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Manifestaciones contra la gestión del presidente Rodrigo Duterte en Manila. (NOEL CELIS/AFP via Getty Images)

El polémico mandatario asiático ha cumplido cuatro años en el poder marcados por su sangrienta guerra contra las drogas.

En noviembre de 2015, a pocos meses de la cita electoral más importante de Filipinas, la carrera presidencial cambió por completo: un polémico alcalde del sur del país anunció que se presentaba. Rodrigo Duterte, quien había dirigido Davao, la tercera ciudad más grande del país, durante 22 años, ya era conocido entonces como “el Castigador”. Y se presentaba a la carrera electoral bajo esa misma promesa: seguir siendo un justiciero y limpiar las calles de Filipinas de drogas.

Con su polémico discurso, Duterte consiguió una victoria arrolladora en una campaña meteórica que le llevó a ocupar la silla presidencial a finales de junio de 2016. Desde entonces, se ha convertido en uno de los gobernantes filipinos que más titulares ha acaparado en medios internacionales, más por sus excentricidades que por sus logros. Así, Duterte ha insultado a Barack Obama, cuando aún era presidente de los Estados Unidos, e incluso al Papa, a pesar de que Filipinas es uno de los países con mayor fervor católico del mundo. Se rió de su hija y la llamó “drama queen” cuando aseguró en redes sociales haber sido víctima de una violación. “No la pueden violar; va con una pistola”, dijo de su hija.

Pero, sin duda, ha sido la guerra contra las drogas la que más tinta ha acaparado. A las pocas horas de que Duterte llegara a la presidencia, la limpieza de las calles había empezado y los cadáveres comenzaban a aparecer. Y el goteo de víctimas no ha parado en ningún momento. Según datos de la Agencia Antidrogas de Filipinas, la policía del país ha asesinado a 5.601 personas sospechosas en sus operaciones entre el 1 de julio de 2016 y el 31 de enero de 2020. “Este número no incluye los miles de personas asesinadas por pistoleros no identificados o los llamados escuadrones de la muerte, muchos de ellos relacionados con la policía”, asegura un reciente informe de Human Rights Watch (HRW). Además, otras 228.000 personas han sido arrestadas.

“[Duterte] quiere dejar un legado y su guerra contra las drogas es parte de eso”, asegura Lucio Blanco Pitlo III, un analista de la política filipina. Así, el presidente busca ser recordado como el hombre que liberó al país del narcotráfico y de la adicción a las drogas, explica el académico. Sin embargo, está poco claro cuál es el alcance del problema de drogas en el país. En 2015, el Gobierno aseguró que 1,8 millones de filipinos eran consumidores, algo menos del 2% de la población total, pero las cifras han bailado en varios millones durante los últimos años.

Pero la guerra contra las drogas es una estrategia peligrosa que puede terminar en una “espiral de violencia”, continúa Pitlo. “Quiere nacionalizar la experiencia de Davao”. Sus escuadrones de la muerte, un grupo de justicieros que opera en la ciudad desde finales de los 90, se saldaron con la muerte de más de 1.000 personas en ejecuciones extrajudiciales, según denuncia HRW.

filipinasdrogasAsí, un reciente informe de Human Rights Watch pone el foco sobre los efectos que la guerra contra las drogas está teniendo en las nuevas generaciones. Según recoge la organización en su investigación, la política de Duterte está dejando una generación de huérfanos, que en algunos casos han llegado incluso a presenciar el asesinato de sus progenitores. “Estos niños tienen un trauma y no hay servicios para ellos. El Estado no tiene programas para ayudarles con el trauma o con las dificultades económicas que se derivan de que el principal proveedor de la familia ya no esté”, explica Phil Robertson, subdirector de HRW para Asia. “Nos preocupa qué va a pasar con esos niños en el futuro. Si no hay ninguna solución para ellos, continuarán teniendo problemas para gestionar sus vidas y reintegrarse, y algunos tal vez hagan cosas dañinas para la sociedad”, continúa. En ocasiones, los menores se han convertido en víctimas ellos mismos. Según la organización, al menos 101 niños fueron asesinados extrajudicialmente por la policía entre mediados de 2016 hasta finales de 2018. “Las noticias en 2019 y 2020 muestran que el asesinato de niños ha continuado”, dice la organización.

La violencia ha sido tal que el caso ha llegado hasta la Corte Penal Internacional, donde se ha abierto una investigación preliminar sobre las ejecuciones extrajudiciales relacionadas con la guerra contra las drogas. Como respuesta, Rodrigo Duterte retiró al país del tribunal internacional, pero la fiscalía ha continuado las pesquisas y se espera un anuncio a lo largo de 2020 sobre si se abrirá un proceso formal contra el presidente filipino.

 

Una cultura exacerbada

Una cultura de violencia no se crea en un día. Ni siquiera en unos pocos años. “La violencia y la impunidad han estado omnipresentes en Filipinas durante años”, asegura Emerlynne Gil, consejera legal de la Comisión Internacional de Juristas. Sólo hay que echar un vistazo a los textos históricos: las crónicas de colonos ya están llenas de episodios violentos y el archipiélago siempre ha sido conocido por su conflictividad.

Más recientemente, tras la Segunda Guerra Mundial, el país entró en una espiral de la que aún no ha salido. En los 60, dos conflictos emergieron: el de la insurgencia comunista y el conflicto separatista Moro en el sur del país. Ambos siguen vigentes. La dictadura del general Marcos también fue especialmente represiva, en concreto a partir de la declaración de ley marcial en 1972. Cuando Marcos fue depuesto en 1986, se inició un periodo democrático que, sin embargo, no ha podido terminar con la cultura de violencia.

“No es algo de un solo hombre. Es todo un sistema” dice Emerlynne Gil. Duterte supone, no obstante, un paso atrás. “Ahora se ha exacerbado”, continúa. “Se está creando una cultura de impunidad”.

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Manifestaciones contra las políticas empleadas por el presidente y las acciones llevadas a cabo contra activistas. (Ezra Acayan/Getty Images)

Los defensores de los derechos humanos han sido uno de los principales blancos de esta violencia. Según un informe de la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH) publicado en febrero del año pasado, se ha producido un “deterioro dramático de la situación de los defensores de los derechos humanos bajo Duterte, un resultado directo de la anulación de los derechos humanos por parte de su administración”. Así, la organización contabilizó entre julio de 2016 y noviembre de 2018 el asesinato de al menos 76 defensores del medio ambiente o del territorio, 12 periodistas y varios activistas de causas civiles y laborales en circunstancias relacionadas con su trabajo. Aunque la situación no es nueva y Filipinas lleva décadas siendo uno de los lugares más peligrosos del mundo para los activistas, según FIDH, esta situación “se ha visto exacerbada por la violenta retórica de Duterte”, así como la lucha contra las drogas y la imposición de la ley marcial en la isla de Mindanao.

Uno de los símbolos de esa oposición es la periodista Maria Ressa, la editora del portal independiente de noticias de investigación Rappler, quien acaba de ser condenada a seis años de prisión por difamar a un conocido empresario. Pero Rappler no es el único medio en la diana de Duterte. A principios de mayo, la televisión ABS-CBN, el canal más importante del país, perdió su licencia tras 25 años, en un movimiento que ha sido interpretado como una represalia por el carácter crítico del canal.

Esa impunidad podría incrementarse con la nueva ley antiterrorismo aprobada por Duterte. “Otro de los legados que quiere dejar es su victoria contra las insurgencias, especialmente contra la guerrilla comunista, y esta ley va a enfocada a esto”, asegura Pitlo. La guerrilla comunista sigue enquistada, mientras que, en el sur, la creación de la Región Autónoma de Bangsamoro, una estructura política que ha concedido mayor autonomía a las zonas de mayoría musulmana tras décadas de conflicto separatista, ha sufrido varios traspiés. El principal fue el sitio de Marawi, una ciudad que entró en una espiral de violencia después de que el Gobierno lanzara una ofensiva para capturar a un líder de Abu Sayyaf. Tras cinco meses de sitio en 2017, quedó totalmente destruida y aún no se ha recuperado.

Sin embargo, la ley ha sido muy criticada por abrir una nueva puerta a la represión de activistas. “La ley no sólo define terrorismo de forma muy vaga, dejándolo abierto a que haya abusos, también autoriza a las autoridades a arrestar a terroristas sospechosos sin una orden judicial”, aseguró en un comunicado Kasit Piromya de la organización ‘Parlamentarios de la ASEAN por los derechos humanos. “Esta ley será otra herramienta en el arsenal de armas de Duterte para erosionar aún más las libertades fundamentales”, continúa el parlamentario.

 

Una posición internacional frágil 

El pasado mes de enero Duterte volvió a usar el micrófono para expresar su rabia después de que Estados Unidos cancelara un visado al senador Ronald dela Rosa, arquitecto de la guerra contra las drogas en el país. “Os doy un primer aviso: si no rectificáis, voy a terminar […] el Acuerdo sobre Fuerzas Visitantes”, aseguró en un discurso. El VFA, como se le conoce en sus siglas en inglés, es un pacto militar firmado en 1951 entre el archipiélago y Washington, que permite a las tropas estadounidenses realizar ejercicios en Filipinas. Es considerado uno de los pilares de la relación entre ambos Estados, una de las relaciones más estables de la región.

Sin embargo, no era la primera vez que Duterte amenaza con romper la alianza en una deriva que algunos han interpretado como un deseo de acercamiento a China. “Muestra la frustración por parte de Filipinas con respecto a Washington”, asegura Lucio Blanco Pitlo III. Al mismo tiempo, China se presentaba como un atractivo socio, que prometía invertir una gran cantidad de dinero en infraestructuras a través del proyecto “Build, build, build” (“Construye, construye, construye”). Estas nuevas relaciones llevaron a ambos países en 2018 a realizar ejercicios conjuntos similares a los que el archipiélago ya realiza con Estados Unidos.

Pero las relaciones con China nunca han sido fáciles. En el centro de la enemistad está el control del Mar del Sur de China, que Pekín quiere controlar por sus recursos pesqueros y petroleros y su posición clave en el comercio internacional. Pero otros seis países, incluida Filipinas se disputan varios islotes en la zona, cuyo control cambiaría de forma significativa las relaciones de poder en la región. Durante los últimos meses, Pekín ha acelerado su presencia con nuevas estaciones submarinas y más efectivos militares. “Durante los últimos meses, China se ha mostrado más asertiva en el Mar del Sur de China”, asegura Pitlo. Esto ha llevado a Duterte a dar marcha atrás y a conceder una suspensión de seis meses antes de decidir sobre el destino del VFA.

 

Un político popular

La polémica es una estrategia que funciona. A pesar de las críticas y los escándalos, Duterte no ha parado de incrementar su popularidad durante los últimos años – salvo algunos altibajos – y el pasado mes de diciembre, un 87% de los filipinos aprobaba su gestión, según una encuesta. Las claves son su carisma y que no procede de la aristocracia que tradicionalmente ha dominado la política del país, apunta Phil Robertson. Y aunque según la ley no puede presentarse a un nuevo mandato cuando acabe el suyo dentro de dos años, su carisma podría asegurarle un futuro brillante en la política filipina.

Sin embargo, todo dependerá de quién ocupe el palacio de Malacañán tras las próximas elecciones. Varios nombres se barajan ya como posibles sucesores. El más popular de todos es el boxeador y senador Manny Pacquiao, quien ha anunciado su intención de presentarse en 2022. A pesar de algunos encontronazos entre ambos, Pacquiao y Duterte han mostrado una buena relación en público y el senador ha defendido en varias ocasiones al presidente. Otro nombre que suena es el de su propia hija, quien, siguiendo la estela de su padre, es ahora alcaldesa de Davao, pero su candidatura aún no está confirmada. Una de sus principales rivales será probablemente la vicepresidente Leni Robredo, quien ha criticado duramente la guerra contra las drogas.

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Una doctora atiende a un menor antes de hacerle los test médicos de la COVID19. (Ezra Acayan/Getty Images)

Pero su popularidad va más allá de su carisma, afirma Gil. “Ha habido un buen crecimiento económico durante los últimos años y muchos filipinos sienten ahora que sus barrios son más seguros”, asegura la abogada. Así, el PIB del país ha crecido entre un 6% y un 7% anual durante todo el mandato de Duterte. También se han dado algunos pasos positivos durante su mandato, añade Robertson. “Ha habido algunos progresos bajo su mandato, pero todo queda ensombrecido por la guerra contra las drogas”, asegura Phil Robertson. El activista apunta sobre todo a su visión más progresista de las políticas sobre planificación familiar, en un país donde no se puede abortar y el acceso a anticonceptivos está muy limitado. De este modo, durante los últimos años Duterte ha facilitado el acceso a estos métodos anticonceptivos y ha prometido aprobar un plan de planificación familiar. Sin embargo, al igual que buena parte de la clase política del país, se ha mostrado contrario a legalizar el aborto o a rebajar las penas de prisión – de hasta seis años – por terminar un embarazo o ayudar a ello.

Duterte no es, sin embargo, inmune al efecto de la crisis de la COVID19. Como en el resto del mundo, la pandemia ha parado en seco la economía del país, y el apoyo popular es probable que se resienta con ello. Así, aunque no se han publicado encuestas de popularidad desde el inicio de 2020, un sondeo realizado en mayo reveló que un 83% de los filipinos considera que sus condiciones de vida han empeorado por la pandemia. “La cuarentena ha sido muy estricta en Filipinas y mucha gente vive al día. Esta crisis va a debilitarle mucho”, asegura Robertson. Y la situación podría seguir empeorando. De momento, un cuarto de la población del país, residente en la capital y zonas colindantes, ha vuelto a la cuarentena, un mes después de comenzar la desescalada. Y la amenaza para quien se la salte es la misma que en la guerra contra las drogas: la muerte.