La UE necesita un plan coherente y ambicioso para apoyar la transición del país árabe.

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“Se ha abierto un nuevo capítulo en Egipto y los europeos queremos que la nueva democracia egipcia tenga éxito”. El presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, abría con estas palabras su comparecencia ante la prensa tras reunirse con el presidente Mohamed Morsi en El Cairo en enero de este año. Sin embargo, este optimismo oculta los retos a los que actualmente se enfrenta Egipto en su proceso de transición a la democracia. Los poderes extraordinarios que se otorgó Morsi en diciembre de 2012, junto con un proyecto de constitución que pone en grave peligro los derechos de las mujeres y de las minorías reli­giosas, la batalla legalista entre las autoridades legislativas, las frecuentes protestas callejeras cada vez más empañadas por la violencia y un aparato militar que sigue gozando de un estatus privilegiado en lugar de estar sometido a supervisión civil, contribuyen a la percepción de que el país está en regresión, en lugar de progresar hacia el buen gobierno, el Estado de derecho y una transición política inclusiva.

 

Retos para Egipto y para la UE

La situación actual es preocupante por el papel de Egipto como emblema de las revoluciones árabes. Entre los Hermanos Musulmanes que parecen acaparar cada vez más las instituciones de Estado, una sociedad civil incapaz de ofrecer los contrapesos requeridos para una democracia participativa y una oposición tan dividida que no consigue presentarse como alternativa viable, la sociedad egipcia se enfrenta a una polarización peligrosa. La comunidad internacional, por su parte, se enfrenta al reto de cómo apoyar a un presidente elegido democráticamente que, a su vez, está poniendo en peligro el incipiente proceso que le llevó al poder.

La incertidumbre en torno al proceso político también está exacerbando la precaria situación económica del país, con un desplome del turismo, un consumo privado contenido, una caída de las inversiones locales y extranjeras y un retroceso de las exportaciones netas. Con un présta­mo del FMI de 4.800 millones de dólares (unos 3.700 millones de euros) que todavía no se ha hecho efectivo desde su aprobación inicial el pasado mes de noviembre, Egipto está agotando rápidamente sus reservas de divisas.

Ninguna de estas circunstancias, que, al fin y al cabo, no son demasiado sorprendentes en un momento posrevolucionario, debería llevar a los países europeos a lamentar el apoyo que expresaron a las revueltas prodemocráticas del pasado año. Eso sí, frente a Estados en la cuerda floja entre el éxito y el fracaso de un proceso de transición, Europa debe tener preparado un conjunto de acciones que vayan más allá de los pasos que ha dado hasta ahora. La respuesta inicial de la UE ante las revoluciones fue esta­blecer una serie de mecanismos para canalizar ayuda adicional a los países que estaban en la senda reformista. Es evidente que la Unión necesita ahora un plan más ambicioso y de mayor alcance que todavía está por desarrollar: una estrategia políti­ca coherente para una región compleja, estrechamente interrelacionada con Europa de formas muy diversas.

Definir una estrategia política que incluya un enfoque coordinado respec­to a la democracia, la defensa y el desarrollo no debería considerarse una ambición neocolonialista, sino el modo de sentar las bases para una sintonía más clara entre los intereses de Europa y los del norte de África. En Egipto, al igual que en Túnez y en Libia, la democracia debe demostrar si puede ofrecer cohesión política y las mejoras econó­micas y sociales a las que aspiran las poblaciones que llevaron a cabo la revolución. Sus defensores sostienen que, para que la democracia arraigue en estas sociedades, es necesario un proceso de transición inclusivo, mien­tras que los críticos sostienen que estos países siguen siendo vulnerables a quienes quieren sabotear y secuestrar el proceso.

En Egipto Europa tiene una oportunidad excepcional para definir de nuevo la relación que tiene con el país más poblado del mundo árabe. Los egipcios están abiertos a este ejercicio. La cuestión es saber si los europeos tienen la imaginación, la voluntad política y los medios para avanzar en ese sentido. Con la eurozona todavía sumida en la crisis financiera, los medios escasean. Eso sí, la concesión de un paquete de préstamos y ayudas de 5.000 millones de euros, anunciada durante una visita realizada el 14 de noviembre a El Cairo por una delegación de alto nivel de diplomáticos y empresarios europeos, debe de ser respaldada por voluntad política y una condicionalidad estricta.

No obstante, algunos acusan a la UE de empezar a comportarse con Morsi como lo hizo con Mubarak, rele­gando la condicionalidad a un segundo plano. La condena verbal de las violaciones de derechos humanos ha sido esencial, pero no se han aplicado medidas sancionadoras para penalizar esas violaciones, como tampoco se ha mostrado un apoyo rotundo a un proceso de transición inclusivo.

La UE no puede determinar el desarrollo de los sistemas políticos del norte de África desde el otro lado del Mediterráneo, pero sí la puede acompañar de manera coherente con sus principios normati­vos. La dificultad en el caso de la Unión radica en diseñar e implemen­tar una condicionalidad netamente definida cuando las circunstancias en Egipto es cualquier cosa menos blanca o negra: la zona de grises, la situación de semigolpe y de semitransición democrática no liberal por la que está avanzando Morsi es especialmente compleja, pero no deberían desaprovecharse las oportunidades de defender “más por más” en lugar de “más para Morsi”.  La UE no tiene la capacidad de abrir y cerrar el grifo de la ayuda a voluntad como hace Estados Unidos.

Tras la caída de Mubarak, las ONG internacionales no tardaron en llegar a Egipto, creyendo que las duras restricciones impuestas por el anterior régimen sobre la sociedad civil habían desaparecido. Pero las restricciones impuestas tras la revolución por parte del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas y luego por parte del nuevo Gobierno de Morsi a las actividades de las ONG y a la financia­ción exterior han demostrado todo lo contrario. Algunas ONG han sido expulsadas del país y otras más están enmarañadas en juicios. La UE ha hecho un llamamiento a las autoridades egipcias para que adopten una ley de asociaciones y fundaciones que esté en consonancia con las normas internacionales. Pero la ley que se ha adoptado ha sido acusada de ser incluso más restrictiva que la ley de asociaciones vigente bajo Mubarak.

 

Nuevos socios frente a perspectivas borrosas

Al margen de su cooperación tradicional con sus socios europeos y esta­dounidenses, El Cairo también está tendiendo puentes con los países del Golfo, principalmente Qatar, por la necesidad apremiante de fondos. Otro factor clave que explica el acercamiento de Egipto a los países del Golfo es su deseo de recuperar su influencia tradicional en política exterior en la región. Aunque los Estados del Consejo de Cooperación del Golfo siguen recelando de los nuevos gobiernos del norte de África (y temen que un estrechamiento de los vínculos con Egipto o Túnez pueda agitar más a sus propias y ya descontentas poblaciones), sí que tienen cierta afinidad con ellos por el hecho de pertenecen al eje árabe suní y por su preferencia por un liberalismo económico de corte conservador.

Una parte de la sociedad civil egipcia, aquella que protagonizó las revueltas de 2011, se teme que se de marcha atrás y se frustren sus anhelos revolucionarios. Se habla de una “contrarrevolución” que está echando a perder las ganancias de las revueltas populares de 2011. Entre los sectores del movimiento asociativo hay división sobre si debe participarse en el proceso o rechazarlo. Muchos activistas de la plaza Tahir acusan a los Hermanos Musulmanes de ambigüedad en sus políticas, y otros los describen como un peligro para la democracia. Sus quejas no siempre tienen eco en el conjunto de una población que tiene como preocupación esencial el desarrollo económico y la creación de empleo. En efecto, los Hermanos Musulmanes están intentando lanzar el mensaje de que quieren ser constructivos y de que la oposición, recurriendo reiteradamente a las protestas callejeras, tiene una actitud destructiva.

El éxito de la transición dependerá en parte de la habilidad de ambos lados para lograr un pacto inclusivo, es decir, acabar con la actitud peligrosa del juego de suma cero donde los ganadores se quedan con todo y los perdedores con nada. Al no ser así, se avecina el riesgo que Morsi se convierta en un autócrata al igual que su predecesor, o incluso que intervengan los militares de nuevo. Entre tanta incertidumbre cobra más urgencia lograr acuerdos y pactos políticos que facilitarían la estabilidad economía y social, alcanzar un consenso político para el bien de la ciudadanía antes que del partido.

 

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