Las grandes potencias se lanzan a una reindustrialización selectiva y con la vista puesta en sus competidores.

industria_EEUU
El presidente de EE UU, Joe Biden, se hace una foto con unos trabajadores en Detroit, 2020. Carolyn Van Houten/The Washington Post via Getty Images

En la época victoriana, la implantación de fábricas a gran escala era la unidad de medida del dominio económico. Hoy el liderazgo se expresa en figuras menos prosaicas. Algunas incluso mitológicas, como los unicornios: startups valoradas en más de 1.000 millones de dólares y que, por norma general, se dedican al software, la electrónica o las nuevas tecnologías.

Esa evolución de los símbolos del poder ilustra la actual primacía de una economía de lo intangible, en detrimento de una industria que ha perdido gran parte de su pujanza. Entre 1980 y 2018, el peso del sector manufacturero sobre el total del PIB cayó sustancialmente en los países ricos (con especial notoriedad en Reino Unido, donde pasó del 24,6 al 8,9%), pero también en potencias de más tardía implantación industrial como China (del 39,9 al 29,4%) o India (del 16,8 al 15%). La conclusión parecía incontrovertible: la prevalencia competitiva en la economía global va a dirimirse por la capacidad de los países de alumbrar unicornios u otras criaturas similares de la economía digital, relegando la industria a un papel gregario.

Una nueva interpretación del poder está llevando, no obstante, a que las principales potencias se desdigan de aquel desdén por la industria. Para ello, se guían de algunas certezas. Por un lado, son conscientes de que la industria crea empleo y genera adhesiones nostálgicas allí donde un día floreció y hoy languidece, como el Rust Belt estadounidense o el norte de Inglaterra. El made in local permite que broten exaltaciones patrióticas que difícilmente pueden concebirse en firmas de software de pretensiones apátridas que, en muchos casos, ni siquiera pagan los impuestos en casa. Además, la fabricación doméstica de ciertos artículos, como los semiconductores, el equipamiento militar avanzado o los vehículos eléctricos y sus baterías, ofrece ventajas competitivas y estratégicas comparables, cuando no superiores, a las que se derivan de crear nuevos colosos del éter. Más recientemente, la pandemia ha demostrado que la deslocalización productiva de artículos de primera necesidad crea dependencias indeseables que salen a la luz cada vez que una crisis altera las cadenas de suministro globales.

Por todo ello, las grandes potencias están actuando al unísono para revitalizar la industria. No se trata del regreso a un mundo victoriano de expansión manufacturera indiscriminada, pero sí de una reindustrialización selectiva con vistas al reforzamiento estratégico y, a veces, a un impulso electoral doméstico.

 

Músculo federal

El pasado mayo, Joe Biden aprovechó su visita a una fábrica de Ford para anunciar que, por medio de su American Jobs Plan, la Administración destinará 174.000 millones de dólares a la expansión del vehículo eléctrico. El Presidente hizo pública su promesa en las afueras de Detroit, encarnación del declive de la industria automovilística nacional. Por ello resaltó ese componente específico dentro de un plan más genérico que pretende destinar más de 298.000 millones de dólares entre 2022 y 2031 a la modernización y revitalización de la industria manufacturera y las pymes estadounidenses.

Mientras se decide la suerte del plan, la industria nacional se ve beneficiada por la Orden Ejecutiva 14005, que Biden firmó a los pocos días de llegar al poder. Mediante este instrumento se busca incentivar que la contratación pública federal (que representa unos 600.000 millones de dólares anuales) privilegie la adquisición de productos de fabricación estadounidense. Al igual que su antecesora, el Buy American and Hire American de Donald Trump, la Orden deja entrever el papel que la Administración ha tenido a lo largo de los años en el declive industrial del país, al haberse decantado por ofertas extranjeras menos costosas en detrimento de la producción local. Pero la Orden de Biden va más allá de la de Trump y elimina algunas de sus exenciones, blindando aún más la elección de empresas estadounidenses en los contratos federales.

La prometida revigorización industrial le sirve a Biden para aventajar en celo patriótico a su predecesor, valiéndose de su apostolado de las manufacturas domésticas para intentar ganar adeptos entre los blue-collar workers (obreros), un segmento social que el Partido Demócrata quiere disputarle al trumpismo. Ante semejante bocado electoral, vale la pena aguantar las acusaciones de proteccionismo que esas políticas reciben desde el púlpito liberal. Y si, además, acompañan al empeño de la Administración las decisiones de los grandes grupos empresariales, como el compromiso de Walmart de invertir 350.000 millones de dólares en productos fabricados en Estados Unidos durante los próximos 10 años, el solo gubernamental se convierte en un poderoso dueto.

 

Un quinquenio puntero

industria_China
Un empleada de la industria textil china, 2021. Zhao Dongshan/VCG via Getty Images

Los planes de reactivación industrial de Biden tienen el triple sentido económico, estratégico y electoralista de acotar la presencia de las manufacturas extranjeras, y muy particularmente las chinas. A ello contribuirá también la Strategic Competition Act, que previsiblemente será aprobada por el Congreso y que, entre otras prioridades, busca reducir el acceso de China a tecnologías sensibles que se desarrollen en EE UU.

Estos parapetos frente a la hegemonía industrial china podrían verse complementados con los propios programas de renacimiento manufacturero de otras potencias asiáticas. En 2014, India lanzó su plan Make in India para favorecer la inversión extranjera en la industria nacional y ofrecer una alternativa a las corporaciones que busquen diversificar sus ámbitos geográficos de producción. Sin embargo, los incentivos fiscales y la simplificación normativa que acompañan este gran plan, aun habiendo logrado cifras históricas de inversión extranjera en el sector industrial, parecen insuficientes para aligerar el peso de China en las cadenas de suministro globales.

Pekín cuenta con sus propios planes, que no tienen que ver tanto con seguir inundando el mercado internacional con sus productos, como con generalizar una industria doméstica más puntera. Si en su primer Plan Quinquenal, aprobado en los años 50 del siglo pasado, el país buscaba dar un impulso entre soviético y victoriano a su economía mediante el desarrollo industrial masivo, el objetivo de su último Plan, adoptado en marzo de 2021, es dotar a su sector manufacturero de una dimensión más cualitativa e innovadora. Pekín ya no se conforma con ser la fábrica del mundo, sino que busca descollar en industrias emergentes y hacerse más independiente de tecnologías extranjeras.

En cierto modo, China lleva años cumpliendo parcialmente con el espíritu cualitativo del flamante Plan Quinquenal, gracias a su preponderancia en manufacturas críticas como las baterías para vehículos eléctricos, los aerogeneradores o las placas solares. Pero las luces del Plan apuntan más lejos, a tecnologías incipientes por cuyo control se prevé una fuerte competencia. Al mismo tiempo, este enfoque cualitativo podría frenar la relocalización de procesos productivos menos sofisticados a otros países asiáticos (un peligro que se hará más acuciante si se agrava el actual proceso inflacionista que vive la industria china).

 

Examen de dependencias

La UE también intenta no quedarse atrás frente al gigante asiático, pero parte de una posición de creciente debilidad. Su industria es muy dependiente respecto a las importaciones de ciertas manufacturas y se ve, por ello, impelida a reforzar sus cadenas de suministro y a desarrollar un perfil más sofisticado y competitivo. El Acuerdo de Inversiones UE-China podría suponer un acercamiento recíproco de los sistemas industriales de uno y otro bloque, pero su ratificación está actualmente congelada por el Parlamento Europeo. La razón esgrimida es el reciente intercambio de sanciones, pero podría haber otros motivos de fondo, como el recelo de la industria europea frente a un acuerdo que facilitaría el acceso de sus manufacturas al vasto mercado chino, pero a costa de exponer a algunos de sus segmentos a una competencia inasumible.

Industria_Francia
Trabajador de la compañía Alstom en la planta de Belfort en Francia, 2021. SEBASTIEN BOZON/AFP via Getty Images

Frustradas por el momento esas aventuras, la UE reescribe su orientación industrial en una Estrategia que se aprobó en una fecha poco auspiciosa: marzo de 2020. El documento se revisó recientemente, en mayo de 2021, incorporando las lecciones aprendidas durante la pandemia pero incidiendo en los aspectos principales que ya estaban presentes en la primera versión: identificar y reducir las dependencias estratégicas respecto a ciertas manufacturas clave; inmunizar a la industria europea frente a disrupciones en las cadenas de suministro globales; y liderar la transición hacia una industria vanguardista y respetuosa con el medio ambiente.

La Estrategia pretende consolidar las capacidades estratégicas de la industria europea mediante la creación de alianzas en manufacturas críticas como los semiconductores, las lanzaderas espaciales o la aviación libre de emisiones. Sin embargo, algunos Estados miembros, entre los que se cuentan Alemania y Francia, prefieren caminos más directos, cuestionan la actitud timorata de Bruselas y piden flexibilizar las reglas de competencia. Ambos países, apoyados por otros desde los flancos, están incrementando la presión para que la Comisión permita la unión transnacional de grandes grupos industriales europeos, de tal forma que adquieran la escala necesaria para batirse con los gigantes chinos. Hasta hace poco, las señales de Bruselas eran negativas, como evidenció su rechazo a la fusión de los gigantes ferroviarios Siemens y Alstom en 2019. Pero, más recientemente, la Comisión se ha abierto a estudiar una flexibilización de las reglas de competencia, reconociendo así la indefensión que podría padecer la industria europea si continúa sujeta a una ultraobservancia de sus reglas antimonopolísticas.

En ciertos aspectos, la Unión ya está relajando el rigorismo de su normativa, por ejemplo mediante su disposición a permitir más ayudas públicas a ciertos sectores estratégicos, como las energías renovables o las startups tecnológicas. Pero no será fácil que el ejecutivo comunitario, escrupuloso custodio de las reglas de competencia, vaya a ir tan lejos como le piden algunos Estados miembros. Máxime cuando los apoyos públicos a grandes grupos industriales del continente, como Airbus, provocan represalias en forma de aranceles que salpican más allá del sector manufacturero.

Tarde o temprano, Bruselas tendrá que rebajar parcialmente su énfasis regulatorio para consolidar su competitividad industrial frente a gigantes con menos remilgos. Y cuánto mejor sería cuestionar ponderadamente sus normas de competencia, siempre susceptibles de debate, que retractarse de sus objetivos medioambientales, en los que no hay ni debe haber marcha atrás.

 

Virtudes de la complementariedad

Las decisiones de renacimiento industrial que toma cada una de las potencias tienen repercusiones sobre las otras, y, de hecho, se elaboran mirando a los competidores por el espejo retrovisor. Pero ese enfoque conlleva peligros. El uso receloso, excluyente y privativo de la reorientación industrial con fines estratégicos podría llevar a una desintegración de las cadenas de suministro globales que han asegurado la mutua dependencia entre las grandes naciones industriales.

Cuando las potencias se necesitan, la armonía sale favorecida. Sería aconsejable que los planes de relanzamiento industrial tuvieran esto en cuenta.