Por qué los profesores y los analistas son el mejor armamento secreto.

Siempre se dice que una democracia sana se distingue
por la transparencia de su Administración. Pero las personas razonables reconocerán que debe haber
límites. Nadie quiere que los secretos que incumben a la seguridad nacional acaben en malas manos. Si hay
riesgo de que los terroristas se aprovechen de una información publicada en nombre del buen gobierno, muchos
se alegrarán de que el derecho de los ciudadanos a saber se debilite frente a su necesidad de protección.

Pero ¿acaso transparencia y seguridad son valores
antagónicos? Cuando las autoridades limitan el acceso
a la información, se aíslan del potencial intelectual
y la capacidad analítica de una enorme comunidad
de científicos, ingenieros y expertos en seguridad
que a menudo identifican amenazas, debilidades y
soluciones mucho mejor que cualquier agencia oficial.
Los gobiernos han realizado esfuerzos drásticos,
sobre todo en Washington, para ocultar documentos
reveladores. En 2003, una orden ejecutiva firmada
por el presidente de Estados Unidos, George W.
Bush, permitió, o alentó, en opinión de algunos, a la
Administración a clasificar como secretas montañas
de datos. Por primera vez, se consideró información
básica sobre infraestructuras como una categoría
susceptible de declararse confidencial. El incremento
del secretismo ha sido espectacular. En 1996 se
prohibió el acceso a 5,8 millones de documentos. En
2005 la cifra casi se triplicó, y el Gobierno clasificó
14,2 millones. Aún más información ha sido sustraída
al escrutinio público mediante el aumento del
empleo de la etiqueta “reservada pero sin clasificar”,
que funciona sin los condicionantes legales del
sistema tradicional de confidencialidad. Sólo en 2006,
el número de categorías cuyos documentos pueden
ser calificados como “reservados” aumentó un 20%.
Pero este auge del secretismo no ha hecho que nadie
esté más seguro. En realidad, nos está haciendo más
vulnerables ante las nuevas amenazas.

Observemos, por ejemplo, los esfuerzos de Lawrence
Wein, profesor de la Universidad de Stanford,
junto a su por entonces alumno Manas Baveja. En un
estudio que publicaron en 2005, ambos analizaron la
eficacia de la llamada Tecnología Indicadora del Estatus
de los Visitantes e Inmigrantes, un programa de
identificación de huellas diseñado para evitar que los
terroristas fichados entren en EE UU. Utilizaron datos
sobre lectores de impresiones dactilares que se encontraban
a disposición del público en la web del Instituto
Nacional de Estándares y Tecnología, la agencia federal
que controla la infraestructura tecnológica. Descubrieron
que los terroristas podrían burlar el sistema
reduciendo la calidad de las imágenes de las marcas.
Bastaría con frotarse los dedos con papel de lija para engañar al programa. Pero a estos investigadores también
se les ocurrió una solución sencilla: que la gente
aportase más yemas si su impresión digital era mala.
Este remedio mejoraba la eficacia del programa, aunque
los terroristas supieran exactamente cómo funciona
el sistema. Las autoridades de inmigración
implantaron rápidamente una versión de la idea de
Wein y Baveja. Pero la
reacción del Instituto de
Estándares y Tecnología
de EE UU consistió en
retirar de su web la información
que los autores
habían utilizado para realizar
su estudio.

O miremos lo que
ocurrió con una exposición
que Sean Gorman, estudiante
de la Universidad
estadounidense George
Mason, realizó en 2003.
Gorman utilizó información
pública para
confeccionar un mapa
de la red de fibra óptica
de EE UU, e identificó los
cuellos de botella de las
infraestructuras de telecomunicaciones.
Presionado
por las autoridades,
Gorman aceptó eliminar
muchas de sus conclusiones
más delicadas. En la actualidad,
parte de su investigación es aún confidencial.
Pero esta reacción ignora lo más valioso
de su estudio: que, tras identificar puntos vulnerables,
encontró maneras eficaces de solventarlos.
Guardar la información bajo llave no protege de los
ataques; sólo evita que los expertos en seguridad puedan
encontrar soluciones a nuevas debilidades que se
presenten en el futuro, y hace que el Gobierno y las
empresas tengan menos alicientes para desarrollar
medidas preventivas.

Efraim Benmelech, de la Universidad de Harvard,
y Claude Berrebi, de la RAND Corporation
(una organización sin ánimo de lucro que realiza
análisis y propuestas políticas para gobiernos y otras
instituciones), iniciaron una investigación de importancia
para la seguridad nacional de todos los países.
Con datos públicos de los servicios de seguridad israelíes,
detectaron que los terroristas suicidas con más
edad y estudios no sólo son destinados a los objetivos
más importantes, sino que sus ataques son más
mortíferos. Para realizar ese análisis fue esencial
poder acceder a archivos sobre atentados fallidos, una
información que casi todos los demás gobiernos ocultan
por miedo a que resulte útil para los asesinos. Pero
la utilidad de saber cómo se asignan las misiones en
las bandas es mayor para combatir el terrorismo
que la importancia que pudo tener para los
terroristas el acceso a los documentos
del Ejecutivo israelí.

Los gobiernos deben
evaluar mejor en qué casos el
beneficio de compartir la
información supera al
de los costes. La
pregunta no debería
ser: “¿Esta
información
puede ayudar a
los terroristas?”,
sino: “¿Compartirla
hará más por proteger
a la sociedad
de lo que ayudará
a los que quieren
hacernos
daño?”. Y el sentido
común es la mejor guía.
Si las autoridades no conocen
todos los elementos vulnerables
de un sistema, deberían
poner la información a
disposición del público para
que los analistas encuentren soluciones
antes de que los terroristas localicen las debilidades.
Asimismo, los datos sobre puntos vulnerables
ya conocidos deberían hacerse públicos si los terroristas
pueden identificar el objetivo con facilidad. La
red de universidades y centros de investigación constituye
una fuerza pensante que debería considerarse
un punto importante de la seguridad nacional, no
una amenaza. Su capacidad para analizar peligros y
proponer soluciones seguras y eficaces supera a la de
la Administración, y es infinitamente superior a la de
las redes del terror. Si los responsables políticos consideran
que todo el mundo es un posible terrorista,
están aislándose del potencial intelectual que debería
constituir nuestra primera línea de defensa.