Las acciones del presidente turco amenazan con desbaratar el acuerdo migratorio. La UE debe aplazar la liberalización de los visados y demostrar que está dispuesta a ser estricta.

Mucho antes del intento de golpe de Estado del 15 de julio, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan estaba ya dedicado a consolidar su poder. En los primeros años de este siglo, cuando era primer ministro del país, desempeñó un papel fundamental en el control del poderoso Ejército turco, que le granjeó los elogios de Occidente. Sin embargo, después tomó una serie de medidas que hicieron que los brotes verdes de la democracia liberal turca se marchitaran. Se propuso callar a los medios de comunicación críticos, para lo que despidió directores, persiguió periodistas y cerró periódicos. Reprimió duramente las protestas por la defensa de los derechos civiles en 2013, socavó la independencia judicial y presionó para que se eliminara la inmunidad jurídica de los parlamentarios. Sus opiniones autoritarias sobre la libertad de expresión llegaron incluso a Europa, cuando, en abril de 2016, pidió a Alemania que procesara a un cómico por publicar un poema de escaso gusto que era una sátira contra él.

Erdoğan no había ocultado su ambición de sustituir el sistema parlamentario y de primer ministro de su país por una presidencia ejecutiva fuerte. Sin embargo, las dos elecciones parlamentarias del año pasado no le dieron la mayoría necesaria para cambiar la constitución.

La canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, en la cumbre de la OTAN en Varsovia, Polonia. Sean Gallup/Getty Images
La canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, en la cumbre de la OTAN en Varsovia, Polonia. Sean Gallup/Getty Images

No es extraño, pues, que ahora haya dicho que el golpe fallido fue “un regalo de Dios”. Ha depurado el Ejército, la policía, el aparato judicial, los ministerios de educación y finanzas, ha restringido los viajes al extranjero de profesores y funcionarios, y ha proclamado el estado de emergencia durante tres meses. En la última oleada de purgas, los objetivos han sido diplomáticos, periodistas y empresarios, y el Gobierno ha exigido el cierre de docenas de medios. Su objetivo oficial es eliminar a todos los relacionados con el movimiento inspirado en el clérigo islámico Fetulá Gülen, que reside en Estados Unidos y al que acusa de haber participado en el golpe. Ahora bien, sea o no cierto, da la impresión de que Erdogan está atacando demasiados objetivos.

Para justificar sus últimas acciones, el Ejecutivo turco ha trazado un paralelismo con la reacción de Francia tras los atentados terroristas en París en noviembre de 2015. El Gobierno francés también declaró el estado de emergencia. Sin embargo, en los días posteriores al intento de golpe, Turquía ha retenido, arrestado o despedido de su trabajo a más de 60.000 personas. No está claro cuál va a ser su destino. Las informaciones de Amnistía Internacional indican que los soldados sospechosos de haber participado están sufriendo malos tratos, torturas o cosas peores. Francia no hizo nada parecido.

No cabe duda de que las relaciones con la UE sufrirán las consecuencias. Europa y Turquía tienen intereses comunes en varios ámbitos como la lucha antiterrorista, la seguridad energética y la guerra de Siria. También deben cooperar en el proceso de paz de Chipre y las negociaciones de adhesión de Turquía a la Unión. Pero la preocupación más inmediata -y la que más peligro corre por las purgas- es el futuro del acuerdo migratorio, que podría desbaratar también la cooperación en otras áreas.

El acuerdo entró en vigor en marzo, y es un elemento crucial de los esfuerzos de la UE para reducir el número de refugiados que llegan a Grecia procedentes de Siria, Irak y Afganistán. El acuerdo depende de un toma y daca: a cambio de aceptar a los inmigrantes que hayan entrado ilegalmente en Grecia desde Turquía, la UE promete pagar a Ankara el dinero necesario para sostener los campos de refugiados, abrir un nuevo capítulo en las negociaciones de adhesión y permitir que los ciudadanos turcos viajen a la Unión Europea sin necesidad de visado. La negociación del acuerdo fue muy dura y el texto final tiene defectos intrínsecos. Al principio, Erdogan quería que la UE le diera 6.000 millones de euros, no los 3.000 que le ofrecieron. Su regateo dio fruto, aunque ahora se queja, sin razón, de que la UE no ha pagado la cantidad acordada. Después llegaron las dudas sobre la legalidad del canje individual, que permite que la UE envíe a los refugiados de vuelta a Turquía. Amnistía Internacional informa de que los turcos están devolviéndolos a Siria. Si ese hecho se confirmase, sería una violación del principio legal internacional de la no devolución, que dicta que un país no puede enviar a una persona a un lugar en el que puede estar en peligro. Si se determina que el acuerdo infringe el derecho internacional, la UE sufriría presiones para suspenderlo. Pero el pacto ha conseguido lo que más le preocupaba a la Unión: reducir el número de personas que llegan a Grecia. Según Naciones Unidas, las llegadas a este país por mar en junio de 2016 fueron una mínima fracción de las del año pasado. Por consiguiente, la UE permanece callada.

Dentro del acuerdo sobre migración, Bruselas ofreció a Turquía la exención de visados para viajar a la zona Schengen -el viejo deseo de Ankara- si cumplía 72 criterios. En mayo, la Comisión decidió acelerar el proceso de liberalización de visados y alegó que sólo faltaban cinco criterios. En octubre se revisarán las medidas. La Comisión exige a Turquía que de aquí a entonces revise su legislación antiterrorista, “en particular, refinando la definición de terrorismo para que abarque menos casos”.

Pero esa reforma antiterrorista no se va a producir; al menos, no mientras esté en vigor el estado de emergencia de tres meses de duración. Ankara considera que el movimiento religioso y social inspirado por Gülen –Hizmet- es un grupo terrorista. Y es un movimiento con escuelas y actividades en varios Estados miembros de la UE. A no ser que Ankara ofrezca informaciones convincentes sobre los vínculos del movimiento con actividades terroristas, a la UE y Turquía les será cada vez más difícil conciliar sus diferencias en este tema.

No reformar las leyes antiterroristas significaría el fin de la liberalización de visados. Ahora, en vez de dejar que el asunto estalle en octubre, la Comisión debería ignorar la amenaza turca de retirarse del acuerdo si no se ha abolido el requisito del visado para entonces. Bruselas debe posponer su revisión del paquete de medidas y anunciar que no lo va a tocar hasta que se levante el estado de emergencia. De esa forma reconocería las circunstancias extraordinarias en las que se encuentra el Gobierno turco pero dejaría claro que, por el momento, no va a haber exención de visados.

Erdogan ha dicho también que tiene intención de restablecer la pena de muerte. Tras el intento de golpe, declaró que la opinión pública turca exigía la pena capital y que él debía hacer caso, una proclamación que ha disparado las alarmas en Bruselas. Los dirigentes de la UE, incluida la Alta Representante para la política exterior y de seguridad, Federica Mogherini, han advertido de que, si Turquía reinstaura la pena de muerte, las negociaciones para su entrada en la Unión se paralizarán. Las autoridades turcas aseguran en privado que no se va a restablecer, pero Europa debe insistir en que Erdogan lo diga también en público.

La UE seguramente tiene más poder del que piensa en Turquía. Al presidente turco le interesa mantener las apariencias de que quiere incorporarse al club europeo. Su talón de Aquiles es la economía. Con un déficit por cuenta corriente notable (alrededor del 4,5% del PIB), que se financia en gran parte mediante créditos extranjeros a corto plazo, Turquía está a merced de los cambios repentinos en los flujos internacionales de capital. El distanciamiento de Europa perjudicaría la reputación del país entre los inversores -habría menos probabilidad de introducir reformas de mercado y surgirían dudas sobre el Estado de derecho- y, como consecuencia, aumentaría el riesgo de crisis económica.

La economía turca ya se ha visto perjudicada por la caída del turismo, que produce aproximadamente el 12% del PIB. Cuando Turquía derribó un avión militar ruso sobre Siria en noviembre de 2015, los turistas rusos, que habían constituido más del 10% de las entradas en el país ese año, dejaron de acudir (aunque es posible que los viajes se reanuden con el deshielo en las relaciones entre Moscú y Ankara). Casi la mitad de los 26 millones de visitantes que recibió Turquía en 2015 procedían de países de la Unión. Sin embargo, este año, muchos turistas europeos están evitando ir al país por el deterioro de las condiciones de seguridad. Los alemanes forman el mayor grupo de visitantes extranjeros, y en junio su número fue un 38% inferior al del mismo mes del año pasado.

Dada la tremenda purga que ha llevado a cabo Turquía en las fuerzas militares y policiales desde el intento de golpe, es legítimo dudar de la capacidad del país para garantizar la seguridad. Se ha despedido a más de 100 generales y cientos de oficiales. Otros han presentado su dimisión para protestar contra las depuraciones. Toda esta agitación se produce mientras el Ejército está luchando contra los militantes kurdos en el sur, apoyando a los rebeldes sirios y tratando de mantener segura la frontera con este último país. Una ola de atentados terroristas en territorio turco -el ataque contra el aeropuerto Atatürk de Estambul el 28 de junio, después del coche bomba en Ankara el 13 de marzo y las dos explosiones en la estación central de Ankara, el 10 de octubre del año pasado- mantenían ocupados a los servicios de seguridad ya antes del golpe. Ahora que han añadido el movimiento Hizmet de Gülen a su lista de prioridades, corren el riesgo de no dar abasto.

La UE debe advertir a Erdogan que los Estados miembros tendrán que juzgar con criterios objetivos el grado de peligro que corren sus ciudadanos si visitan Turquía. Si considera que la policía, los servicios de inteligencia y las fuerzas de seguridad están demasiado debilitados o distraídos por el intento de golpe como para proteger a los turistas frente al terrorismo, Europa no tendrá más remedio que desaconsejar las vacaciones en el país. Esa advertencia equivaldría a una sanción contra el sector del turismo turco, y repercutiría en el acuerdo sobre inmigración: a los gobiernos europeos les sería difícil afirmar que no es seguro viajar a Turquía para sus ciudadanos pero sí para los inmigrantes devueltos.

Si el acuerdo migratorio se rompiera y el número de refugiados que atraviesan el Mar Egeo volviera a aumentar, la UE descubriría enseguida si ha hecho todo lo necesario para evitar que los inmigrantes recorran Europa. Aunque es difícil saberlo con certeza, existen motivos para pensar que las caóticas escenas del año pasado no tendrían por qué repetirse. La UE ha tomado medidas para cortar la ruta de los Balcanes, con el cierre de fronteras en Macedonia, Croacia y Eslovenia. Además ha reforzado las competencias de Frontex -el organismo de fronteras de la UE- y ha creado una nueva Guardia Europea de Fronteras. Y la OTAN participa en la vigilancia y la prevención del contrabando de personas a través del Egeo. La abolición del acuerdo migratorio crearía problemas para la UE (especialmente para Grecia, que podría encontrarse de nuevo con que los inmigrantes podrían entrar en su territorio pero no salir de él), pero también perjudicaría a Turquía, porque Erdogan no podría cumplir la promesa de la exención de visados,

El presidente turco cree que la Unión Europea le necesita más a él que él a la UE, de modo que quizá tenga la tentación de sostenerle la mirada mientras prosigue con sus purgas. Pero Europa no debe pestañear: debe responder a Erdogan con los datos objetivos del beneficio común que tiene el acuerdo migratorio.

Para consultar la versión original en inglés de este artículo pinche aquí. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

 

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