importante sino también imprescindible si aspiramos a entender y gestionar los desafíos asociados a estos dos fenómenos.