La distancia entre Japón y Corea del Sur aumenta a pesar de compartir sólidos valores democráticos e intereses estratégicos.

 

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ROMEO GACAD/AFP/Getty Images

La primera ministra surcoreana, Park Geun-hye, y el primer ministro japonés, Shinzo Abe, el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico

 

Los presidentes surcoreanos suelen utilizar la baza anti japonesa pero solo cuando están acabando su mandato. Esta maniobra política tiene su sentido: garantizarse el apoyo popular y así aprovechar los fuertes sentimientos nacionalistas contra el colonialismo japonés de preguerra. Sin embargo, en el caso de la presidenta de Corea del Sur, Park Geun-hye, ésta empezó a mostrar hostilidad hacia el país vecino poco después de tomar posesión hace solo unos meses. Incluso, recientemente, criticó de forma directa a los japoneses ante diversos líderes estadounidenses y europeos durante sus visitas oficiales. Acudió a Pekín para reunirse con el presidente Xi Jinping, pero se niega a hablar de un posible acercamiento con el primer ministro japonés, Shinzo Abe.

La fricción parece tener su origen en la histórica disputa territorial por el islote de Takeshima/Dokdo. Sumado a esto, los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial persisten y empujan a Corea del Sur a insistir en que Japón le debe una compensación oficial junto con una nueva petición de perdón. Pero su distanciamiento de fondo procede del choque de sus identidades en el sistema actual, occidental, de relaciones entre Estados, a diferencia del viejo sistema sinocéntrico. Tampoco ayudan a aliviar la tensión ni el énfasis japonés en el Derecho Internacional, ni el énfasis de los coreanos en la cuestión histórica.

Desde mediados del siglo XIX, la península de Corea ha sido campo de batalla de las grandes potencias continentales y marítimas: China, Rusia, Japón y, desde hace varios decenios, Estados Unidos. Pero Corea ha sido, por tradición, un objeto en la política de las grandes potencias, nunca un sujeto.

Con la victoria del Imperio de Japón sobre la dinastía Qing, el Tratado de Paz de Shimonoseki, firmado en 1885, dio origen por primera vez a la independencia política de una Corea unida. El país llevaba más de 2000 años sufriendo sucesivas invasiones e injerencias del Imperio del Centro y había sobrevivido a un sometimiento y una explotación insoportables a base de sucumbir a la asimilación y a la esclavitud sin oponer resistencia. No es extraño que, históricamente, Corea estuviera atrapada en el subdesarrollo y la pobreza.

La victoria japonesa arrebató a la órbita china el último estado tributario, lo que provocó la desintegración del sistema mundial sinocéntrico. Corea quedó liberada del yugo chino, sin duda, pero, al mismo tiempo, perdió la sólida base de su identidad china. En el orden jerárquico anterior, los coreanos se sentían superiores a los japoneses gracias a su proximidad geográfica con China, que implicaba una asimilación china más antigua y profunda. Por su parte, Japón tenía una autoestima considerable para ser una civilización de tamaño medio, supuestamente independiente del mundo sinocéntrico, de acuerdo con una línea ininterrumpida de ocupantes del trono desde el comienzo de su historia.

Al anexionarse Corea en 1910, Japón emprendió una labor de modernización, entre otros aspectos, de la salud pública, la educación, las infraestructuras y la economía, y moldeó el tejido de su Estado y su sociedad. Durante toda su presencia, hasta 1945, el bienestar de la población mejoró de forma significativa, pero como contrapartida a esta transformación tan amplia, las tradiciones y las costumbres de su etapa china se redujeron tanto, que el sentimiento de superioridad frente a Japón casi desapareció. Los coreanos vivieron una crisis de identidad nacional que acarreaba la contradicción de sufrir al mismo tiempo un complejo de superioridad y un complejo de inferioridad. A día de hoy, para dominarlos, necesitan embellecer la terrible historia anterior a la invasión y negar toda contribución japonesa a su modernización, hasta el punto de que su relato histórico se ha convertido en una fantasía.

Incluso en la vida socioeconómica actual de Corea del Sur, en la comida, en la moda y en relación a otros aspectos de la cultura popular, el modo de vida moderno de Japón sigue teniendo una importancia fundamental, que queda reforzada por el peso del vocabulario japonés en la lengua coreana y otros legados de la presencia de Japón antes de la guerra.

Las consecuencias de la Historia son claras: Japón es el archienemigo cultural de Corea del Sur. Pero no hay que olvidar que al mismo tiempo ejerce un poder irresistible de modernización y asimilación. Con el establecimiento de su diplomacia pacífica desde la guerra, Tokio nunca será una amenaza para la seguridad de Seúl y, por el contrario, le suministra productos y servicios intermedios que son esenciales para fabricar los productos que Corea exporta y que, por tanto, contribuyen a su prosperidad.

Ahora bien, la aproximación a Japón tendrá que deshelar inevitablemente la férrea identidad nacional coreana que le permitió sobrevivir incluso al yugo de China durante dos milenios. Es una situación parecida a la de Canadá con su vecino Estados Unidos, que no representa ninguna amenaza de seguridad pero ejerce un efecto asimilador abrumador debido a su poder económico, cultural y político. La relación de Corea del Sur con Japón es mucho más complicada por el choque de civilizaciones.

Por desgracia, la conducta de Corea del Sur es un efecto secundario del ascenso del poder de China y el declive relativo del poder de Estados Unidos y Japón, que es lo que, al parecer, ha alterado los cálculos estratégicos de la presidenta Park y le están haciendo inclinarse hacia Pekín. Está por ver si esos cálculos serán sostenibles o no, pero es cierto que la política de Park de “desechar a Japón” tiene argumentos en los que apoyarse, a la sombra creciente de una posible hegemonía regional del gigante asiático. Seúl está tanteando, aunque de manera un tanto excéntrica, calibrar con precisión cuál debe ser su postura en la dinámica regional de la política de las grandes potencias.

Por eso, lo mejor es que Japón no reaccione a las iniciativas anti japonesas de Park si no que haga hincapié en que son dos países con intereses estratégicos comunes, al menos hasta que la presidenta se calle. La seguridad de Corea del Sur depende de la alianza con Estados Unidos, que está sostenida a su vez por la amistad entre Washington y Tokio. Además, Japón necesita que Corea del Sur sea la punta de una daga orientada hacia China, un socio estable en materia de seguridad.

Para contrarrestar la agresividad de China, Estados Unidos y Japón han reforzado en los últimos tiempos su alianza bilateral, a la vez que su alineamiento diplomático con los grandes aliados y las naciones amigas de la región de Asia-Pacífico. La reciente decisión unilateral de Pekín de establecer una Zona de identificación de defensa aérea en el Mar del Sur de China subraya la importancia de las preocupaciones de seguridad. Con un sentimiento cada vez mayor de aislamiento diplomático, la opinión pública surcoreana está empezando a adoptar, sin prisa pero sin pausa, una actitud realista que tiene en cuenta la necesidad de mejorar sus relaciones con Japón.

La comunidad internacional, en particular la región de Asia-Pacífico, no debe tomar partido en esta gresca entre Japón y Corea del Sur: debe esperar con paciencia a que los intereses estratégicos dicten la política japonesa de Seúl. En caso contrario agravará la situación y perjudicará la paz y la estabilidad regionales. En esta cuestión, ser espectadores y no hacer nada es la mejor política.

 

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