El Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell (der.), se reúne con el Presidente de la Presidencia de Bosnia y Herzegovina, Milorad Dodik (izq.), en Sarajevo, Bosnia y Herzegovina (Anadolu Agency via Getty Images)

La falta de cohesión europeísta, sin que tengan un plan B para Bosnia y Herzegovina, unido a una geopolítica variable con influencia de Rusia o China y los propios desafíos de la UE exponen a la región a un escenario de inestabilidad.

Milorad Dodik, miembro serbio de la Presidencia de Bosnia y Herzegovina, trajo a un acordeonista en el coche oficial de la Presidencia de Bosnia y Herzegovina y estuvo cantando algunas canciones. Entre ellas se encontraba Pukni zoro (Rompe la madrugada), según él, “una canción cantada por los soldados serbios durante la Primera Guerra Mundial en las batallas de Kajmakčalan”. Todo plagado de folclore patrio, con vasos de alcohol duro de por medio. La canción, en realidad, no tiene nada que ver con la Primera Guerra Mundial ni con la épica bélica, sino más bien futbolera. Es obra del músico esloveno Robert Pešut Magnifico, compuesta expresamente para la película Montevideo, Bog te video en 2010, ficción basada en la experiencia de la selección yugoslava en el Mundial de Uruguay de 1930. El músico, Magnífico, se grabó a sí mismo, frente a la pantalla del televisor, mirando con gesto tan cómico como desconcertado las declaraciones de Dodik.

Toda esta coreografía de hombres encamisados, explayados en los sofás como si aquello fuera una kafana y no unas dependencias institucionales, apela a una estética discursiva de las que dicen que mueven la patata del votante, por auténtica y desinhibida frente a los grises de la burocracia estirada. Los artistas cada vez resultan figuras menos transgresoras y los políticos todo lo contrario. La lucha por conseguir la atención mediática y seducir a las audiencias con histrionismos vale para encubrir, adulterar o enajenar la realidad, o si se quiere, para despistarnos y ganar la batalla del relato, marcar la agenda que a cada uno más le interese.

No son planteamientos que arraiguen solo en la sociedad bosnia, pero en Bosnia y Herzegovina se procesan a partir de un escenario inestable donde los actores internacionales no son solo influyentes, sino determinantes para la sostenibilidad del Estado. Hubo un tiempo en el que Milorad Dodik era considerado “un soplo de aire fresco” por el portavoz de la secretaría de Estado estadounidense Madeleine Albright, y emergía como una figura que llegaba para desactivar el rumbo que en su momento tomaron los Radovan Karadžić, Biljana Pavsić o Nikola Koljević. Pero, durante los últimos años, Dodik ha ido virando hacia las claves de ese discurso conforme el escenario internacional cambiaba. No así, en la misma medida, la línea de la presencia occidental en el país, lastrada por la falta de determinación diplomática de sus respectivas capitales y por una geopolítica donde los Balcanes han sido principalmente zona instrumental, sometida al mantra de la estabilidad y la seguridad. Si el histrionismo ha logrado subir enteros para viralizar la estampa de la clase política, el llamado orden liberal en la región cada vez tiene menos elementos para neutralizar este tipo de exabruptos, porque juega a la contra por sus propias contradicciones: tres décadas sin que Bosnia y Herzegovina sea un país cohesionado y estable, y enteramente soberano.

Algunas voces sostienen que la UE a lo largo de este período ha ido socavando la autoridad del alto representante, atribuido con poderes regios desde los Acuerdos de Dayton, para adoptar decisiones imprescindibles y apartar a cargos políticos díscolos y peligrosos. Su mera existencia sigue siendo la representación más flagrante de la falta de soberanía del Estado, porque, entre otras cosas, aporta munición a los partidos nacionalistas para deslegitimar la presencia internacional y postularse como adalides de sus patrias respectivas.

Por lo general, esas mismas voces cuestionan que la presencia internacional no haya apostado por imponer más mano dura contra aquellos, este es Dodik, que amenazan con la desconexión institucional y la independencia de la Republika Srpska respecto a la Federación de Bosnia y Herzegovina, esto es de todo el Estado bosnio. No en vano, la decisión del anterior alto representante Valentin Inzko, poco antes de dejar el puesto, de imponer una ley que penaliza la negación del genocidio de Srebrenica, sin que hubiera consenso nacional o internacional, interpelaba a la parte serbia. Cuando cualquiera que siga la política local sabía que con esta iniciativa se abría un nuevo frente de inestabilidad, sin que su objetivo se fuera a cumplir: la supervivencia de Dodik depende en gran medida de no reconocer el genocidio. Aquí está el origen de la actual crisis, aunque el problema de fondo sea estructural.

La cuestión no es tanto la legitimidad de una ley que llega tarde, sino los tiempos de su implementación, y en un momento dado en el que el partido de Dodik, el SNSD, había perdido la alcaldía de Banja Luka, la oposición se encontraba dividida, pero en ascenso, y en Sarajevo gobierna un partido antinacionalista. No obstante, desde este verano, se le ha ofrecido a Dodik este salvavidas político de cara a las elecciones de 2022, porque si nos atuviéramos a los intereses materiales de sus ciudadanos, los datos sobre su gestión mostrarían los malos resultados: corrupción, mala administración, desempleo, abuso de poder y desigualdad social. El informe de la Comisión Europea, publicado recientemente, acerca de las dos entidades de Bosnia y Herzegovina es sencillamente demoledor. Pero, mientras la estrategia de Dodik es racional: desestabilizar apoyándose en los actores externos para hacerse imprescindible, los ciudadanos no solo están a expensas de la manipulación de las emociones, sino de quien ostenta el poder desde hace tantos años con un férreo dominio clientelar de la vida política serbo-bosnia.

Desde entonces, como se podía presumir, se desató la reacción de Dodik y de los partidos nacionalistas serbios que se ha traducido en un boicot institucional de las entidades compartidas del Estado, el desafío al Tribunal Constitucional, y, además, a ello se suma una retahíla de amenazas que abogan sin reservas por desmantelar las fuerzas armadas, desautorizar al Consejo del Poder Judicial y desvincularse de la Agencia estatal de Impuestos Indirectos, es decir, tres ejes sobre los que gravita la viabilidad y unidad del Estado bosnio, a los que se sumarían más tarde la policía bosnia o los servicios de inteligencia. Más allá de eso, no solo se trata de declaraciones altisonantes, sino de que el boletín oficial de la Republika Srpska oficializó la negativa de su Asamblea Nacional a reconocer la decisión del alto representante en una suerte de decisión inédita desde los Acuerdos de Dayton. Básicamente, porque si algo unifica a las fuerzas serbias, por muy divididas que puedan estar en otros extremos, es en no tragar con lo que se les diga desde afuera en lo que a la guerra se refiere. De momento, la Republika Srpska ha creado su propia Agencia del Medicamento como una “organización administrativa independiente”.

El contacto con las otras fuerzas más importantes, el HDZ de Dragan Čović (croata) y el SDA de Bakir Izetbegović (bosníaco), no fluye y las elecciones de 2022 no ayudarán a que los tres adquieran compromisos con una perspectiva bosnia, sino a que cada uno quiera imponer su agenda, y el país se dirija a la conversión en tres Transnitrias: el HDZ cambiar la ley electoral para crear su propia autonomía étnica en la federación, y el SDA garantizar la unidad del Estado sin ensuciarse en Banja Luka, mientras el partido se disuelve y se decepciona con su líder a cámara lenta.

La fuerza de Dodik no reside tanto en su pulso interno, alojado en una mayoría cogida con pinzas de la Republika Srpska, donde, por otro lado, debería estar la solución al bloqueo institucional, en la masa crítica; sino en esa dimensión internacional donde Banja Luka cuenta con el apoyo moral de Rusia, el soporte de la vecina Serbia, pero ahora también el espaldarazo de países de la UE como Hungría o Eslovenia, donde líderes como Orban o Janša, se encuentran incómodos en un orden liberal y europeísta, pero cómodos sumiendo a sus respectivas sociedades en las pasiones internas y en los enemigos externos. En la apertura de la cumbre en Budapest organizada en septiembre con motivo de la deficiente situación demográfica en el Este europeo, el primer ministro húngaro declaró: “Las familias, la base de nuestras sociedades, están siendo atacadas por las fuerzas liberales occidentales, pero no cederemos”. Allí también estaba Dodik invitado, con el presidente serbio o el checo, para decir: “El futuro de Europa no es solo la economía y la estabilidad energética. El futuro de Europa también es la estabilidad demográfica. Si no, vivirá aquí quien no vivió antes, y no la gente europea”.

La fortaleza de Dodik depende de que el orden liberal se resquebraje y sucumba en el espacio de la UE y en su vecindario, sin que se le conozca una propuesta alternativa contra lo que los suyos vienen en llamar la “tiranía de Bruselas”. Más que una amenaza, es un síntoma de la falta de cohesión europeísta, sin un plan para Bosnia y Herzegovina, ni para la región. Se trata de una corriente que rentabiliza las contradicciones e insuficiencias del modelo europeísta, y de una geopolítica variable donde las relaciones de fuerza en la región van cambiando, y no solo por la influencia de Rusia o China, sino por los desafíos que vive la UE en su seno, contemporizando como puede sus propias debilidades. Dodik sabe medrar en ese desorden apelando a las sensibilidades identitarias de una comunidad, la serbo-bosnia, cuya autonomía es una línea roja, el miedo y la incertidumbre un estado generalizado y su relato de la guerra objeto del mercadeo político. En verdad, hay poco por lo que brindar, sino que se lo pregunten a los ciudadanos bosnios, que pagan la fiesta desafinada de sus políticos.