En los países pobres la caza de especies protegidas
puede ser la mejor vía para salvarlas.

En agosto, en plena estación seca, el Parque Nacional de Luangwa Sur,
en Zambia, está tan abarrotado de animales que los entusiastas de la
naturaleza se ven obligados con frecuencia a detener sus jeeps para
dejar pasar enormes rebaños. En una mañana, mi safari pasó
entre miles de búfalos, por vastas llanuras llenas de impalas y cebras,
y a pocos metros de elefantes. Estas imágenes de abundancia de fauna
africana son cada vez menos frecuentes. En la mayoría de los países
en desarrollo, el número de animales en libertad ha descendido drásticamente
en las últimas décadas a causa de la caza furtiva, la urbanización
y la pobreza. En África, la población de rinoceronte negro ha
pasado de unos 100.000 en los 60 a menos de 5.000. La organización ecologista
Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) calcula que, al ritmo actual, en 30 años
habrá desaparecido un 20% de las especies del mundo.

Sin embargo, aunque éstas van desapareciendo en la mayoría de
los países en desarrollo, en algunos países del sur de África,
como Zambia, Zimbabue y Suráfrica, las poblaciones animales aumentan.
En general, estos países no poseen más recursos económicos,
mejores climas ni menor tasa de crecimiento de la población que otros
pobres. Si han logrado proteger la población animal no ha sido por regular
sus hábitats, sino por adoptar el ecologismo de libre mercado, una teoría
–popular en los países ricos en las dos últimas décadas–
que, en realidad, presenta mejores perspectivas para el mundo en desarrollo.
Este ecologismo postula que los humanos son per se egoístas
y que los gobiernos deben proteger el derecho a la propiedad privada, no los
recursos naturales directamente. Si se otorgan derechos sobre dichos recursos
a los individuos, el mercado fija los precios de la caza mayor, y el hecho de
poseer, vigilar o matar especies en peligro gana valor, por lo que la gente
las conserva con más prudencia. Sin embargo, hasta hace poco, la mayoría
de los países en desarrollo eran partidarios de estrategias de conservación
centralizadas y proteccionistas. Cuando los británicos se apoderaron
de partes de África a finales del siglo xix, crearon parques nacionales
y expulsaron a las poblaciones indígenas de sus tierras para proteger
a los animales. También crearon reservas semejantes otras potencias coloniales,
y casi todos los países en desarrollo han mantenido la misma política
desde la independencia.

En los países más ricos, los gobiernos tienen recursos para impedir
la caza furtiva y pagar salarios decentes a guardas forestales, y su población,
en general, está más dispuesta a ceder cierta gratificación
económica individual por el bien de la sociedad. Pero pocos Estados pobres
pueden proteger a sus animales salvajes. Un estudio de 1995 calculaba que, en
Kenia, defender a los elefantes costaría unos 165 euros por kilómetro
cuadrado de hábitat, una suma imposible para su Gobierno. No es raro
que la población animal en Kenia haya descendido casi un 50% en las dos
últimas décadas. Además, la corrupción y la pobreza,
exacerbadas por el VIH/sida, también contribuyen a dificultar la gestión
de la naturaleza en los países pobres. Los desesperados y hambrientos
no pueden discriminar entre especies comunes y en peligro. Los habitantes de
la cuenca del Congo consumen casi cinco millones de toneladas de carne animal
al año.

Otro factor aún más importante es que el control por el Estado
de los animales salvajes les quita valor para la población local, que
no obtiene provecho. Según un estudio sobre la Reserva de Masai Mara
(Ke-nia), la población recibía menos del 10% de los ingresos por
turismo del parque: ganan tan poco por mantener vivos a los animales para el
turismo que venden información a los furtivos.

Los países en desarrollo deben considerar la fauna salvaje como un
recurso renovable. Zimbabue es un ejemplo: por su condición de país
non grato, ha quedado al margen de las presiones de los Estados occidentales
donantes y las organizaciones internacionales para que evitara estrategias de
conservación en las que entrara la caza. En los 80, ante la generalización
de la caza furtiva que comenzaba a diezmar las poblaciones animales, su Gobierno
creó el Programa de Gestión de Recursos Indígenas en Áreas
Comunitarias (CAMPFIRE, en sus siglas en inglés), y otorgó a las
pequeñas comunidades derechos sobre la tierra y los recursos animales
–búfalos, elefantes y otros ejemplares de caza mayor– en
sus áreas. Cada una podía vender licencias de caza o mostrar los
mamíferos a los turistas. Según el Gobierno, las nuevas rentas
incrementarían el valor de la fauna para los residentes locales, lo que
disminuiría el interés en ayudar a los furtivos.

Los habitantes empezaron a comprender las posibilidades de esta fuente de ingresos
a largo plazo. Tomaron decisiones colectivas sobre cuántos animales podían
cazarse, anunciaron su fauna a los guías de safaris y elevaron el precio
de la caza –ahora, los permisos pueden costar hasta 20.000 dólares
por animal muerto–. Desde el comienzo del CAMPFIRE, las poblaciones se
han recuperado. Por ejemplo, el número de elefantes en Zimbabue es más
del doble que hace 20 años, aunque con la reciente agitación política
y la desaparición del imperio de la ley en el país se han perdido
algunos ejemplares. También han establecido programas parecidos otros
países del sur de África, con resultados similares. Los rinocerontes
blancos de Suráfrica han pasado de unos 200 a principios de los 70 a
unos 11.000, después de desarrollar estrategias de mercado. En la región
de Luangwa, el porcentaje de ingresos rurales dedicados a la gestión
de la fauna salvaje au-mentó más de diez veces entre 1997 y 2000.

A pesar de estos éxitos, a los grupos ecologistas de los países
ricos les preocupa que les llamen asesinos de animales si apoyan abiertamente
la conservación de libre mercado. Durante años, WWF no informó
a sus miembros de que había financiado en África programas que
incluían la caza. Las organizaciones occidentales protectoras de animales
han criticado los programas que consideran a los grandes mamíferos un
recurso renovable. Ni siquiera los partidarios del ecologismo de libre mercado
se centran en los países en desarrollo. Aunque algunos especialistas,
como el economista de la Universidad de Nueva York William Easterly, defienden
la aplicación de incentivos de mercado a la ayuda exterior, ningún
gabinete de estudios considera prioritarias las soluciones de mercado a los
problemas ambientales. Los más ecologistas del Congreso de Estados Unidos
–incluidos los defensores de soluciones de libre mercado en su propio
país– han ignorado el potencial de este conservacionismo fuera.
Mientras los grandes grupos ecologistas, los partidarios del libre mercado en
EE UU y Europa, y los países en desarrollo no tengan el valor de adoptar
la política de mercado, escenas como la de Luangwa Sur serán cada
vez más difíciles de ver.

En los países pobres la caza de especies protegidas
puede ser la mejor vía para salvarlas.
Joshua Kurlantzick

En agosto, en plena estación seca, el Parque Nacional de Luangwa Sur,
en Zambia, está tan abarrotado de animales que los entusiastas de la
naturaleza se ven obligados con frecuencia a detener sus jeeps para
dejar pasar enormes rebaños. En una mañana, mi safari pasó
entre miles de búfalos, por vastas llanuras llenas de impalas y cebras,
y a pocos metros de elefantes. Estas imágenes de abundancia de fauna
africana son cada vez menos frecuentes. En la mayoría de los países
en desarrollo, el número de animales en libertad ha descendido drásticamente
en las últimas décadas a causa de la caza furtiva, la urbanización
y la pobreza. En África, la población de rinoceronte negro ha
pasado de unos 100.000 en los 60 a menos de 5.000. La organización ecologista
Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) calcula que, al ritmo actual, en 30 años
habrá desaparecido un 20% de las especies del mundo.

Sin embargo, aunque éstas van desapareciendo en la mayoría de
los países en desarrollo, en algunos países del sur de África,
como Zambia, Zimbabue y Suráfrica, las poblaciones animales aumentan.
En general, estos países no poseen más recursos económicos,
mejores climas ni menor tasa de crecimiento de la población que otros
pobres. Si han logrado proteger la población animal no ha sido por regular
sus hábitats, sino por adoptar el ecologismo de libre mercado, una teoría
–popular en los países ricos en las dos últimas décadas–
que, en realidad, presenta mejores perspectivas para el mundo en desarrollo.
Este ecologismo postula que los humanos son per se egoístas
y que los gobiernos deben proteger el derecho a la propiedad privada, no los
recursos naturales directamente. Si se otorgan derechos sobre dichos recursos
a los individuos, el mercado fija los precios de la caza mayor, y el hecho de
poseer, vigilar o matar especies en peligro gana valor, por lo que la gente
las conserva con más prudencia. Sin embargo, hasta hace poco, la mayoría
de los países en desarrollo eran partidarios de estrategias de conservación
centralizadas y proteccionistas. Cuando los británicos se apoderaron
de partes de África a finales del siglo xix, crearon parques nacionales
y expulsaron a las poblaciones indígenas de sus tierras para proteger
a los animales. También crearon reservas semejantes otras potencias coloniales,
y casi todos los países en desarrollo han mantenido la misma política
desde la independencia.

En los países más ricos, los gobiernos tienen recursos para impedir
la caza furtiva y pagar salarios decentes a guardas forestales, y su población,
en general, está más dispuesta a ceder cierta gratificación
económica individual por el bien de la sociedad. Pero pocos Estados pobres
pueden proteger a sus animales salvajes. Un estudio de 1995 calculaba que, en
Kenia, defender a los elefantes costaría unos 165 euros por kilómetro
cuadrado de hábitat, una suma imposible para su Gobierno. No es raro
que la población animal en Kenia haya descendido casi un 50% en las dos
últimas décadas. Además, la corrupción y la pobreza,
exacerbadas por el VIH/sida, también contribuyen a dificultar la gestión
de la naturaleza en los países pobres. Los desesperados y hambrientos
no pueden discriminar entre especies comunes y en peligro. Los habitantes de
la cuenca del Congo consumen casi cinco millones de toneladas de carne animal
al año.

Otro factor aún más importante es que el control por el Estado
de los animales salvajes les quita valor para la población local, que
no obtiene provecho. Según un estudio sobre la Reserva de Masai Mara
(Ke-nia), la población recibía menos del 10% de los ingresos por
turismo del parque: ganan tan poco por mantener vivos a los animales para el
turismo que venden información a los furtivos.

Los países en desarrollo deben considerar la fauna salvaje como un
recurso renovable. Zimbabue es un ejemplo: por su condición de país
non grato, ha quedado al margen de las presiones de los Estados occidentales
donantes y las organizaciones internacionales para que evitara estrategias de
conservación en las que entrara la caza. En los 80, ante la generalización
de la caza furtiva que comenzaba a diezmar las poblaciones animales, su Gobierno
creó el Programa de Gestión de Recursos Indígenas en Áreas
Comunitarias (CAMPFIRE, en sus siglas en inglés), y otorgó a las
pequeñas comunidades derechos sobre la tierra y los recursos animales
–búfalos, elefantes y otros ejemplares de caza mayor– en
sus áreas. Cada una podía vender licencias de caza o mostrar los
mamíferos a los turistas. Según el Gobierno, las nuevas rentas
incrementarían el valor de la fauna para los residentes locales, lo que
disminuiría el interés en ayudar a los furtivos.

Los habitantes empezaron a comprender las posibilidades de esta fuente de ingresos
a largo plazo. Tomaron decisiones colectivas sobre cuántos animales podían
cazarse, anunciaron su fauna a los guías de safaris y elevaron el precio
de la caza –ahora, los permisos pueden costar hasta 20.000 dólares
por animal muerto–. Desde el comienzo del CAMPFIRE, las poblaciones se
han recuperado. Por ejemplo, el número de elefantes en Zimbabue es más
del doble que hace 20 años, aunque con la reciente agitación política
y la desaparición del imperio de la ley en el país se han perdido
algunos ejemplares. También han establecido programas parecidos otros
países del sur de África, con resultados similares. Los rinocerontes
blancos de Suráfrica han pasado de unos 200 a principios de los 70 a
unos 11.000, después de desarrollar estrategias de mercado. En la región
de Luangwa, el porcentaje de ingresos rurales dedicados a la gestión
de la fauna salvaje au-mentó más de diez veces entre 1997 y 2000.

A pesar de estos éxitos, a los grupos ecologistas de los países
ricos les preocupa que les llamen asesinos de animales si apoyan abiertamente
la conservación de libre mercado. Durante años, WWF no informó
a sus miembros de que había financiado en África programas que
incluían la caza. Las organizaciones occidentales protectoras de animales
han criticado los programas que consideran a los grandes mamíferos un
recurso renovable. Ni siquiera los partidarios del ecologismo de libre mercado
se centran en los países en desarrollo. Aunque algunos especialistas,
como el economista de la Universidad de Nueva York William Easterly, defienden
la aplicación de incentivos de mercado a la ayuda exterior, ningún
gabinete de estudios considera prioritarias las soluciones de mercado a los
problemas ambientales. Los más ecologistas del Congreso de Estados Unidos
–incluidos los defensores de soluciones de libre mercado en su propio
país– han ignorado el potencial de este conservacionismo fuera.
Mientras los grandes grupos ecologistas, los partidarios del libre mercado en
EE UU y Europa, y los países en desarrollo no tengan el valor de adoptar
la política de mercado, escenas como la de Luangwa Sur serán cada
vez más difíciles de ver.

Joshua Kurlantzick es redactor jefe
de la sección Internacional en The New Republic.