Cómo las mejores intenciones de la comunidad médica crearon accidentalmente un submundo de tráfico de órganos internacional.

 

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La noche del 11 de enero, oficiales de la policía turca irrumpieron en una villa en el barrio asiático de Estambul y detuvieron a un cirujano especializado en trasplantes de 53 años llamado Yusuf Sonmez. La Interpol había estado buscando a Sonmez desde 2008, cuando un hombre de nacionalidad turca se derrumbó en el aeropuerto de Prístina, en Kosovo, y denunció que le habían robado un riñón. El incidente condujo a una investigación por parte de fiscales de la Unión Europea, que desvelaron una red internacional de robo y tráfico de órganos de alarmante alcance. Sonmez y ocho cómplices, según alegaron los fiscales en diciembre, habían atraído a personas pobres desde Asia Central y Europa a la capital kosovar, recolectando sus órganos, y vendiéndolos por hasta 100.000 dólares (unos 70.000 euros) cada a uno a turistas médicos provenientes de Canadá, Alemania, Israel y Polonia. La clínica en la que Sonmez realizaba su trabajo, según afirmaba un informe diferente del Consejo de Europa, formaba parte de una red de tráfico de órganos aún mayor -y en la que, por increíble que parezca, estaba incluso implicado el primer ministro de Kosovo, Hashim Thaci.

Esta operación de tráfico era horripilante, pero no precisamente inusual. La Organización Mundial de la Salud calcula que aproximadamente un 10% de los trasplantes de órganos del mundo se originan en el mercado negro; como regla general, esa cifra parece cumplirse en lo que se refiere al comercio de partes del cuerpo. Y aunque ocasionalmente se producen éxitos en la lucha contra estos delitos, como la detención de Sonmez, en general en realidad nadie está intentando seriamente clausurar un mercado que es, no sólo lucrativo, sino, según muchos sostendrían, inevitable.

Sería quedarse muy corto afirmar que el último siglo ha sido una época dorada para la ciencia médica. La duración media de la vida humana es hoy casi 30 años mayor de lo que era en 1900. Hemos visto la llegada de innovaciones que una vez fueron impensables, como los antibióticos, las transfusiones de sangre y las maravillas de la cirugía de los trasplantes de órganos. Estas proezas que parecían milagrosas dependen de una infraestructura de suministros en la que quienes estamos al margen de la profesión médicamente raramente pensamos. Damos por hecho que si nos vemos envueltos en un accidente de tráfico el hospital local tendrá a mano sangre para una transfusión que nos salve la vida. Si nuestros riñones nos fallan, esperamos un lugar en la lista de espera de trasplantes. Si somos infértiles, confiamos en tener acceso al esperma o los óvulos de otro, o -si podemos permitírnoslo- a los servicios de una madre de alquiler para que geste al niño.

Pero, por supuesto, cada riñón, córnea o litro de sangre tiene que venir de algún sitio -o, más concretamente, de alguien. Olvídese de la imagen de caníbales con faldas de paja en islas tropicales; ninguna sociedad ha tenido un apetito tan insaciable por la carne humana como el mundo desarrollado del siglo XXI.

Puesto que la idea de un mercado en el que las partes del cuerpo son compradas y vendidas nos causa repulsión, el crecimiento de la demanda de materiales humanos ha venido acompañado de un esfuerzo para construir un sistema éticamente justificable para suministrarlos. Se supone que los órganos no se compran y se venden; sino que son donados por individuos altruistas, y nosotros pagamos por los servicios necesarios para adquirirlos, más que por el órgano en sí mismo.

Hay un único problema con esta imagen: es ficción. La regulación del suministro de tejidos humanos es como mínimo azarosa; en la mayoría de los casos, la gente que busca adquirir un órgano sólo tiene las promesas de médicos y trabajadores sociales para persuadirles de que todo es legítimo y ético. Y precisamente son las mismas disposiciones que hemos incorporado al sistema para adecuarlo a las normas éticas de la medicina y la caridad las que han facilitado que los criminales recojan unos beneficios disparatados comprando y vendiendo carne humana.

Hace medio siglo, el mundo se sentía relativamente cómodo con el comercio abierto de productos humanos. Las restricciones de ese negocio, y el establecimiento del sistema que hoy tenemos, comenzaron con la sangre. Hacia mediados de los 60, las clínicas de recogida de sangre de Estados Unidos acumulaban casi medio litro de sangre al día, por las que pagaban unos 25 dólares cada una a los donantes. El modelo era una herencia de la Segunda Guerra Mundial, cuando la sangre se necesitaba desesperadamente para el esfuerzo de guerra. Pero a medida que los centros de recogida se volvían tan comunes como las franquicias de compra-venta de oro en los barrios deprimidos de todo EE UU  los más pobres, y por tanto los menos sanos, quienes vendieran su sangre para conseguir dinero rápido, la recogida pagada de sangre produjo unos mayores índices de transmisión de hepatitis.

En los 70, un antropólogo social británico llamado Richard Titmuss propuso un nuevo sistema que eliminaría el riesgo de coerción y de los incentivos problemáticos al eliminar los pagos a los donantes de sangre. Además, la sangre se despersonalizaría -al marcarse con un código de barras identificativo en vez de con un nombre- de modo que el receptor se sentiría en deuda con el sistema general de donación de sangre, no con un único individuo. Oficialmente al menos, la sangre pasó de ser un producto a ser un regalo.

Fue una idea revolucionaria en su momento, y tuvo un éxito enorme, ayudando a crear una de las más sólidas y seguras reservas de sangre del mundo. Hoy, los estadounidenses donan tanta sangre por encima de las necesidades del país que Estados Unidos es el exportador de sangre número1 del planeta. Envía casi 5,6 millones de litros de plasma sanguíneo al extranjero cada año, suficiente para llenar dos piscinas olímpicas y media.

En Rumanía, Moldavia, Turquía y Egipto, los intermediarios pueden fácilmente adquirir riñones por 3.000 dólares y venderlos por 50.000 o más

El modelo de Titmuss también se aplicó a la adquisición y venta de partes del cuerpo -que se ha convertido desde entonces en el patrón oro en toda la medicina. En 1984, el Congreso de EE UU aprobó la Ley Nacional de Trasplante de Órganos, prohibiendo la venta de partes del cuerpo y pidiendo en la práctica un sistema basado en el altruismo para adquirirlas. El anonimato también se ha convertido en la norma. En los 60, a los receptores todavía les era posible enterarse de quién había donado el órgano que les había salvado la vida. Ahora damos por supuesto que dicho conocimiento debería ser protegido por los más estrictos niveles de privacidad médica. La lógica imperante ha sido que posibilitar que se establezcan conexiones entre el donante y el receptor podría poner en peligro todo el sistema, puede que incluso provocando que la gente dejara de donar sus tejidos.

Lamentablemente, el sistema anónimo y altruista ha tenido consecuencias no buscadas. Incluso el Congreso estadounidense no pudo librarse por completo del mercado de partes corporales: los individuos no pueden comprar y vender órganos directamente, pero médicos, enfermeras, conductores de ambulancia, abogados y administradores de hospital pueden facturar por sus servicios. (Puede que no pagues por un corazón, pero desde luego sí pagas por un trasplante de corazón). Y el reverso del anonimato es la opacidad: aunque las disposiciones sobre confidencialidad están destinadas a proteger los intereses del donante, también pueden ensombrecer la cadena de suministro.

El resultado es un sistema cuyas mejores intenciones crean amplias oportunidades para gente con iniciativa criminal. Hay enormes beneficios económicos al alcance de intermediarios que comercien con cualquier tipo de cosas, desde riñones a óvulos humanos o embarazos gracias a vientres de alquiler que permanecen en la sombra. En la era de la globalización a los intermediarios se les da muy bien explotar las lagunas legales y de conocimiento entre las jurisdicciones para arreglar prácticamente cualquier tipo de adquisición de órganos, y los avances en los medicamentos antirechazo permiten que gente con historiales genéticos muy diferentes puedan intercambiar órganos. En Rumanía, Moldavia, Turquía y Egipto, los intermediarios pueden fácilmente adquirir riñones por 3.000 dólares y venderlos por 50.000 o más. En 2008, un intermediario indio fue detenido por secuestrar a gente en los suburbios de Nueva Delhi y, literalmente, robar sus riñones para venderlos a pacientes extranjeros necesitados de un trasplante. En China, vender los órganos de los presos ejecutados continúa siendo una política oficial del estado.

El derecho y la economía reconocen tres tipos de mercados con grados variables de legalidad: blanco, gris y negro. El comercio de carne humana ha evolucionado hacia una categoría propia de actividad comercial, lo que podríamos llamar el “mercado rojo”, cuyas características económicas se ven complicadas por el hecho de que los clientes le deben su vida y sus relaciones familiares a la cadena de suministro, y sin embargo saben peligrosamente poco sobre ella. Yo he pasado los últimos seis años siguiendo el rastro del mercado rojo por el Sur de Asia, Europa y Estados Unidos, investigando las prácticas empresariales de los comerciantes de riñones, los ladrones de esqueletos, los piratas de la sangre y los secuestradores de niños. En cada caso, me dejaba atónito descubrir que la mayoría de la gente que compraba una parte de un ser humano no tenía ni idea de qué sucesión de acontecimientos tenía que haberse producido para que ésta estuviera disponible.

Ocultar la fuente de las materias primas de cualquier mercado es casi siempre una mala idea. Nunca permitiríamos a una compañía petrolera que ocultara la localización de sus plataformas o no desvelara sus políticas medioambientales. Y cuando una plataforma sufre un fallo y deja escapar millones de barriles de crudo al océano, exigimos que rinda cuentas por ello. La transparencia es el elemento de seguridad más básico del capitalismo.

Las soluciones a este problema son difíciles de conseguir, no obstante, y probablemente exigirán una renovación completa del sistema de donaciones de tejido. Los economistas han argumentado que un sistema comercial similar al que existe en Irán para los riñones -en el que el estado paga a los donantes una pequeña suma por el órgano- podría permitir al mercado regular la oferta de tejido humano. Otros sostienen que es posible aumentar los índices de donaciones altruistas reales -y de las donaciones de cadáveres para órganos internos- hasta el punto de que se equilibren la oferta y la demanda, reduciendo la necesidad de que exista el mercado rojo.

En mi opinión, no es probable que ninguna de las dos opciones funcione hasta que demos respuesta a una simple pregunta: ¿En qué punto tiene una persona derecho a usar la carne de otra? El problema central de la cadena humana de suministro es que ha sido deshumanizada, su propia opacidad nos permite escapar al hecho de que no estamos comprando únicamente tejido, sino una parte de una persona, y con eso viene una historia. Quizá entonces podamos aceptar que las personas no son artículos de consumo y nuestras propias vidas a menudo están basadas en el sacrificio de otras.

 

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