El crimen medioambiental organizado florece ante una oposición titubeante.

La policia de Indonesia inspecciona unos loris perezosos, confiscados durante una redada en la provincia de Aceh, en relación a un presunto delito de trafico ilegal de animales. AFP/Getty Images


El pasado mes de marzo, el principal organismo de la jerarquía islámica de Indonesia lanzó una fatua contra la caza y comercio ilegal de animales en peligro de extinción, tildando estas actividades de inmorales y pecaminosas. Fue quizás la primera vez que una advertencia supraterrenal se cernía sobre aquellos delincuentes que convierten a Indonesia en el epicentro internacional de este delito.

El problema, sin embargo, no es exclusivo del país, sino que la oferta y la demanda globales elevan las cifras de este negocio criminal hasta los 19.000 millones de dólares (unos 14.000 millones de euros). Un señuelo lucrativo que llevó a que alrededor de 35.000 elefantes fueran ilegalmente abatidos en África el año pasado, o a que el precio internacional del cuerno de rinoceronte se sitúe por encima del de la cocaína o el del oro. Un señuelo que, además, se ensaña con las comunidades que albergan las especies más codiciadas, al aumentar la inseguridad y disminuir el atractivo ecológico y turístico de algunas regiones del mundo, comprometiendo así la subsistencia de quienes las habitan.

La caza y comercio ilegal de animales es sólo una de las patas de un negocio mucho mayor, el del crimen medioambiental organizado, que se nutre también de la tala ilegal y el contrabando de madera, del comercio ilícito de sustancias destructoras del ozono y de residuos peligrosos, así como de la pesca ilegal. Estas son las principales actividades que dan forma a un tipo de delincuencia que lleva años agazapada a la sombra de ejemplos más evidentes del crimen organizado, como el narcotráfico o el contrabando de armas, pero cuya gravedad comienza a ser cada vez más reconocida. Del mismo modo que esas otras formas de delincuencia, el crimen medioambiental suele llevarse a cabo a gran escala por redes internacionales que, parapetadas en una preocupación aún insuficiente por parte de las autoridades y en múltiples lagunas legales, operan muchas veces con impunidad.

La tala ilegal y el comercio ilícito de madera constituyen uno de los pilares del crimen medioambiental organizado. Uno de sus principales focos es el Sureste Asiático, que no sólo alberga un privilegiado ecosistema forestal, sino que es también la zona del mundo en la que más rápido desaparece ese patrimonio, en buena medida por la acción de las mafias madereras. Éstas atienden una demanda procedente sobre todo de la Unión Europea y China, a donde van a parar alrededor de 10 millones de metros cúbicos anuales de madera obtenida mediante la tala ilegal en el Sureste Asiático. Según Naciones Unidas, el 98% de la madera que se transporta por tierra desde Myanmar a China se taló de forma ilegal, mientras que el 80% de la que exporta Indonesia tiene un origen igualmente ilícita
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