De todas las crisis que amenazan la presidencia de Barack Obama, pocas son más volátiles que la bomba de relojería de Egipto, muy aterradora porque nadie sabe cuándo puede explotar. Hosni Mubarak, el ex mariscal de la Fuerza Aérea que, a sus 81 años, lleva gobernando el país como un Estado policial desde 1981, puede dejar su cargo antes de lo que se espera, con lo que se abrirá un vacío de poder que podría arrojar a este aliado de Estados Unidos, a sus 83 millones de ciudadanos y al orden político regional a una espiral paralizadora y llena de fragilidad.

O puede que no. Mubarak puede resistir todavía unos cuantos años. En cualquier caso, la bomba de relojería acecha a Egipto, y la suerte de Obama en Oriente Medio dependerá, en gran parte, de que esa bomba estalle o se detone con suavidad. No parece probable que Mubarak abandone el poder de manera voluntaria. En 2004, dijo al Parlamento egipcio que seguiría siendo presidente “hasta el último aliento” de sus pulmones y “el último latido” de su corazón. Pese a los constantes rumores sobre su mala salud, no parece que ninguna de esas dos cosas esté cerca.

Mientras tanto, los Hermanos Musulmanes –el único grupo opositor digno de mención– esperan acontecimientos. Y el régimen egipcio teme tanto lo que podría suceder si se apartara a Mubarak del poder repentinamente que, según un agente de los servicios de inteligencia occidentales, cuenta con un plan detallado para cerrar El Cairo con el fin de evitar un golpe, un plan en el que se especifican hasta los versos de duelo del Corán que se leerían en la televisión estatal. Mubarak nunca ha designado sucesor, así que unas autoridades provisionales se encargarán del Gobierno para preparar unas elecciones de urgencia. Si esos comicios se celebran, provocarán más disturbios.

Debido a unas peculiaridades cuidadosamente fabricadas de la Constitución egipcia, el candidato con más probabilidades de ganar es el hijo del presidente, Gamal Mubarak, lo cual convertiría a Egipto en una república hereditaria, una “republarquía”, como advirtió el politólogo estadounidense de origen egipcio en el exilio Saad Eddin Ibrahim en 2000. Gamal quizá tenga aceptación entre la clase empresarial, pero no es popular. Si asume la presidencia, podría desencadenar un golpe, bien un levantamiento militar de viejo estilo, bien un golpe de terciopelo, no violento, que coloque a un alto cargo militar en la dirección del partido gobernante. La ironía de la situación de Egipto es que, a menudo, son los supuestos demócratas de la oposición los que defienden esa intervención de las Fuerzas Armadas, porque piensan que un gobierno militar podría ser un escalón decisivo hacia la democracia. Gamal, en cambio, promete otra presidencia vitalicia de un Mubarak.

Durante esa complicada transición, las iniciativas egipcias en la región, como los intentos de El Cairo de reconciliar a las facciones palestinas de Al Fatah y Hamás y su participación en el proceso de paz de Sudán, quedarían interru-mpidas. A los aliados clave, como EE UU y Arabia Saudí, y a los vecinos, como Israel, les preocuparía que la situación pudiera volverse en contra de sus intereses y tendrían la tentación de inmiscuirse, pero actuarían a ciegas: el Departamento de Estado norteamericano está mal preparado para la desaparición de Hosni Mubarak, dicen ex funcionarios de la Administración de George W. Bush.

Por malo que parezca todo esto, la alternativa podría ser aún peor: que Mubarak se aferrara al poder, se presentara para un sexto Mandato en 2011 y siguiera gobernando el país.

Trae a la memoria el ejemplo de Habib Burguiba, presidente de Túnez durante 30 años, hasta que lo apartaron en un golpe médico a los 84. Quizá ése sea el peor resultado para Egipto: una prolongación de la incertidumbre actual, con un presidente cada vez más frágil e incapaz de gobernar, al frente de un régimen cuya autoridad moral se erosiona y en el que los centros de poder se multiplican, sin que se vea el fin.