Un magnate del petróleo en una celda de cristal aspira a ser el próximo Sájarov ruso.

 

Le han apuñalado, le han espiado y le han encerrado en prisión incomunicada. El Estado se ha incautado de los activos de su empresa petrolera, ha visto cómo se diezmaba su fortuna y cómo se resquebrajaba su familia. Y ahora, después de casi siete años en un campo de detención de Siberia y en una cárcel moscovita, comparece otra vez ante un tribunal ruso, sentado dentro de una jaula de cristal y esperando un nuevo veredicto que podría mantenerle en el Gulag moderno durante gran parte de lo que le queda de vida. Está expuesto a diario, como si fuera un objeto de un museo, encerrado a la vista de todos en lo que su hijo llama con amargura “el maldito acuario”.








Mijail Jodorkovsky fue en otra época el hombre más rico de Rusia, el más poderoso de los oligarcas que surgieron en el capitalismo ventajista de la era postsoviética y el dueño del 2% de la producción mundial de petróleo. Hoy es el preso más conocido de la Rusia de Vladímir Putin, un símbolo de los riesgos de desafiar al Kremlin y autor de una avalancha periódica de epístolas feroces sobre el triste estado de la sociedad desde su estrecha celda. En un país en el que el espacio público es un páramo político, su caso y sus cartas desde la prisión evocan una era distinta.

“Es innegable”, nos escribió desde su jaula de cristal, “que en la Rusia actual cualquier persona que no sea un político pero actúe contra las políticas del Gobierno y a favor de los derechos humanos normales y universalmente reconocidos es un disidente”.

La idea de un disidente con cuentas bancarias en el extranjero y un ejército de abogados y relaciones públicas que escriben blogs y apuntes de Twitter en su nombre desde cómodos despachos de Londres y Washington resulta paradójica. Desde luego, está muy lejos de la dura prisión y el exilio de los disidentes de la era soviética, los Andrei Sájarov y Alexander Solzhenitsyn que desafiaban al régimen comunista. Sin embargo, en la Rusia actual, Putin y los demás veteranos del KGB han aplastado a la oposición, han marginado a los escasos supervivientes de la épica –aunque imperfecta– revolución de Boris Yeltsin, y se han asegurado de que no haya en la sociedad ninguna fuerza capaz de debilitar su poder. Lo máximo a lo que pueden aspirar los reformistas actuales es a pequeñas manifestaciones como la concentración del día de Nochevieja, en la que acabaron deteniendo a un activista de 92 años disfrazado de Blancanieves. El desafío abierto queda en manos de un capitalista sin escrúpulos de pasado turbio, un multimillonario disidente para una nueva era en un país que tal vez se ha deshecho de su piel soviética pero no de su esqueleto autocrático.

Desde su jaula de ...