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Manifestantes encienden velas en memoria del ex primer ministro israelí Yizhak Rabin durante una manifestación contra el entonces primer ministro israelí Benjamin Netanyahu el 31 de octubre de 2020 en Jerusalén, Israel. (Foto: Amir Levy/Getty Images)

He aquí una radiografía del estado del activismo israelí y de los desafíos que enfrenta en un contexto de polarización política y de criminalización de las ONG.

“El activismo es un camino de no retorno. Una vez que tomas conciencia, no te queda más que actuar”. David Ben-Gurion, fundador del Estado de Israel, no tenía dudas a la hora de resumir en esta frase el ímpetu que le llevó a parir un país nuevo, tras el riesgo existencial que el Holocausto supuso para la comunidad judía y pese a las resoluciones y particiones de Naciones Unidas. No había obstáculo, enfatizaba, porque tenía “una meta y un convencimiento”. Casi 74 años después de aquello, Israel es una nación donde el activismo busca su lugar.

Pese a la aparición de luchas más sociales y menos politizadas, como la feminista o la ambientalista, la batalla se sigue concentrando en el campo de la izquierda. La derecha apenas acumula entidades dispuestas a defender a los colonos del territorio ocupado a Palestina o, aún más específicas, a ayudar a comunidades haredíes.

El movimiento global ha perdido su base clásica y su voz rotunda, ha mudado de piel varias veces, en procesos dolorosos, y se encuentra atomizado, huérfano de líderes y hasta criminalizado desde el Gobierno, especialmente si son los derechos de los palestinos los que se reivindican. David contra Goliat, que se lee en el libro de Samuel.

De la efervescencia de los primeros años, todos a una por consolidar la nación, se fue pasando a un movimiento con una base muy social, muy próxima, centrada en dar servicios esenciales a la comunidad, en redes comunitarias y sindicales. Ese espíritu combativo se mantiene hasta hoy, bien organizado, pero a una escala muy pequeña. Con Israel asentado, superadas las guerras y olas terroristas de los 70 y 80, comenzó a surgir un activismo más político, crítico con los sucesivos Gobiernos, azuzado sobre todo desde la izquierda y con ramas importantes en el judaísmo estadounidense. Nacieron grupos sionistas liberales que, defendiendo sin duda su país, reclamaban una salida negociada al conflicto con los palestinos bajo la premisa de paz por seguridad.

Leonie Fleischmann, autora de The Israeli Peace Movement, sostiene que esa vía de reivindicación está “en declive” desde 2000, cuando comenzó la Segunda Intifada. El estallido de violencia y la desesperación dinamitaron esos esfuerzos por encontrar una vía negociada, tan acordes con los años de Madrid, Oslo, Wye o Camp David. Tras un tiempo de actividad muy residual, equivalentes al inexistente proceso de paz, la investigadora de la Universidad de Londres cree que se ha producido ahora un resurgimiento de este activismo, pero transformado. “No se llegó a punto muerto, sino que se tomó otra dirección”. Han nacido nuevos grupos, sin servidumbres pasadas, sin viejas estructuras, que “presentan nuevas formas de desafiar el statu quo”. Hace décadas, había menos asociaciones, pero más fuertes, con familias y corrientes internas, pero un liderazgo común. Hoy hablamos de decenas de nuevas entidades que tienen menos unidad de acción común, pero a la vez multiplican el mensaje gracias al nuevo escenario del mundo interconectado y las redes sociales.      

Se trata, explica en su obra, de grupos más “radicales” en el tono y en los principios, con una visión alternativa que es supervivencia pura, adaptación tras el fracaso de lo moderado, que actúan “en solidaridad con los palestinos y las organizaciones de derechos humanos y cuyo objetivo es revelar las realidades de la ocupación y hacer que el Ejecutivo rinda cuentas”. Existen en paralelo movimientos verdes o morados, de inspiración y corte occidental, surgidos al calor de corrientes como el MeToo y los Fridays for Future, y a ellos se añaden preocupaciones propias del país, como las relacionadas con la inmigración desde Rusia o Etiopía y los derechos y condiciones de vida de estos desplazados, pero no dejan de ser muy minoritarios, con poco calado social.

Tienen mil caras: van de la acción colectiva masiva como se vio en 2014 y en 2021 ante las ofensivas sobre la franja de Gaza, con protestas en la calle, al activismo institucionalizado con la entrada de portavoces de movimientos incluso en la Knesset, el parlamento, tras naturalizarse con algún partido de nueva creación, pasando por la resistencia no violenta muy del gusto del sector universitario, la objeción de conciencia al alza, pese a ser un derecho no reconocido y que se puede pagar con la cárcel, o las facciones locales del movimiento BDS (Boicot, Desinversión, Sanciones). Hay características que se repiten: los activistas son de izquierda o centro-izquierda, generalmente jóvenes o directamente mayores de 60 años (lo que coincide con las dos eras de lucha más recientes), con estabilidad económica y muy vinculados a comunidades israelíes en el exterior, especialmente de Estados Unidos. El entramado asociativo es mayor entre judíos israelíes que entre árabes israelíes donde, exceptuando la lucha por su pueblo, centrada en las violaciones de derechos humanos o la desaparición de comunidades históricas, lo que resta es un movimiento vecinal de base en comunidades del norte, como Haifa o Nazaret.     

Noa Sattath, la directora de la Asociación por los Derechos Civiles en Israel (ACRI), explica que han tenido “una sólida historia de movilización, protesta y acción extraparlamentaria, con asociaciones como la nuestra y otras como Gush Shalom, el Comité Israelí contra Demoliciones de Casas, Paz Ahora o Zochrot”. “Sin embargo, la polarización social y la dureza del discurso de halcón de los Gobiernos en torno a la causa palestina han ido creando un espacio cada vez más restringido, centrado en la atención a grupos minoritarios o marginados”.

Reactions As Israel’s Radical Right Rallies Centre To Oust PM Netanyahu
Una mujer israelí con una máscara del primer ministro israelí Netanyahu durante una protesta en apoyo de un gobierno de unidad para expulsar a Netanyahu de su cargo el 31 de mayo de 2021 en Tel Aviv, Israel. (Foto: Amir Levy/Getty Images)

El Instituto para la Democracia en Israel (IDI) lleva años desvelando en sus informes anuales cómo el país se partía en lo político, hasta el punto de que la orientación y, más aún, la militancia, enfrentaban a unos ciudadanos con otros. Desde 2018, la tensión más poderosa en la sociedad israelí ha sido la fisura entre la izquierda y la derecha, por encima de la clásica entre judíos y árabes. Así lo declaraba ese año el 32% de los ciudadanos encuestados. En unos tiempos de elecciones repetidas, alianzas de Gobierno imposibles y políticas radicales de la Administración Netanyahu, el porcentaje llegó incluso al 39% en 2020. El último informe, referido a 2021, rebaja de nuevo la cifra al 32%; el choque izquierda-derecha vuelve a ocupar la segunda posición.

Sattath cita las asociaciones en defensa de la comunidad árabe de Israel (casi el 21% de la población) o de los jubilados, con un eco “muy menor” en los medios y con metas menos incómodas (y quiméricas en la mente de Israel) que la creación del Estado palestino. Es muy loable, indica, que existan, por ejemplo, activistas que han creado escuelas mixtas para judíos y árabes en Jerusalén o Neve Shalom, pero “el contagio del mensaje no pasa de la comunidad” y el eco lo encuentran más en la prensa internacional que en casa. No marcan la agenda, no obligan a los políticos a tomar posiciones.

Hubo un momento en el que sí pareció que se podía: fue en 2011 cuando, contagiados por el movimiento del 15-M español y el Occupy Wall Street estadounidense, miles de ciudadanos, en su mayoría jóvenes, se echaron a la calle para reclamar mejoras salariales y educativas, nuevas políticas de vivienda, legislaciones antimonopolio y dignidad, por encima de todo. Los indignados, como también se les llamó, protagonizaron la mayor movilización social de la historia de Israel impulsados por su cansancio, aunque suene a contradicción.

Ese levantamiento generó una explosión de nuevas organizaciones de la sociedad civil israelí y provocó un aumento sin precedentes en la sindicación y en la afiliación a nuevos partidos como el del actual ministro de Finanzas, Yair Lapid, que simbólicamente fue llamado  Yesh Atid, “Hay un futuro”. Bajo las tiendas de campaña dormían muchos de los que hoy siguen encabezando el activismo patrio, por más que el desencanto hiciera que otros muchos se quedaran por el camino. Algunos hasta se transformaron en políticos, como los progresistas Itzik Shmuli, que de presidente del Sindicato de Estudiantes pasó a ser ministro de Trabajo, Bienestar Social y Servicios Sociales en nombre del Partido Laborista en tiempos del Likud, o Stav Shaffir, de Los Verdes, la diputada más joven de la Knesset.

Aquel movimiento avivó el debate, pero no acabó beneficiando a la izquierda, que es quien podría haber tenido sensibilidad ante las peticiones de la sociedad civil, eminentemente sociales, por lo que el desmoronamiento de ese castillo de naipes activista fue muy rápido. Y es que materias esenciales como la educación, la salud o los transportes palidecen ante la lucha contra el demonio iraní, sin ir más lejos, y a veces hasta se excluyen de los programas electorales, hechos con las tripas. En el activismo actual ha quedado rastro de aquello, del anhelo de cambio, las evidentes razones para la acción colectiva y la energía, pero todo eso junto no es un combustible que haga llegar muy lejos a los actuales activistas.

Ultra Orthodox Jews’ protest in Jerusalem
Judíos ultraortodoxos que protestan contra el servicio armado obligatorio en Jerusalén occidental en respuesta a la detención de un desertor en marzo de 2022. (Foto: Mostafa Alkharouf/Anadolu Agency via Getty Images)

Son hoy una trama geográficamente dispareja, concentrada en puntos como Tel Aviv, Haifa y Jerusalén, con falta de liderazgos históricos y reconocibles no hay un Uri Avnery, que vive de anhelos puntuales y no maximalistas proteger a los jóvenes que no quieren hacer el servicio militar obligatorio, atender a judíos ultraortodoxos que abandonan el rigorismo, asistir a los migrantes llegados desde el Sinaí antes de su toma por yihadistas, asistir a ancianos con pensiones irrisorias y cuyos miembros son una rara avis en mitad de una sociedad profundamente individualista.

La gota que ha colmado el vaso y que ha ayudado notablemente a debilitar al movimiento asociativo y activista en Israel ha sido la persecución a ONG locales por parte del Gobierno, una apuesta personalísima del exmandatario del Likud Benjamín Netanyahu. ACRI denuncia que el contexto es “complejo” para la pelea porque “se han intensificado las violaciones de las libertades, socavando los principios básicos del sistema democrático” a causa de una estrategia triple que busca “deslegitimar las voces críticas de la sociedad civil a través de nombrar y avergonzar y asociarlas con terroristas o antisemitas; presionar a cualquiera que dé una plataforma a su discurso, y presionar activamente para cortar sus fuentes de financiación”.

"Desde 2010, se ha presentado un número sin precedentes de proyectos de ley en la Knesset para limitar el espacio cívico de las ONG", denuncia a su vez el Observatorio para la Protección de los Defensores de los Derechos Humanos. Uno de los principales objetivos de ese cerco es desfinanciar el trabajo de los grupos de derechos humanos, por lo que se han aprobado normas que dificultan el acceso estas organizaciones a la financiación local y extranjera. Paralelamente, se lleva a cabo una campaña fuera del país que presiona a los financiadores para que dejen de apoyar a las ONG locales, basándose en acusaciones de supuesto apoyo al terrorismo, y otra más de “deslegitimación” en redes sociales y prensa, indica en sucesivos informes. Se investiga si activistas destacados han podido ser espiados, además, con el programa Pegasus.

Sattath recuerda que “una sociedad civil activa es uno de los mejores indicadores de la calidad democrática de un país”, pero a juzgar por lo que ocurre en Israel, “hay motivos para la preocupación”. Aún así, no pierde la esperanza: “hay nueva gente haciendo cosas nuevas; ahora tienen que cuajar”, concluye.