Los líderes que desafían las reglas del juego político perjudican seriamente la cooperación regional.

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Frente a crisis políticas y de representación recientes, muchos analistas y ciudadanos han expresado que los líderes actuales son peores que los de antes. Sin embargo, si uno mira hacia el pasado, verá que hubo malos y buenos líderes, eficientes e inoperantes.  Pero sin duda lo que se ha modificado es la capacidad de la ciudadanía de reclamar y cuestionar a los malos líderes. Con la tercera ola de democratización nació una ciudadanía más activa, con mayor legitimidad y voluntad para participar.

La revolución tecnológica en los medios de comunicación contribuyó a dinamizar la ciudadanía y a expandir el acceso a la información en tiempo real. No obstante, no ha mejorado la capacidad de que esas respuestas se organicen y mantengan una efectividad a medio y largo plazo.

Se pueden echar presidentes, como quedó demostrado con los casos de Jamil Mahuad, Fernando de la Rúa y Fernando Collor de Melo, entre otros. Pero ello no garantiza que esa protesta de como resultado un cambio en las reglas del juego político, ni que genere nuevos partidos con mayor representatividad. Tampoco esos reclamos han provocado la aparición de una nueva clase política o la readaptación de la anterior bajo patrones de una mejor calidad democrática. Este fenómeno no es exclusivo de América Latina. Lo mismo podría decirse de las revueltas en Europa o en el mundo árabe. Pero en América Latina hay una característica muy acentuada: el uso de formas populistas acompañadas de un discurso vestido de progresismo pero que, en realidad, cambia muy poco las condiciones económicas y sociales profundas. Es un populismo conservador disfrazado de progresismo de izquierdas.

Esta simetría entre lo que sucede en América Latina y lo que pasa en otras regiones podría entenderse como un efecto de la globalización. Y, por cierto, muchas de estas manifestaciones políticas se alimentan de acontecimientos en otras latitudes, pero acarrean un déficit doméstico en la institucionalidad del Estado. De todas formas, si tuviéramos que mencionar un fenómeno nuevo, merece resaltarse otro que ha cambiado la mirada exterior de nuestra región: un incierto, pero evidente, cambio en el sistema internacional.

Si bien no han desaparecido las potencias tradicionales, su peso se ha relativizado. Hoy, y no puede decirse que sea igual mañana, el sistema internacional es multipolar. Después del fracaso internacional de Estados Unidos en los años de George W. Bush, la política estadounidense ha girado hacia un involucramiento selectivo. Por la tradicional influencia que la potencia del norte ha tenido históricamente en América Latina, ese desprendimiento de EE UU sobre los destinos de los países latinoamericanos, ha envalentonado a muchos presidentes. La prueba de que las crisis no son sólo producto del subdesarrollo y la comprobación que las fórmulas aportadas por las grandes potencias fallan, generan pobreza y desazón, permitió que América Latina deje de verse como la región-problema.

El reciente desplante y las críticas de Dilma Roussef en Naciones Unidas hubieran sido impensable veinte años atrás. Los costes de esa actitud no podían procesarse en democracias débiles. Ahora, la posibilidad de actuar como actores en nuevos organismos, como el G20, ha igualado, por cierto muy relativamente, el potencial de los países latinoamericanos para insertarse en el mundo.

A pesar de sus carencias, que son numerosas, Unasur ha conseguido un espacio para las naciones suramericanas, especialmente en la solución de las cuestiones domésticas de la región. Aunque no pueda considerarse que se estableció como un actor mundial, es un ámbito de interlocución más fuerte que el Mercosur. La Unión Europea insiste en conciliar intereses con Mercosur, pero el organismo no sale de su letargo.

El Acuerdo del Pacífico, una iniciativa sin grandes anuncios y casi semioculta detrás de Unasur y ALBA, es otra demostración de una América Latina que se anima a jugar en la arena internacional. Con una apariencia dócil y silenciosa se perfila como un actor extremadamente dinámico en la economía global.

A gusto o disgusto de otros observadores, varios presidentes latinoamericanos han tomado un papel preponderante en la agenda internacional. Las alianzas y relaciones bilaterales se ampliaron y de la misma manera que la sociedad reconoce sus derechos, los Estados latinoamericanos también demandan acuerdos globales más equitativos y una voz en las decisiones vitales. Incluso han accedido a ser proveedores de seguridad, tal como se ha visto en el caso de Haití, que otorgó un estatus distinto a la región, demostrando la facultad de actuar en pos de la seguridad global.

No obstante, queda la interrogante de si los líderes latinoamericanos estarán a la altura de convertir una crítica y un fervor integracionista en una actuación positiva a largo plazo. Las dudas se pueden sintetizar en dos temas. Primero, el personalismo de varios presidentes que imponen vaivenes entre un gobierno y otro o se fortalecen gracias a una polarización extrema en un contexto de economías sostenidas sin fortalecer la competencia y la modernización productiva. Los presidentes piensan en el corto plazo, expresamente en su continuidad al frente del país, y salvo en unos pocos casos, se construyen consensos estratégicos para dar continuidad a las políticas nacionales y a los arreglos multilaterales.

Segundo, la visión soberanista que predomina en cada país de la región. Ello se traduce en una residual desconfianza que hace de los acuerdos regionales un mecanismo retórico con bajo impacto. Se podría señalar México, Brasil, Chile y Uruguay como los Estados en los que prima una proyección nacional sobre el cortoplacismo del líder. En estos países, además, los estilos de liderazgo están circunscriptos por el sistema de partidos políticos, que obviando las notorias diferencias nacionales, tienen en común el hecho de crear  reglas de juego estables y estándares de control sobre los gobiernos. No es que se evite tener líderes carismáticos, sino que ese carisma no excede las normas del juego político. En ese contexto, la estructura política funciona como un respaldo ante las crisis y como un freno a la emergencia de actores antisistema. Por el contrario, los otros líderes desafían las reglas de juego y crean su propio marco normativo, refuerzan su liderazgo y al mismo tiempo incrementan la desinstitucionalización del sistema de partidos.

La baja calidad del sistema institucional es el principal legado de las experiencias autoritarias que los presidentes democráticos, mal que les pese reconocer, han mantenido o profundizado. Estos legados desincentivan una cooperación regional profunda e impiden que se asienten mecanismos para limitar la autoridad y el poder de los líderes egoístas. Con estos déficit, es difícil que la región se convierta en promotora de un sistema internacional más equilibrado. Por el contrario, los líderes populistas que tanto abundan en la región polarizan sus sociedades. Lejos estarán entonces de promover consensos regionales.

 

 

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