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Un presunto traficante de drogas es detenido y esposado durante una operación de la policía en Manila, Filipinas. (NOEL CELIS/AFP/Getty Images)

La guerra contra las drogas ha sido, y todavía es, uno de los catalizadores más poderosos de múltiples violaciones de los derechos humanos en el mundo. Las diferentes políticas empleadas muestran como las consecuencias afectan directamente a las personas más vulnerables.  

El pasado mes de abril, en la apertura de la 26 edición de la Conferencia Internacional de Reducción de Daños celebrada en Portugal, la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, Michelle Bachelet, reflexionaba sobre el fracaso de la prohibición de las drogas: “La llamada guerra contra las drogas”, apuntaba, “está basada en la idea de que la represión contra las personas que utilizan drogas o están involucradas en su comercio hará que el uso de drogas desaparezca. Pero sabemos por experiencia que esto no es verdad”. Mucho más tajante que Bachelet fue el historiador Alfred McCoy, quien recientemente afirmó que “la guerra más larga de Estados Unidos” está arruinando al mundo y que, tras medio siglo de políticas prohibicionistas muy represivas impulsadas por Washington, ha conducido a la miseria a millones de personas en todo el planeta.

La metáfora bélica aplicada a las políticas de control de drogas comenzó en 1971, año en el que el presiente Richard Nixon las declaró como el enemigo público número uno de Estados Unidos y lanzó su particular guerra contra estas sustancias. Este enfoque, que sería exportado a otros países del mundo, significó el paso de un paradigma de control de comercio y de salud pública a otro de criminalización, persecución y militarización. Con el tiempo, la metáfora bélica se generalizó en la comunidad internacional como la única manera legítima de gestionar un fenómeno que poco tenía que ver con las luchas entre ejércitos pero que, con el tiempo, cual profecía autocumplida, terminaría dejando de ser una simple alegoría.

No se trata, obviamente, de una guerra o conflicto en el sentido clásico del término. No encaja en las definiciones tradicionales del derecho internacional, ni suele constar como tal en los informes que cada año hacen recuento de las crisis mundiales: con excepción, tal vez, de Colombia y Afganistán, donde los mercados de drogas juegan un rol fundamental en las dinámicas del conflicto, aunque no sean el único factor a considerar. Pero, si nos atenemos a las consecuencias del enfoque político que se ha venido en denominar “guerra contra las drogas”, esta alegoría bien merecería un lugar en los anuarios sobre conflictos internacionales.

El pasado mes de abril, Robert Malley, presidente de International Crisis Group, publicaba en esglobal un análisis sobre las situaciones de conflicto que más preocupan en 2019. Nos preguntamos entonces qué pasaría si realizáramos un ejercicio similar con algunas de las consecuencias más dramáticas de la llamada guerra contra las drogas. Seleccionamos algunas de ellas, teniendo en cuenta su especial gravedad y en base a su presencia considerable en los medios de comunicación en los últimos años.

Sin ánimo de exhaustividad, y teniendo en cuenta la dificultad de encontrar datos concluyentes y homogéneos para todos los países y regiones del mundo, he aquí un ejercicio de “mapeo” que nos ayuda a ilustrar las consecuencias de esta guerra, una de las más largas de nuestra historia reciente.

 

Muertes relacionadas con el uso de drogas: la crisis de opioides en América del Norte y la falta de acceso a medicamentos para el tratamiento del dolor en África

 

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Fármaco que se transporta en las ambulancias y se administra a las personas que han podido sufrir una sobredosis de drogas en EEUU. (Scott Olson/Getty Images)

El Informe Mundial sobre las Drogas correspondiente a 2018 refleja la creciente preocupación por la grave crisis de opioides que está teniendo lugar en Estados Unidos, y en menor medida, en Canadá. Según la Organización Mundial de la Salud, se estima que en 2015 fallecieron 450.000 personas como consecuencia del consumo de drogas, estando alrededor de 167.750 de forma directa relacionadas con el consumo (fundamentalmente sobredosis). Un 76% de estas muertes están relacionadas con el uso de opioides: solo en Estados Unidos se reportaron 72.000 muertes por sobredosis en 2017, siendo la mayor parte atribuibles al fentanilo, un opioide sintético relacionado con 29.000 de estos fallecimientos. La tasa de mortalidad más alta se reportó en los estados de Virginia Occidental, Ohio y Pensilvania. En Canadá la cifra ascendió a 2.458 en 2016.

Las razones de estas muertes no son sólo atribuibles al consumo, sino a la falta de acceso a los servicios de salud y de programas de reducción de daños para las personas que usan drogas, la constante persecución legal que sufren y que, en consecuencia, las disuade de buscar ayuda. Es decir, son muertes en su mayoría evitables si se implementaran políticas públicas centradas en la salud y en los derechos de las personas que usan drogas y no tanto en perseguir el objetivo de un mundo “libre de drogas”. En Europa, Suecia es el país en el que se registró una mayor tasa de muertes relacionadas con las drogas (datos de 2015): 1.069 fallecimientos en una población de poco más de 6 millones. Suecia es conocida por su estricta política de drogas que aspira a una sociedad “libre de drogas y de dopaje” y aunque dispone de programas de intercambio de jeringuillas, a pesar de estas cifras, todavía no ha desarrollado programas de naloxona para “llevar a casa”, ni salas de consumo seguro, como sí existen en Noruega, Alemania, España, Francia o Dinamarca. Estonia reportó la segunda tasa más elevada de Europa (datos de 2016) con 114 en una población de 848.000 personas.

Mientras la crisis de opioides en América del Norte recibe mucha atención internacional, en el continente africano hay millones de personas que no tienen acceso a estos para el tratamiento del dolor moderado y agudo. Al mismo tiempo, de acuerdo con el Informe Mundial sobre las Drogas de 2018 en África se ha experimentado una rápida expansión del consumo no lícito de tramadol, que está generando situaciones de salud pública difíciles de asumir para los sistemas nacionales de salud. Debido a que son pocos los países africanos que disponen de sistemas sofisticados de compilación de datos relacionados con las drogas, resulta difícil realizar afirmaciones concluyentes. No obstante, las opciones políticas tienen mucho que ver en este caso también: el miedo a que los opioides sean desviados al mercado ilícito ha dificultado enormemente su oferta legal, que obliga a muchas personas a vivir con dolores insoportables. Las políticas equivocadas, en el ámbito de las drogas, pueden causar muchas muertes.

Sin embargo, no todos comparten esta visión pues, a finales de abril, el presidente Donald Trump pronunciaba un discurso en la Cumbre Rx sobre Abuso de Drogas y Heroína celebrada en Atlanta y volvía a insistir en que la pena de muerte contra las personas que venden drogas daría “resultados increíbles”. Puso como ejemplo el caso de China, elogiando al presidente Xi Jinping, quien ha cedido a las presiones diplomáticas estadounidenses para aplicar las leyes más severas a las personas implicadas en el tráfico de fentanilo. Esta ley en China en el campo de las drogas es la pena de muerte. Aunque se desconoce el número exacto de personas ejecutadas, ya que el Gobierno no proporciona esta información, los delitos de tráfico de drogas parecen ser una de las causas más comunes para aplicar la pena capital en este país, donde Amnistía Internacional estima que cada año miles de personas son ejecutadas.

 

Pena de muerte por delitos de drogas: el frente asiático de una guerra global

 

Esto nos conduce al siguiente indicador en nuestro mapa de la guerra contra las drogas: la pena de muerte por delitos de drogas. Desde hace más de diez años la organización Harm Reduction International (HRI) publica el Panorama mundial sobre la pena de muerte por delitos de drogas. Según el último informe, correspondiente a 2019, a pesar de que no existen evidencias que concluyan el efecto disuasorio de la pena de muerte a la hora de disminuir los delitos de drogas, estos siguen siendo castigados con la muerte en al menos 35 países. Entre 2008 y 2018 se ejecutaron 4.366 personas por este motivo (cifra que no incluyen a China, y solo de manera limitada a Vietnam, países en los que esta cifra es un secreto de Estado). De este cómputo total, 3.975 ejecuciones tuvieron lugar únicamente en Irán. En 2018 solamente cuatro de estos países ejecutaron a personas por delitos de drogas: China, Irán, Singapur y Arabia Saudí. El total ascendió a 91 personas (sin contar a China), de las cuales al menos 59 sucedieron en Arabia Saudí y 9 en Singapur. Esta cifra representa un descenso considerable respecto a 2017, debido a una drástica caída en las ejecuciones en Irán tras la introducción de reformas, que ha reducido de manera drástica la implementación de la pena de muerte en este país. Tampoco en Indonesia se registraron ejecuciones (tras dos años cruentos en 2015 y 2016), ni en Malasia, cuyo Gobierno se comprometió en 2018 a la completa abolición de la pena de muerte. No obstante, HRI recuerda que 7.000 personas están en la actualidad en el corredor de la muerte en todo el mundo por delitos relacionados con las drogas y que en 2018 fueron sentenciadas a muerte al menos 149 personas en 13 países, siendo personas extranjeras una parte significativa de este total.

La Guía Internacional sobre Derechos Humanos y Políticas de drogas, publicada recientemente por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y el Centro Internacional de Derechos Humanos y Políticas de Drogas de la Universidad de Essex, recuerda que los delitos relacionados con las drogas no cumplen con el estándar internacionalmente reconocido de “delitos más graves” por los que se puede imponer esta pena máxima, allí donde existe. HRI concluye en su informe, además, que la mayor parte de las personas sentenciadas a pena de muerte en el contexto de la “guerra contra las drogas” proceden de contextos socioeconómicos vulnerabilizados, suelen participar en la escala más baja de la cadena de suministro de los mercados de drogas y, en general, son juzgadas sin un debido proceso y sin una defensa legal adecuada.

 

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Ejecuciones extrajudiciales en el contexto de la “guerra” contra las drogas: “Bandido bueno, bandido muerto”

 

El origen socioeconómico vulnerable es también una constante cuando hablamos de las víctimas de ejecuciones extrajudiciales en nombre de la “guerra” contra las drogas. Dos casos han sido especialmente destacados en los últimos años por las organizaciones de defensa de los derechos humanos: Filipinas y Brasil (en especial, el estado de Río de Janeiro).

Según reporta el Instituto de Seguridad Pública del gobierno de Río de Janeiro, en 2018 se produjeron 1.534 muertes por intervenciones de un agente del Estado. No se puede afirmar, lógicamente, que todas ellas estuvieran relacionadas con operaciones antinarcóticos pero, tal y como apunta Amnistía Internacional, la narrativa que ha envuelto el discurso de la seguridad pública en Brasil durante las últimas décadas ha favorecido la lógica belicista en las intervenciones de las autoridades, muy especialmente en el contexto de la guerra contra las drogas. Además, una buena parte de la sociedad brasileña legitima estas muertes y tiende a culpar a la propia víctima, estigmatizada no solo por esta guerra sino también por el racismo y la criminalización de la pobreza. Un tipo de discurso que se ha acentuado con la llegada al poder el presidente Jair Bolsonaro. El comisario de policía Orlando Zaccone, portavoz de la organización LEAP (Law Enforcement Against Prohibition) en Brasil y muy crítico con la política de drogas de su país, explica que estas prácticas ya existían antes de la llegada de Bolsonaro (con un récord de 1.330 muertes en 2007, tal y como reporta Human Rights Watch), pero que ahora se han revestido de una nueva legitimidad y han pasado a institucionalizarse. Muy clarificadoramente para el propósito de este artículo, Zaccone recuerda que “en la guerra de las Malvinas, la última guerra del continente, con barcos, aviones, misiles… los muertos no llegaron al millar” (cierto es que olvida la guerra del Cenepa, que en 1995 enfrentó a Perú y Ecuador, cuyo recuento total de víctimas tampoco alcanzó esa cifra).

En el caso de Filipinas, la ofensiva contra las personas usuarias o implicadas en el comercio al por menor de drogas sí que ha coincidido con una estrategia política construida por el presidente Rodrigo Duterte, en el cargo desde junio de 2016. La organización Human Rights Watch estimó que solo 14 meses después de que Duterte accediera al poder, la cifra de personas asesinadas ascendía a 12.000.

Algo común a los diferentes contextos en los que se producen ejecuciones extrajudiciales en nombre de la “guerra contra las drogas” es que, salvo en contadas excepciones, la mayoría de estos crímenes no son investigados y quedan impunes. La Corte Penal Internacional ha abierto una investigación preliminar sobre las ejecuciones extrajudiciales en Filipinas, a lo que Duterte ha respondido con la retirada del país de dicha Corte. Dichas prácticas también suelen venir acompañadas del hostigamiento hacia las y los defensores de derechos humanos que denuncian este tipo de violaciones. Tal fue el caso de Brasil en la CND o de Filipinas, en donde el entorno es cada vez más hostil para los y las defensoras, que ya desde mayo de 2017 son amenazados por Duterte: “Os mataré junto a los drogadictos, os decapitaré”.

 

Violencias relacionadas con los mercados de drogas: organizaciones criminales, respuestas estatales

 

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Un miembro de la armada mexicana experto en drogas desmantela un laboratorio de drogas clandestino en Tecate, Baja California, México. (GUILLERMO ARIAS/AFP/Getty Images)

Quizá el caso más paradigmático de las últimas décadas haya sido México donde, desde que el presidente Felipe Calderón (2006-2012) lanzara su ofensiva (otra vez, la guerra) contra el narco, se ha producido un recrudecimiento sin precedentes de la violencia relacionada con los mercados de drogas. Dicha violencia tiene que ver con la competición entre las diferentes organizaciones dedicadas al tráfico de drogas por cuotas de mercado, y también con la respuesta del Estado destinada a gestionar la violencia de los carteles y los mercados de drogas. El proyecto Justice in Mexico de la Universidad de San Diego publica cada año, desde hace una década, el informe Drug Violence in Mexico, rebautizado en 2019 como el informe Organized Crime and Violence in Mexico. Realizando un análisis exhaustivo de las diferentes fuentes de información procedentes de los medios de comunicación, los organismos estadísticos oficiales y diversas empresas de consultoría, este grupo de investigadores calcula que bajo la presidencia de Enrique Peña Nieto (2012-2018) se registró el mayor número de homicidios en la historia reciente del país: más de 150.000 personas fueron asesinadas durante esta administración. Además, la evidencia sugiere que una parte considerable de esta violencia es atribuible al narcotráfico y a la criminalidad organizada: entre un tercio y la mitad de todos los homicidios en México muestran signos de violencia al estilo del crimen organizado.

Sorprendentemente, y a pesar de la atención pública que recibe, la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes en el país está en el “promedio” del continente americano. Países como El Salvador, Honduras, Venezuela y Jamaica registran tasas muy superiores a las de México. La violencia también se ceba, en especial con políticos municipales (37 asesinados en 2018, con víctimas pertenecientes a todos los partidos políticos) y periodistas (16 en 2018, y que tienen un tercio más de probabilidades de ser asesinados que la población general).

Iniciar la guerra contra el narco resultó ser una estrategia multiplicadora de la violencia y que, además, ha dificultado la gestión de otros asuntos relacionados con las drogas, como aquellos que tienen que ver con la salud pública. Numerosos analistas han concluido que el énfasis en la interdicción del tráfico de drogas no ha hecho más que empujar a los traficantes a nuevos espacios, expandiendo así las áreas de violencia e inestabilidad hacia territorios con una institucionalidad más débil. Recientemente, el modelo informático NarcoLogic, un algoritmo diseñado por un grupo de investigación de la Universidad Estatal de Oregón, calculaba que entre 1996 y 2017 “las zonas de tránsito del hemisferio occidental crecieron de 2 hasta 7 millones de millas cuadradas”, haciendo más costoso y complicado para las autoridades contener el tránsito de drogas hacia los mercados de consumo.

De acuerdo con el Plan Nacional de Desarrollo lanzado por el presidente Andrés Manuel López Obrador, la nueva Administración pretende reformular el combate a las drogas y califica la estrategia prohibicionista como insostenible. No obstante, la creación de una Guardia Nacional, criticada por las organizaciones civiles, supone no sólo el mantenimiento sino la constitucionalización de cuerpos de seguridad bajo un mando y estructura militar (en teoría, hasta 2023), lo que podría contribuir a perpetuar las elevadas cifras de violencia actuales.

 

Desplazamientos de población relacionados con la violencia fruto de los mercados de drogas

 

Poco se habla de políticas de drogas en el contexto del reciente éxodo de personas procedentes de América Central hacia Estados Unidos, la “caravana de migrantes” que inició su camino en octubre de 2018. A pesar de que la conexión entre tráfico de drogas, migración, desplazamientos e inseguridad es un cóctel habitual en los discursos públicos, generalmente se utiliza para criminalizar a las personas migrantes pobres o para generar alarma en el contexto de campañas electorales: tal fue el caso del presidente Trump cuando, en un célebre tuit de julio de 2018, relacionaba el voto a los demócratas con que la mara MS-13 campara a sus anchas por los barrios de Estados Unidos, con permitir que las drogas inundaran las comunidades y con la pérdida de empleos de los trabajadores estadounidenses.

Pero sería importante considerar el impacto de la estrategia represiva contra el tráfico de drogas sobre la decisión (forzosa) de las personas de abandonar sus lugares de origen. Una de las razones principales que apuntan las personas de la “caravana migrante” procedentes de Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua, por supuesto no la única, es la violencia y la inseguridad, lo que está avivando el debate sobre la intersección que existe entre migración, seguridad y derechos humanos. Aunque es difícil de establecer una relación causa-efecto directa entre políticas de drogas represivas que han alimentado la inseguridad y la violencia y el reciente éxodo de centroamericanos hacia Estados Unidos el énfasis en el control de la oferta y en la criminalización de las personas pobres ha favorecido una mayor inseguridad y ha erosionado la institucionalidad y la democracia. Lo que ha contribuido en la decisión de cientos de miles de centroamericanos a emigrar a Estados Unidos en las últimas dos décadas.

La guerra contra las drogas ha sido, y todavía es, uno de los catalizadores más poderosos de múltiples violaciones de los derechos humanos en el mundo. Muchas de ellas también merecerían un espacio en este monitoreo: tratamientos forzosos de personas que usan drogas, encarcelamiento masivo por mero consumo o por delitos no violentos relacionados con el menudeo, fumigación y erradicación forzosa de cultivos que deja a miles de personas de las zonas rurales sin sustento y les obliga a desplazarse… La lista es larga. Y nos enseña que la guerra contra las drogas es más bien una guerra contra las personas que usan drogas, contra las personas implicadas en los eslabones más bajos de la cadena del comercio, contra las personas pobres, migrantes, racializadas. Una guerra contra las personas, simplemente. Como todas las demás.