Un magnate del petróleo en una celda de cristal aspira a ser el próximo Sájarov ruso.

 

Le han apuñalado, le han espiado y le han encerrado en prisión incomunicada. El Estado se ha incautado de los activos de su empresa petrolera, ha visto cómo se diezmaba su fortuna y cómo se resquebrajaba su familia. Y ahora, después de casi siete años en un campo de detención de Siberia y en una cárcel moscovita, comparece otra vez ante un tribunal ruso, sentado dentro de una jaula de cristal y esperando un nuevo veredicto que podría mantenerle en el Gulag moderno durante gran parte de lo que le queda de vida. Está expuesto a diario, como si fuera un objeto de un museo, encerrado a la vista de todos en lo que su hijo llama con amargura “el maldito acuario”.

Mijail Jodorkovsky fue en otra época el hombre más rico de Rusia, el más poderoso de los oligarcas que surgieron en el capitalismo ventajista de la era postsoviética y el dueño del 2% de la producción mundial de petróleo. Hoy es el preso más conocido de la Rusia de Vladímir Putin, un símbolo de los riesgos de desafiar al Kremlin y autor de una avalancha periódica de epístolas feroces sobre el triste estado de la sociedad desde su estrecha celda. En un país en el que el espacio público es un páramo político, su caso y sus cartas desde la prisión evocan una era distinta.

“Es innegable”, nos escribió desde su jaula de cristal, “que en la Rusia actual cualquier persona que no sea un político pero actúe contra las políticas del Gobierno y a favor de los derechos humanos normales y universalmente reconocidos es un disidente”.

La idea de un disidente con cuentas bancarias en el extranjero y un ejército de abogados y relaciones públicas que escriben blogs y apuntes de Twitter en su nombre desde cómodos despachos de Londres y Washington resulta paradójica. Desde luego, está muy lejos de la dura prisión y el exilio de los disidentes de la era soviética, los Andrei Sájarov y Alexander Solzhenitsyn que desafiaban al régimen comunista. Sin embargo, en la Rusia actual, Putin y los demás veteranos del KGB han aplastado a la oposición, han marginado a los escasos supervivientes de la épica –aunque imperfecta– revolución de Boris Yeltsin, y se han asegurado de que no haya en la sociedad ninguna fuerza capaz de debilitar su poder. Lo máximo a lo que pueden aspirar los reformistas actuales es a pequeñas manifestaciones como la concentración del día de Nochevieja, en la que acabaron deteniendo a un activista de 92 años disfrazado de Blancanieves. El desafío abierto queda en manos de un capitalista sin escrúpulos de pasado turbio, un multimillonario disidente para una nueva era en un país que tal vez se ha deshecho de su piel soviética pero no de su esqueleto autocrático.

Desde su jaula de cristal, Jodorkovsky ataca al régimen cada vez que puede y, hasta ahora, no han podido impedir sus pronunciamientos, que se filtran a escondidas a los periódicos rusos, personajes literarios y medios de comunicación internacionales. En marzo, al cumplirse un año de su último juicio, dijo que la “correa de transmisión” de los servicios de seguridad que sustituye al sistema de justicia era “el sepulturero del Estado ruso moderno”, y profetizó que “su destrucción se producirá como suele ocurrir en Rusia, desde abajo y con un baño de sangre”. Sus frecuentes escritos incluso le han permitido ganar este año un premio literario, por su correspondencia con la famosa escritora rusa Lyudmila Ulitskaya. Su batalla económica contra el Kremlin se libra en los tribunales europeos, para indignación de los asesores de Putin, y su encarcelamiento es un factor fastidioso en las relaciones en Rusia y Estados Unidos. El presidente estadounidense Barack Obama habló de él antes de visitar Moscú el año pasado, y el informe sobre derechos humanos publicado en marzo por el Departamento de Estado mencionaba a Jodorkovsky entre los seis presos políticos rusos cuyos nombres identificaba. “La detención, la condena y el posterior trato de Jodorkovsky”, decía el informe, “suscitan preocupaciones sobre el debido proceso y el imperio de la ley”.

A pesar de ello, la voz de Jodorkovsky pasa bastante desapercibida en Rusia. Los medios, controlados o intimidados por las autoridades, le prestan poca atención. Los partidos políticos que en su día financió están apartados de la política nacional. Muchos rusos están de acuerdo con Putin, que en noviembre comparó a Jodorkovsky con Al Capone y sugirió que, como el gánster norteamericano, era responsable de asesinatos pero sólo podía ser llevado a juicio por delitos económicos.

Cuando asistimos al juicio de Jodorkovsky, el antiguo titán del capitalismo ruso aparecía cada mañana esposado y escoltado por unos guardias con Kaláshnikov. La jaula de cristal era una mejora respecto a su primer juicio, en el que, como otros acusados rusos, estaba en una auténtica con barras de metal. Cada mañana, en cuanto se cerraba la puerta de cristal, Jodorkovsky buscaba rostros conocidos. No había muchos. Su esposa no suele ir. Sus socios han huido del país. Eran pocos los que acudían sin que se les hubiera pagado. No es extraño. Mientras el Kremlin meditaba qué hacer con Jodorkovsky, el fiscal pasaba cada día leyendo con voz monótona las 186 carpetas de contratos de petróleo, formularios de contabilidad y otros documentos, sin intentar explicar su relación con las acusaciones de que el millonario dirigía una organización criminal que desvió casi 350 millones de toneladas de crudo entre 1998 y 2003 –casi toda la producción de su compañía petrolífera, Yukos– y blanqueó más de 24.000 millones de dólares (unos 19.000 millones de euros) procedentes de los beneficios. Ni siquiera otros fiscales podían disimular los bostezos, y al juez se le nublaba la vista mientras Jodorkovsky repasaba cuidadosamente sus copias y señalaba cosas con un rotulador fluorescente de color verde. El único respiro en medio del tedio llegó un día en que el acusado se quejó al juez de que un guardia le obstruía la vista.

Hasta ese punto ha llegado su vida, a tener que pedir que le dejen ver mejor en su propio juicio. “Mi destino”, escribió un día desde la jaula, “es un reflejo del destino de mi país. Esto ya ha ocurrido en nuestra historia. Hoy, cuando leemos a Solzhenitsyn, [Varlam] Shalamov, Tolstói, cuando vemos el destino de esos héroes, comprendemos la historia de nuestro país mucho mejor que con las áridas cronologías de los libros de texto. Quizá mi vida también ayude a entender mejor la Rusia actual, se convierta en un símbolo del cambio”.
Si Jodorkovsky tiene razón y su experiencia se ha convertido, en cierto modo, en la de la atribulada democracia rusa, entonces es una historia de protagonistas llenos de defectos, intereses ocultos e ideales rotos.

“Es pura literatura”, dice Grigory Chjartishvili, quien, bajo el seudónimo de Boris Akunin, es uno de los novelistas rusos vivos de más éxito. Aunque Jodorkovsky y Chjartishvili no se conocen en persona, mantienen una correspondencia que el novelista inició porque le pareció un caso de poder, dinero e intriga en el que no sólo se juzga a un hombre sino a una sociedad. Dice que es el caso Dreyfus de Rusia. “Si hubiera escrito una novela así”, dice, “nadie se la habría creído”.

 

El disidente, el gulag y el autócrata: Jodorkovsky en su jaula, en Siberia, y el hombre que lo encerró allí, Vladímir Putin.

 

Jodorkovsky tiene 46 años pero parece mucho mayor; es un hombre bajo y delgado, con un cabello escaso y canoso. El hombre de la jaula de cristal ya no es la figura imponente que conocimos en Moscú cuando éramos jefes de la oficina de The Washington Post al principio de la era de Putin, cuando éste estaba emprendiendo la campaña para consolidar su poder, apoderándose de la televisión independiente, expulsando a los partidos de la oposición del Parlamento, eliminando la elección de los gobernadores y obligando a los oligarcas que le desafiaban a huir del país. Jodorkovsky fue el único que se negó a irse.

Hijo de ingenieros químicos, creció dentro del viejo sistema; era un dirigente del Komsomol, la rama juvenil del partido Comunista, y aspiraba a dirigir una fábrica. Su padre, Boris, admiraba a Stalin (“luego resultó ser un hijo de puta”, dice Boris con pesar) y, aunque su madre, Marina, era escéptica, no hizo nada para desengañar a su hijo. “Él tenía fe”, dice ella. “Tenía el retrato de Lenin y una bandera roja encima colgados delante de la mesa”. Tardó mucho tiempo en ver las cosas de otra forma. Según contó Jodorkovsky a Ulitskaya, la lectura de Un día en la vida de Ivan Denisovich, de Solzhenitsyn, cambió su vida. “Me trastornó. Odié a Stalin por haber manchado la causa del partido en beneficio del culto a su propia personalidad”.
Aunque era producto del sistema, Misha, no obstante, mostró una veta rebelde durante su infancia en Moscú. Familiares y amigos cuentan muchas historias de choques con las figuras de autoridad. “Discutía con nosotros sin cesar”, recuerda Boris. “Me daban muchas ganas de pegarle. Pero no se puede pegar a los niños”. Nadezhda Zlobina, amiga suya desde tercer curso, recuerda que Misha se enfrentó a un profesor de química y se puso a dirigir la clase. “Nunca tuvo miedo de discutir con los profesores”, dice. “Y se enfrentó a Putin; no me extrañó, porque nunca le había dado miedo alzar la voz”.

Pero Jodorkovsky no era Solzhenitsyn. Puede que fuera obstinado, pero lo que más le interesaba era adquirir dinero y poder. Con la llegada de la perestroika, probó varios sistemas para enriquecerse rápidamente. En 1988 puso en pie su propio banco, Menatep, se convirtió en intermediario para el traspaso del dinero oficial a las empresas estatales y consiguió embolsarse enormes beneficios a base de tener dólares en una época de tremenda inflación del rublo. A los 30 años compraba bienes del Estado mediante subastas manipuladas. En 1995 adquirió el control de Yukos, entonces la segunda petrolera del país, por sólo 309 millones de dólares, en una subasta organizada, casualmente, por su propio banco, Menatep.
Se creó muchos enemigos al obligar a los acreedores extranjeros a perdonar deudas mediante la amenaza de llevarles ante los corruptos tribunales rusos y al engañar a los inversores con la emisión de nuevas acciones que diluían el valor de las suyas. “En los primeros años se dedicaba a jugar”, dice Sarah Carey, una abogada estadounidense que luego perteneció al consejo de administración de Yukos. “No creo que fueran juegos ilegales, en su mayoría, porque las leyes eran incompletas”.

Sin embargo, en 2001, Jodorkovsky soñaba con saltar al escenario internacional y declaró que estaba reformándose. Reinvirtió algunos beneficios en la empresa, mejoró la tecnología, contrató a ejecutivos occidentales y adoptó prácticas de contabilidad de Occidente, con lo que logró duplicar la producción y transformó la compañía en la mayor productora de petróleo de Rusia cuando estaba a punto de entrar en una fusión de 45.000 millones de dólares. “Estaba haciéndolo muy bien”, dice Carey. “La empresa no era perfecta, pero ninguna empresa lo es. Avanzaban, claramente y con energía, en la dirección acertada”.

Al mismo tiempo, Jodorkovsky estaba convirtiéndose en una fuerza cada vez más importante en la sociedad rusa, promoviendo una democracia de estilo occidental y el imperio de la ley. Creó una organización benéfica llamada Rusia Abierta y donó decenas de millones de dólares a grupos de derechos humanos, fundaciones y partidos políticos que criticaban al Kremlin; cultivó contactos en Washington y otras capitales occidentales mientras negociaba con gigantes multinacionales del petróleo sobre posibles fusiones. Su razonamiento era que estaba viviendo la vida de tres generaciones de Rockefellers en una sola, de capitalista sin escrúpulos a filántropo, pasando por pilar del mundo empresarial. Durante esta transformación fuimos a verle a su  despacho de Moscú, todo revestido en madera, y le preguntamos si quería rehabilitar su imagen. “No”, contestó: “Esto es para el alma”.

La jaula de cristal: durante el juicio, Jodorkovsky pasa el rato escribiendo cartas que luego se filtran a los medios de comunicación internacionales.

Tal vez, pero el alma de Jodorkovsky competía con su ego. Cuando Putin llegó al poder dijo a los oligarcas que podían quedarse con las ganancias que habían obtenido en los turbios 90 mientras no se opusieran a su Gobierno. Jodorkovsky no le hizo caso. Aspiraba a controlar gran parte del Parlamento, y algunos aliados oyeron decir que incluso albergaba ambiciones de llegar a primer ministro, aunque él lo niega. En unas memorias recién publicadas, Lord John Browne, antiguo consejero delegado de British Petroleum, recuerda haber oído a Jodorkovsky presumir de su influencia en el Parlamento, y dice que le llamó la atención su soberbia. También recuerda que Putin le dijo: “Ya he mordido más polvo del que quería frente a ese hombre”. En una reunión crucial en el Kremlin, Jodorkovsky amonestó a Putin sobre la corrupción en un acuerdo de privatización. “Putin estalló”, nos cuenta un asesor. Cinco meses después, el socio de Jodorkovsky, Platon Lebedev, fue detenido, y alguien aconsejó a Jodorkovsky que se fuera del país. Él se negó. “Occidente le aceptaba”, dice Aleksei Kondaurov, antiguo alto directivo de Yukos. “Creo que eso le hizo sobrevalorar su seguridad”.

En octubre de 2003, unos agentes armados y enmascarados del FSB, el sucesor del KGB, irrumpieron en el avión privado de Jodorkovsky, que estaba en la pista del aeropuerto de Novosibirsk, y lo detuvieron. Acabó condenado a ocho años de cárcel por fraude y evasión fiscal, y el Estado confiscó gran parte de Yukos, en lo que el propio asesor económico de Putin llamó “la estafa del año”. El episodio desbarató las ilusiones en Occidente. “Todos nos habíamos reunido con él”, nos dijo recientemente Condoleezza Rice, que era consejera de Seguridad Nacional del presidente norteamericano George W. Bush en aquella época. “A todo el mundo le sorprendió la dureza de la sentencia. Todos habíamos hablado en defensa de Jodorkovsky”. Bush no volvió a tener la misma opinión de Putin. “Visto desde ahora”, decía Rice, “es indudable que fue un momento trascendental”.

¿Cómo se fabrica un disidente? Durante los 10 días posteriores a su sentencia, Jodorkovsky desapareció. Por fin, al décimo día, su mujer, Irina, recibió una carta que decía que estaba en un campo de prisioneros en Siberia, a 5.000 kilómetros de Moscú. Desapareció. Le habían llevado allí en tren como único pasajero de un vagón especial. No se enteró de dónde estaba hasta después de 100 horas de viaje, al llegar el tren a la pequeña ciudad de Chita, por el altavoz de la estación. Desde allí, otras 14 horas hasta la prisión de Krasnokamensk. Tardó sólo unas semanas en iniciar la serie de declaraciones desde la cárcel que han pasado a definir la disidencia moderna en Rusia.

Krasnokamensk, en otro tiempo cerrado a los extranjeros, está en un lugar tan remoto que no llegan los aviones y las calles no tienen nombres. Hasta el nombre del campamento, YaG 14/10, procede del gulag; era un lugar reservado a los presos condenados a “un régimen duro”. Jodorkovsky era el único delincuente de guante blanco entre los zeks, el término de la era soviética que aún hoy se emplea para designar a los presos. Era como si hubiera aterrizado en otro planeta. “Lo primero que me preguntó fue: ‘¿Hay Internet en Krasnokamensk? ¿Hay teléfonos móviles?”, recuerda Natalya Terejova, abogada, que fue la primera persona ajena al campo que lo vio. “Ni siquiera sabía lo lejos que estaba de Moscú”.

En cuanto se lo permitieron, su madre fue a verlo. Preparó 14 bultos: sábanas para las poco recomendables camas siberianas, sartenes y cazos para freír las patatas favoritas de Misha, platos para servirlas. “No sabíamos si tenían platos”, dice encogiéndose de hombros. “Llevamos de todo”.

La pregunta de Marina fue la misma de todos los demás. Supuso que había escuchas, así que se la escribió en un cuaderno: “¿Por qué no te fuiste? ¿No te arrepientes?”.
“No. Si no me hubiera quedado, no habría podido mirar con dignidad a mis hijos”.

“Lo susurró”, recuerda Marina. “Se podía susurrar allí”.

Mientras Jodorkovsky se acostumbraba a la vida en el barra-cón número 8, se dio cuenta de que todo lo que hacía mal, verdadero o inventado, provocaba un castigo. Lo incomunicaron durante siete días por tomar té en una zona no autorizada. Lo multaron por quitarse la camisa para tomar el sol junto a una ventana. En la celda aislada, los presos no podían tenderse ni dormir más que de noche, y no había sillas. “Sólo se puede estar de cuclillas o sentarse en el suelo”, dice Terejova. Jodorkovsky empezó a estudiar las normas de la prisión para defenderse. Pero entonces lo incomunicaron de nuevo por tener un ejemplar no autorizado de las reglas.

“Las órdenes de incomunicarme eran un claro intento de hundirme, de humillarme, además de la injusticia original”, dice Jodorkovsky. “¿De quién era la orden? ¿De dónde venía? Sé que llamó alguien de Moscú, de las autoridades penitenciarias federales. El resto, lo podemos imaginar”. Pero dice que se ha adaptado. “Me estoy endureciendo frente a la injusticia y lucho con todas las herramientas a mi disposición”. “En este momento”, añade, “no dispongo de muchas herramientas”.

Una noche de 2006, Jodorkovsky se despertó sobresaltado, con un dolor insoportable en el rostro. “Estaba oscuro”, recuerda, “había sangre. Oí los pasos de alguien que se alejaba corriendo”. Jodorkovsky se acercó tambaleante a un cuarto de baño y vio que tenía un corte ensangrentado en la cara. Lo habían apuñalado mientras dormía.
Le dieron cinco puntos. Cogieron a su atacante, otro preso, y lo llevaron ante él.

“Le pregunté por qué lo había hecho”, cuenta Jodorkovsky.

“No tuve más remedio”, respondió el hombre.

El atacante aseguró después que había tenido que rechazar insinuaciones de Jodorkovsky, pero un tribunal ruso desestimó la declaración. Los abogados de Jodorkovsky dijeron que el hombre quería que lo incomunicaran para eludir a sus propios enemigos en la cárcel, y que había atacado al preso más famoso para conseguirlo. Todo el mundo sabía que a Jodorkovsky lo vigilaban muy de cerca. “La gente tenía miedo de él porque todos sabíamos que había algo extraño a su alrededor”, nos contó su compañero de celda, Roman Starodubtsev. “En cuanto daba un paso en falso, los administradores lo castigaban. Era peligroso incluso hablar con él. Si hablabas con él cinco minutos, 15 o 20 minutos después te llamaban de administración para preguntarte todo lo que habíais dicho”.

 

¿Un héroe de nuestro tiempo? Mientras Jodorkovsky languidece en prisión, sus amigos y su mujer, Irina, mantienen el contacto a través de sus escritos.

 

Las condiciones eran brutales, de 40 grados bajo cero en invierno a más de 38 grados en verano. Al principio, pusieron a Jodorkovsky a coser uniformes de policía, pero le reprendían constantemente porque lo hacía de forma chapucera. Cuando no trabajaba, leía vorazmente; a diferencia de a sus predecesores en el gulag, le permitieron suscribirse a 174 periódicos y revistas al mismo tiempo, que llegaban en camión con una semana de retraso.

En nuestros intercambios escritos con Jodorkovsky, lo que provocaba las reacciones más emocionales era la terrible imprevisibilidad de su vida de preso, además de la inmoralidad del sistema de justicia penal. “Igual que en el pasado: sigue siendo una escuela de delincuencia para la persona que entra en él. Mentiras, provocaciones, intrigas son la rutina diaria que experimentan sus habitantes”, nos decía, escribiendo sus respuestas en la jaula de cristal.

Su furia desbordaba el papel. La falta de un trabajo con sentido hace que los presos sean “malos”, decía. La falta de visitas “destruye a las familias”. Los burócratas prohíben todo lo que va en los paquetes que se envían, “incluso la sal”. Lo que más le duele:  “La imposibilidad de predecir mi futuro, incluso en los aspectos más primitivos y triviales. Están prohibidos los relojes, así que nadie sabe nunca cuándo lo sacan de la cárcel ni adónde lo llevan. ‘Con documentos’. ‘Sin documentos’. ‘Vestido con arreglo a la estación’. Ésa es toda la información que nos dan. Me entero 10 o 15 minutos antes de que voy a pasear o a darme una ducha (cosa que ocurre sólo una vez a la semana)”. No es un multimillonario resignado con su suerte. “Me di cuenta”, escribía en tono sarcástico, “de que lo que tengo que hacer es relajarme y aceptar lo que me depare la vida, aunque eso incluya ser observado las 24 horas, registros descarados y no, y muchos otros placeres de la vida carcelaria”. Y concluía: “Por supuesto, en comparación con el Gulag, que destruyó físicamente a millones de mis conciudadanos, las prisiones actuales de Rusia son un gran paso adelante”. Pero son, dijo, un “gulag light”.

 

Condoleezza Rice nos dijo que Bush nunca volvió a tener la misma opinión de Putin tras el arresto de Jodorkovsky. “Visto desde ahora”, dijo, “es indudable que se trataba de un momento trascendental”

La prisión ocupa desde hace mucho tiempo un lugar casi mítico en la psique rusa, y Siberia es un lugar de limpieza del espíritu en el que los aristócratas tramaban revoluciones y los físicos nucleares se convertían en pacifistas. Ahora, Jodorkovsky reivindica ese legado. “La cárcel”, le dijo al novelista Grigory Chjartishvili, “libera a una persona”.

En sus primeros 40 años de vida, Jodorkovsky había sido muchas cosas –ambicioso y banquero, petrolero y filántropo–, pero nunca pensador político ni escritor. Putin le ha convertido en ambas cosas. Su polémica más famosa, publicada durante su primer año entre rejas, sorprendió a todo el mundo al denunciar a los liberales que habían gobernado Rusia en los 90, y a los que él había apoyado con millones de dólares. Eran “deshonestos e inconstantes”, “bohemios afeminados” que “engañaron al 90% de la población” e “hicieron la vista gorda” a la corrupción de las privatizaciones. Deberían sentir “vergüenza”. En cuanto a él y otros oligarcas como él, “fuimos cómplices de sus delitos y sus mentiras”.

Tras esto, que podía parecer una conversión propia de la cárcel, Jodorkovsky siguió dando que hablar con una serie de declaraciones conocidas como sus ensayos del Giro a la izquierda, en los que afirmaba que Rusia debía apartarse de las políticas de los demócratas, hacer caso a las quejas de los viejos comunistas, restablecer los programas de asistencia y abordar los problemas de las privatizaciones. “Un giro a la izquierda”, escribió, “es tan necesario como inevitable para el destino de Rusia”.

Desde entonces, los escritos de Jodorkovsky son objeto de extenso análisis y debate por parte de quienes aún se interesan por la política en la Rusia actual; son entrevistas, cartas y ensayos que, en conjunto, suman decenas de miles de palabras y constituyen un tratado filosófico para la nueva era. “Puedo definirme como volteriano”, escribió en un momento dado; “en otras palabras, defensor de la libertad de pensamiento, la libertad de expresión”. En sus escritos muestra su horror ante el “racismo” que representa decir que los rusos son genéticamente incompatibles con la democracia, afirma que la reforma judicial es una condición indispensable para desmantelar el autoritarismo, y reflexiona sobre Dios, la libertad y el poder místico del alma rusa. Incluso ha cambiado su opinión sobre el traspaso masivo de riqueza pública a manos privadas que él mismo había ayudado a orquestar para su propio beneficio. “Los rusos tienen derecho a estar enfadados”, dice, “la privatización no fue muy justa”.

Con el tiempo, apareció un nuevo Jodorkovsky, que empezó a cultivar tímidamente la imagen de mártir demócrata. El cambio atrajo la atención de gente como Chjartishvili. “Putin no me sorprendió en absoluto”, nos contaba Chjartishvili en un restaurante de Moscú. “El que me sorprendió fue Jodor-kovsky”. En 2008, Chjartishvili publicó la correspondencia que había mantenido durante meses con el magnate en la edición rusa de Esquire, y el éxito literario empujó a las autoridades a encerrar de nuevo a Jodorkovsky en prisión incomunicada. Como escritor, dice Chjartishvili, “lo más espectacular es ver a un personaje importante que, de pronto, toma una dirección completamente distinta. Como pasó con Andrei Sájarov, por ejemplo. Hay muchas semejanzas”.

Hace unos años, una afirmación así habría sido herejía. Con su premio Nobel de la Paz y su llamamiento a la resistencia ante el totalitarismo soviético, Sájarov es el santo patrono de los pocos disidentes soviéticos que aún permanecen en la vida pública. Pero muchos veteranos del movimiento de los derechos humanos opinan ahora lo mismo de Jodorkovsky, aunque sea a regañadientes. Creen que es, si no un héroe, sí al menos un converso.

Es lo que opinan también, cada vez más, quienes mejor conocen a Jodorkovsky, los familiares que se quedaron atrás, estupefactos ante el sacrificio del hombre que les había dado una riqueza asombrosa y luego se había olvidado de ella en su pelea con el líder ruso. En las afueras distantes de Moscú donde todavía viven sus padres, 76 y 75 años, en un complejo aristocrático del siglo XVIII que ahora alberga un internado para huérfanos fundado por él y dirigido por ellos, existe una enorme confusión sobre las decisiones que su hijo ha tomado.

 

La prisión ocupa desde hace mucho tiempo un lugar mítico en la psique rusa, y Jodorkovsky reivindica ese legado: “La cárcel libera a una persona”

Su casa es un santuario dedicado al hijo encarcelado. Cestas de flores marchitas, ramos enviados para conmemorar su más reciente cumpleaños entre rejas. Su padre, Boris, nos lleva a otra habitación para que veamos un enorme retrato de su hijo vestido como Jesús, enviado por un admirador. Resulta un poco extraño ver en el salón fotos enmarcadas de Jodor-kovsky dándole la mano a Putin. Una es de pocas semanas antes de que empezara la campaña contra Yukos, y tiene un pie que dice: “El presidente de la Federación Rusa da las gracias a Yukos”. ¿Por qué las fotografías de Putin? “Hay que conocer el rostro del enemigo”, dice Boris. Marina suspira. “Putin no lo dejará nunca en libertad”, dice. Pocas semanas después, conocimos a su hijo, Pavel, de 24 años, en Nueva York, donde vive en un exilio semivoluntario. Fue al día siguiente de regresar de su viaje de novios, y se parecía tanto a su padre que fue fácil localizarle en medio de la gente en un restaurante italiano. Tenía las mejillas sonrosadas de una semana en Mykonos, y su boda, en un castillo francés con 365 ventanas –una para cada día del año–, había tenido 56 invitados. Todavía queda algo de los millones de su padre. Pavel no quiso explicar nada, sólo dijo: “La familia no está pasando apuros”.

Sin embargo, para Pavel, resulta difícil conciliar al padre al que todavía admira con el hombre que se metió en este lío. Hasta el último juicio, dijo, su padre no veía las cosas tal como eran. Nosotros contamos que Jodorkovsky nos había dicho que quizá había sido “ingenuo” al no huir de Rusia cuando estaba a tiempo. Pavel contestó que eso era una novedad. Su padre ya no se limita a echar la culpa al círculo de Putin. “Ha comprendido que Putin se sentó y permitió que pasaran esas cosas”, dijo Pavel, “ahora es menos ingenuo, menos idealista”.
También lo es Rusia, seguramente. La esperanza y el optimismo de hace 20 años han desaparecido. Los rusos tienen pocas ilusiones respecto a la democracia, cansados tras el tumulto político y económico de los 90, que asocian con ese término. Y ya no piensan, en general, que el multimillonario disidente sea un héroe. Putin cuenta con el apoyo de muchos y la aceptación de la mayoría. De vez en cuando surgen bolsas de oposición, pero no llegan a gran cosa. El año pasado, coincidiendo con el cumpleaños de Jodorkovsky, detuvieron a un puñado de manifestantes cerca de la Plaza Roja. A nadie le importó demasiado.

Después de un año, la fiscalía concluyó sus argumentos y, en abril, Jodorkovsky inició su propia defensa con una perorata contra las autoridades. “Considero que éste es un caso político y corrupto, orquestado por mis rivales para impedir que salga libre”, dijo al tribunal desde la jaula. Mientras mostraba dos frascos de petróleo que su abogado había introducido a escondidas en la sala, se burló de la idea de que había robado su propio crudo: “Hablar de que me defraudé a mí mismo, en mi opinión, es absurdo”. El veredicto podría conocerse esta misma primavera. Como los jueces rusos dictan sentencia condenatoria en más del 99% de los casos, incluso en los que no interesan al Kremlin, hay pocas dudas sobre el resultado final, que podría llegar a 22 años de cárcel. “Es evidente que hay quienes desean que se quede en prisión para siempre”, dice Vadim Klyuvgant, su principal abogado.

Cuando no está en el juicio, Jodorkovsky pasa 23 horas diarias en una celda de 3,25 metros cuadrados con otros hombres, sin aire fresco ni sol, salvo unos cuantos rayos de luz que entran por un ventanuco de ventilación. “Duermen, comen, defecan, orinan, leen libros, se preparan para el juicio; todo en esa habitación”, dice Karinna Moskalenko, otra abogada de su equipo. “Se está volviendo menos refinado”, dice Klyuvgant, “más duro. No tiene miedo de mostrarse duro en las situaciones que lo exigen”.

Necesita ser duro, tan duro como la propia Rusia. “Estoy psicológicamente preparado para pasar toda mi vida entre rejas”, nos contó Jodorkovsky. “No digo que me haga feliz. Pero resulta más fácil así”.