Billetes variados de países africanos (Getty Images)

La decisión de la Reserva Federal de EE UU de subir los tipos de interés tendrá un fuerte impacto en las economías africanas. ¿Qué opciones tienen los países del continente para hacer frente a las consecuencias que vienen?

África es un continente con más de 1.000 millones de personas repartidas entre 54 países. La inmensa mayoría de los africanos nunca habrán oído hablar de Jerome Powell. Sin embargo, lo que dijo hace pocas semanas puede definir cómo van a vivir los próximos años. Powell es el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, de facto el banco central más importante del mundo. Los mercados financieros y, por encima de todo, el dólar, se mueven –en parte– al ritmo que marquen desde Washington. Fue esta institución la que bajó los tipos en marzo de 2020 y anunció históricas compras de deuda para apoyar la economía estadounidense al inicio de la pandemia. Después de una caída histórica de la bolsa, el anuncio de las medidas frenó la sangría en los mercados. Y ha sido la Reserva Federal la que, hace pocas semanas, comunicó que subirá los tipos de interés tres veces en 2022.

La medida certifica el inicio del fin de las medidas de apoyo a la economía como consecuencia de la crisis sanitaria global, y tendrá consecuencias más allá de Estados Unidos. La mayoría de las importaciones de los países africanos se pagan en dólares, y un aumento del valor del dólar encarece automáticamente la compra de esos alimentos, básicos para entender la inflación en el continente.

 

¿Cómo afecta eso a los países africanos?

Desde 2008, los países más ricos han adoptado de forma generalizada tipos de interés bajos, con mínimos históricos cercanos al 0%. Esta circunstancia facilitó que muchos capitales dieran el salto a los llamados “mercados emergentes”. Por primera vez, muchos de estos nuevos mercados eran africanos. En busca de una rentabilidad que difícilmente encontraban en la deuda de los países ricos (inferior al 2%), bancos y fondos de inversión ejercieron de promotores y compradores de la deuda de países como Angola, Ghana, Benín, Ruanda o Zambia. Muchos de ellos pagaban tipos de interés superiores al 6%, y en algunos casos se acercaban al 9%. Los intereses y la cifra inicial del préstamo –el principal– debían pagarse en dólares, una moneda que los países africanos ni emiten ni controlan.

Cuando suben los intereses en los Estados ricos, algunos de los capitales que se habían aventurado hacia los países emergentes vuelven al centro. Eso debilita las monedas locales de muchas naciones africanas, que ya viven una situación delicada desde el fin del superciclo de materias primas. En algunos Estados del continente africano la factura de las importaciones es, en un 40%, el gasto en alimentos y energía, con lo cual un encarecimiento del dólar se traduce inmediatamente en la pérdida de poder adquisitivo de millones de personas que usan la moneda local. Somalia, Mozambique, Gambia o Zimbabue se encuentran en esta situación. La pandemia ha agravado el panorama: la inflación alimentaria ha pasado del 2% de 2019 al 11% actual.

Vendedores en un mercado de fruta y verdura en Gambia (Getty Images)

La presión inflacionaria en las importaciones de alimentos hace que el valor de la moneda sea el mayor termómetro de la estabilidad política de muchos Estados africanos. Cuando la divisa local cae, los ciudadanos piensan que el país está en crisis y muchos deciden comprar dólares y deshacerse de sus ahorros en moneda local, lo cual refuerza la situación inicial. Según el libro de inversión Trading Fixed Income and Forex in Emerging Markets, en mercados emergentes publicado por varios especialistas, dos de ellos vinculados al banco de inversión Citigroup, el camino que siguen los gobiernos nacionales en la gestión de estos problemas es bastante parecido. Los episodios de depreciación de la moneda local abren la puerta a “olas de quiebras” y pueden desestabilizar al país políticamente.

Los autores comentan los pasos que seguirá cada gobierno. “La primera reacción casi nunca será corregir las políticas económicas, algo que implicaría frenar la economía o hacer recortes presupuestarios.” A continuación los autores comentan los intentos fallidos de cada gobierno –intervención del mercado de divisas, subida de tipos de interés, control de capitales– hasta llegar al destino final: un plan de ajuste supervisado por el Fondo Monetario Internacional (FMI). Tal y como apunta el libro, pensado para inversores en el mercado de deuda soberana y acciones, lo que pasa en los países emergentes depende “en un 65% del contexto mundial y en un 35% de la política nacional”. El margen de reacción para cualquier gobierno es, según los propios especialistas, muy reducido. Los incentivos para cualquier presidente para entenderse con los mercados son “muy altos”, concluyen: la alternativa es tener que lidiar con un colapso de la moneda local.

Más pronto que tarde, muchos Estados africanos tendrán que enfrentarse a esta dicotomía: o mantener su política actual de estímulo a la economía local o subir los tipos de interés para mantener al capital extranjero que duda sobre la permanencia en su territorio. La primera opción busca sostener al país en un momento delicado: muchos de ellos han sufrido una caída de ingresos vinculados al turismo por culpa de la pandemia. En Gambia esta cifra representa el 20% de la economía del país. En Marruecos, el 12%; en Kenia, el 7%. Sin embargo, el capital extranjero puede preferir la rentabilidad de la deuda de un país rico, mucho menos arriesgada, y abandonar el país en cuestión, que tendrá que lidiar con las consecuencias. La segunda opción satisface al capital extranjero a cambio de frenar la economía nacional: con tipos más altos, se conceden menos préstamos y hay menos consumo e inversión.

 

El eterno retorno

Muchos han comparado el episodio actual con la estanflación de los 70. El contexto es bastante distinto –la inflación fue más alta y los índices de paro en Estados Unidos eran superiores–, pero el desenlace de ese episodio puede contener lecciones respecto a lo que puede pasar con los países africanos. Para frenar la inflación, Washington subió los tipos de interés hasta niveles que superaron el 20%. La inflación fue derrotada en EE UU, y poco después empezaron a caer los países endeudados en dólares de todos los continentes, incluido el africano. Muchos de ellos habían intentado construir un modelo de sustitución de importaciones de cara a industrializar su economía. Los altos precios de las materias primas y el reciclaje de petrodólares –procedentes de los Estados árabes que se habían enriquecido con el shock del petróleo de 1973– facilitaron la inversión hacia África durante los 70. La subida de tipos y el freno de las economías occidentales –principales consumidoras de materias primas– contribuyeron a la caída de ingresos de los países africanos, creando una posición complicada: los capitales huían justamente cuando los africanos tenían menos recursos para pagar, y eso agravaba el problema inicial.

Los planes de ajuste estructural, conducidos por el Fondo Monetario y el Banco Mundial, buscaron integrar aún más a las economías africanas a los mercados globales. Su tesis era que el exceso de intervención estatal ahogaba la iniciativa privada, y debían recortarse los sobredimensionados aparatos públicos y privatizarse las empresas con más posibilidades de ser rentables. Décadas después de esos planes, las estructuras de las economías africanas han cambiado poco. Aunque desde los 2000 algunas de ellas protagonizaron una década de crecimiento destacable, siguen siendo muy vulnerables a los shocks externos.

Tal y como indicaba el economista senegalés Ndongo Samba Sylla en un análisis de 2014, el crecimiento reciente de África debe contextualizarse: “El crecimiento que viene a continuación de décadas de estancamiento no representa lo mismo que el que hay después de décadas de aceleración”. En su investigación, Samba Sylla compara los casos de Chad y Botsuana. Pese a que Chad creció un 10% y Botsuana menos de un 4%, la primera es una economía que venía de sufrir “cuatro décadas pérdidas”, y la segunda es la mayor historia de éxito económica del África negra. Este y otros casos conducían al economista a una conclusión: el celebrado crecimiento africano, más que el anuncio de una nueva dinámica económica, representaba la recuperación de una gran caída que habían sufrido anteriormente.

Teniendo en cuenta esta realidad, hay matices que diferencian a las economías africanas. En primer lugar se encuentran los grandes exportadores de materias primas. Ghana y Costa de Marfil son vulnerables a la caída de los precios del cacao; Zambia depende del cobre; Angola, Nigeria, Gabón, Congo Brazzaville o Guinea Ecuatorial tienen su destino ligado al petróleo. Después se encuentran los países pobres en recursos naturales, que ni siquiera se benefician de los ciclos de precios altos en una materia prima clave. Burkina Faso, Níger, Benín o Malí no han tenido nunca un superávit comercial positivo como estados independientes: las cuatro están ligadas al euro a través del Franco CFA –hecho que dificulta su industrialización, al hacer sus exportaciones menos competitivas. Son economías exportadoras de materias primas e importadoras de productos manufacturados. Este tipo de estructura colonial –vender barata la materia sin procesar, comprar caro el producto procesado– conduce a ciclos recurrentes de endeudamiento. Hoy, 10 Estados africanos tienen una deuda que supera el 80% de su economía. Los casos más graves son los de Túnez, Ruanda, Zambia y Angola, que superan el 100%.

Uno de los ejemplos más paradigmáticos es el de Guinea Bissau. Este país, junto a otros nueve africanos más, ha aumentado más de un 20% su deuda solamente entre 2019 y 2020. Guinea-Bissau, un exportador de anacardos, tuvo una quita de más de 1.000 millones en 2010 después de cumplir una serie de recomendaciones del FMI. En 2016, su deuda era de 300 millones de dólares. Hoy se encamina de nuevo hacia los 800 millones. Cada año importa 100 millones más de los que ingresa por sus exportaciones, y en una década ha vuelto prácticamente al punto de partida.

Según un informe del FMI, publicado el pasado mes de octubre, las economías africanas crecerán un 3,7% en 2021, una cifra menor al resto del mundo. La desigualdad ha empeorado en 39 de los 45 países evaluados, y los gobiernos africanos se encuentran en una encrucijada difícil de resolver: necesitan 425.000 millones de dólares para combatir la pandemia y el cambio climático, y deben hacerlo en un contexto de alto endeudamiento, en el que los inversores internacionales podrían trasladarse de nuevo a los países del norte. Ante esta situación, cualquier llegada de capital debe hacerse a cambio de sacrificios considerables. El primer Estado en anunciar un acuerdo con el FMI ha sido Zambia: a cambio de recibir 1.400 millones, el Ejecutivo reducirá el déficit del 10 al 6,7 en un año, y luego buscará tener superávits. El Gobierno zambiano promete que ejecutará el plan sin recortar en sanidad y educación. Con deudas crecientes y pocos recursos para devolverlas, la de los 20 podría ser una década que enseñe a los jóvenes africanos qué vivieron sus padres y abuelos en los años 80.