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Búsqueda de alojamiento a través de la página de Airbnb. (JAVIER SORIANO/AFP/Getty Images)

Claves para entender el éxito de empresas como Uber o Airbnb. Hay que fijarse en la relación que tiene con la crisis económica de 2008.

El auge de la cínicamente llamada economía colaborativa, gracias a la cual una plataforma tecnológica se convierte en el intermediario principal en la provisión e intercambio de servicios, ha dado lugar a todo tipo de interpretaciones. Sus defensores se apoyan en la flexibilidad de la fuerza de trabajo, las oportunidades para obtener nuevos ingresos o simplemente ensalzan una especie de modelo económico-laboral que ha emergido de la nada, es decir, no ofrecen explicaciones del contexto histórico necesario para comprender la manera en que las tecnologías existentes están siendo utilizadas en la actualidad. Por eso, para comprender el éxito de plataformas como Uber o Airbnb, tal vez debiéramos fijarnos en su relación con el estallido financiero acaecido hace exactamente una década, así como en algunos sucesos anteriores, como la liberalización de los mercados de trabajo.

En la década de los 70, coincidiendo con los dos episodios de aumentos de los costes del petróleo (1973 y 1979), tuvo lugar una crisis en el modelo productivo que tumbó la tasa de beneficio de la gran industria surgida durante el periodo de posguerra. De acuerdo a los datos recabados por Isidro López e Immanuel Rodríguez en el libro Fin de ciclo, en los sectores industriales estadounidense, japonés y alemán (grandes vencedores económicos de la conflagración mundial), la tasa de beneficio fue entre un 55% y un 35% inferior a la década anterior. En el caso de la economía española, la reducción fue de más del 60%, al menos hasta 1980.

Pocos años después, la hegemonía financiera recién establecida dio lugar a un mercado global de capitales donde la figura del especulador sustituyó a la del empresario industrial y los fondos de inversión se expandieron a lo largo y ancho del globo en busca de rentabilidad. Y si se implantó la insaciable búsqueda de ganancias mediante vías financieras, ello también desplazó a la antigua clase obrera tradicional hacia una economía cada vez más asentada en los servicios. De nuevo, los datos de López y Rodríguez, autores de una amplia y detallada crónica al respecto, ilustran este cambio en los procesos de producción de valor. Así, algunos años más tarde, entre el 60% y el 80% de la mano de obra de buena parte de los países de la OCDE se dedicaba a actividades terciarias. Un 70% si hablamos de la población española en 2009. Además, ello ocurrió de la mano del desmantelamiento del pacto social fordista, el ataque hacia los sindicatos y, por supuesto, la especulación con las propiedades inmobiliarias de una generación a la que habían llevado hacia el endeudamiento para mantener el sistema a flote.

Otro acontecimiento histórico relevante en el auge de las plataformas tecnológicas fue el boom de las punto-com de los 90, cuando las finanzas se decantaron por el sector de las telecomunicaciones a fin de recuperar la productividad y volver a las tasas anteriores del crecimiento económico. Según los datos del Banco de la Reserva Federal de San Luis, citados en el ensayo Capitalismo de Plataforma, en 1980 el nivel de inversión anual en computadores y equipamiento periférico fue de 50.100 millones de dólares; para 1990 había alcanzado los 154.600 millones; y en el punto más alto de la burbuja, en 2000, llegó a un pico de 412.800 millones. En palabras de Nick Srnicek, autor de este ensayo, este boom desembocó en “la instalación de una base de infraestructura para la economía digital y el giro hacia una economía monetaria ultraadaptable como respuesta a problemas económicos”.

Así emergieron los primeros negocios relacionados con Internet que empleaban tecnologías informáticas, no sólo como infraestructuras básicas, sino como fuentes de innovación para reestructurar la industria tradicional, lo cual otorgó un nivel de importancia sin precedentes al consumo de servicios en red. Y más aún después de la crisis económica mundial ocurrida en 2008, la cual colocó a la información y a las comunicaciones en el centro de la reestructuración de la economía política. Es en un contexto, donde los ingresos del 99% se encuentran hundidos, sus ahorros desaparecen y los recortes en los presupuestos públicos son cada vez mayores, es en el que podemos comprender el auge de las plataformas tecnológicas.

Recientemente, durante una charla en Utrecht en el marco del festival IMPAKT, el intelectual bielorruso Evgeny Morozov señalaba que mientras Uber y Airbnb se han mostrado como los grandes aliados de determinadas facciones de las clases medias durante los diez años posteriores a la crisis debido a que en muchos casos les permitían una vía de ingresos adicional o el acceso a determinados servicios, estos fenómenos sólo representan las formas más avanzadas de precarización y financierización. De un lado, perpetúan esa lógica neoliberal en la que cada persona debe encontrar soluciones individuales para afrontar la crisis, en muchos casos recurriendo al trabajo precario, siendo las plataformas Glovo o Deliveroo los ejemplos más claros de este hecho, y favorecido debido a la liberalización de los mercados de trabajo de los últimos años. Al mismo tiempo, mientras cada vez más gente es desplazada al sector servicios, los gigantes tecnológicos hacen coincidir sus condiciones materiales de vida con los sueños del capital global, en palabras de Morozov, a fin de “maximizar la utilización de cada usuario al 100% y extraer la máxima rentabilidad de cada uno”. Claro que, se preguntaba también, “¿durante cuánto tiempo van a ser necesarios como productores de valor [o trabajadores] en este sistema?”.

Se refería a que, además de las posibilidades para precarizar y deslocalizar la fuerza de trabajo, estas plataformas extraen grandes cantidades de información procedentes de los consumidores que utilizan para diseñar servicios computacionales o de inteligencia artificial con márgenes de beneficios mucho más altos. Una vez estas reservas de datos hayan servido para entrenar algoritmos o máquinas inteligentes, junto al desarrollo paralelo de los coches autoconducidos que Uber ya prueba en Pittsburgh (Pensilvania), estos gigantes tendrán la capacidad de controlar buena parte de los sistemas de transporte en las ciudades debido a que las infraestructuras digitales sobre las que se asentaran durante los próximos años se compondrán precisamente de datos.

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Servicio de entrega de UberEATS en Tokio. (KAZUHIRO NOGI/AFP/Getty Images)

Algunas tendencias presentes que apuntan hacia estos fines son que Lime (compañía en la que Uber y Google han invertido la friolera de 335 millones de dólares) compartirá la información de 400.000 viajes y 110.000 usuarios con el Ayuntamiento de Madrid. También que la Empresa Municipal de Transportes de Madrid (EMT) ha firmado un acuerdo para utilizar el Big Data de Moovit, cuya aplicación está integrada en Uber, sobre hábitos de transporte. Cada vez más, esta información está controlada por una empresa cuyo objetivo es “reemplazar los automóviles privados”. Además, la dependencia de los gobiernos municipales sobre los datos de estos cuantos proveedores privados ilustra que en pocos años ofrecerán buena parte de los servicios locales a cambio de dinero, lo cual solo se explica debido a la, cada vez mayor, congestión de los presupuestos públicos decretada por la austeridad y los incesantes procesos de privatización desencadenados con el auge de la ideología neoliberal. Las lógicas detrás de estas plataformas no los revierten, sino que los perpetúan de manera inteligente. Por eso, lejos de especular sobre cómo desaparece el dinero de la economía local o sus trabajadores empleados para desplazarse hacia el capital global, debiéramos fijarnos en que uno de los principales inversores de Uber, con 9.000 millones de dólares y una participación del 15%, es la entidad japonesa SoftBank, quien a su vez tiene detrás al fondo de inversión soberano de Arabia Saudí.

En efecto, si Uber puede expandirse por todo el globo sin apenas tener ganancias operativas, funcionar con pérdidas y eliminar toda la competencia es gracias a las finanzas pirámides que diseña SoftBank gracias a los 100.000 millones de dólares con los que opera su fondo Visión Fund. Además, en tanto que este fondo también posee participaciones en otras compañías similares a Uber, como DiDi (China), Ola (India), Taxi (Rusia) o Gran (Singapur), puede determinar los nuevos mercados de transporte que se crearán por todo el mundo. En palabras de Tony Norfield, autor del libro The City London and the Global Power of Finance, “las decenas de miles de millones de dólares asignados a Visión Fund son solo una pequeña muestra de los fondos masivos disponibles para avanzar en un parasitismo centrado en encontrar el nicho de mercado adecuado y monopolizarlo. Las decisiones sobre cómo se utilizarán los recursos del mundo descansan en un pequeño número de multimillonarios y de los Estados que respaldan estos fondos”.

Especialmente, este dinero procede del fondo soberano de Arabia Saudí, quien lo ha acumulado debido a los excedentes procedentes del petróleo (recordemos los motivos de la crisis de los 70), aunque también mediante la compra de deuda, es decir, habiéndose aprovechado de la crisis financiera para invertir en la industria tecnológica y extraer una enorme rentabilidad gracias a ella. Por ejemplo, los 3.500 millones que ha destinado a Uber y que con suerte en unos años pueden devolver grandes retornos si se culmina la privatización inteligente de las ciudades de todo el mundo (a eso se refieren con ‘Smart Cities’).

Al respecto, en una entrevista reciente Morozov señalaba que la idea de que Uber o Airbnb representen la “tecnología” es el mayor truco ideológico del capitalismo global, y planteaba horizontes distintos. “Puedo imaginar fácilmente un sistema de transporte digital totalmente automatizado que sea amigo del medio ambiente y la riqueza que genera vaya de vuelta a la economía local, tal vez incluso en algún tipo de renta mínima para todos”. Por otro lado, Trebor Scholz, profesor asociado de Culture & Media Studies en The New School de Nueva York, apuesta por “un uso cooperativo de las infraestructuras y el entendimiento de los datos como un bien común”. Nick Srnicek, tras un análisis sobre la economía digital, señala que “el objetivo no debe ser asegurar la competencia en el mercado, sino reconocer los servicios públicos que pueden proporcionar algunas plataformas y después regularlas, o incluso expropiarlas, como tal”.

En definitiva, la ausencia de imaginación de la clase política actual y la incapacidad de los partidos de izquierda de politizar de manera correcta la tecnología deja escapar una cantidad enorme de alternativas. Durante los próximos años corremos el riesgo de comprobar cómo la digitalización convierte al capital financiero en algo tan autoritario como esos gobiernos extranjeros de los que nos alertan día tras día los medios de comunicación.