En 51 años, no sólo hemos tenido bastante tiempo para analizar y conocer el castrismo a fondo, sino también para estudiar las oportunidades y límites de promover una apertura democrática desde fuera. Lo que ha quedado bastante claro es la ineficacia de la presión externa. El “mover ficha” como lo llamó José María Aznar, no funciona en un régimen autoritario tan cerrado como el cubano. Hasta en Estados Unidos empieza a dominar la percepción de que el embargo y la Ley Helms-Burton no sirven para cambiar, sino para consolidar el statu quo (que probablemente sea de interés mutuo). En este sentido, habría que interpretar la reciente iniciativa de 74 disidentes cubanos que exigen al Congreso de EE UU levantar las restricciones de viajes.

De nuevo promovido por España, este lunes, la Unión Europea pretendía decidir la eliminación o modificación de la Posición Común, un documento de poco más de una página inventada en 1996 por el entonces Gobierno de José María Aznar. [La UE decidió finalmente aplazar la revisión de la posición hasta septiembre para favorecer el diálogo del régimen con la Iglesia]. El documento consensuado fortalece la condicionalidad democrática que ha impedido firmar un acuerdo de cooperación entre la UE y Cuba, pese a la existencia de más de 20 convenios bilaterales. El argumento del ministro Moratinos de que la Posición Común no sirve es correcto: la presión y las sanciones no son instrumentos idóneos para abrir regímenes autoritarios, sino todo lo contrario: ayudan a que se aferren más a su discurso de fortaleza sitiada rodeada de enemigos.

Si Europa no quiere caer en esta trampa, su política tendría que dejar de alimentar el discurso victimista que justifica el autoritarismo y descalifica la democracia pluralista como “concesión al enemigo”. Tampoco debería caer en la trampa creada tanto por Fidel como por Raúl Castro de que la UE aplica la misma política que Estados Unidos, aunque con otros medios. Para el régimen cubano, que no acaba de entender demasiado bien el juego político interno en Bruselas y prefiere los canales bilaterales, la Unión no es un actor propio, sino parte del juego entre La Habana y Washington.

También en la Unión Europea predomina una visión triangular. La Posición Común ideada por España –que ahora propone eliminarla– fue una accidental respuesta europea a la Ley Helms-Burton y dista de ser una política común. Sin embargo, ha garantizado a este pequeño Estado un lugar privilegiado en la política exterior de la UE. Desde 1996, discutimos y peleamos al menos una vez al año sobre qué hacer con Cuba, una isla del Caribe que mantiene estrechas relaciones con España y comparte una cierta nostalgia histórica con la ex República Democrática Alemana, pero que es irrelevante para nuestros intereses.

Ni siquiera tenemos una política coherente o convincente. Nuestra tibia política refleja la “Europa de las cuotas”: es una mezcla entre condicionamiento democrático y compromiso económico. Un problema es que la condicionalidad y el compromiso son dos carriles diferentes, sin ninguna conexión. Lo mismo ocurre con las políticas de los Estados miembros, incluyendo a España, que no aplican la cláusula democrática que impone la Posición Común a Bruselas.

El debate en septiembre será más de lo mismo. La reacción del canciller cubano durante una reunión con la Troika (el ministro de Asuntos Exteriores del Estado miembro que ocupe la Presidencia del Consejo de la Unión Europea; el Alto Representante de la política exterior; y el comisario europeo encargado de las relaciones exteriores) en Paris no fue ninguna novedad: sin ofrecer nada a cambio, criticó la injerencia en asuntos internos y exigió la eliminación de la Posición Común. Tampoco cabe esperar nada sustancial desde Bruselas. Consciente de que no logrará convencer a los 26, España es mucho más cautelosa que hace unos meses, cuando empujó con más firmeza a abandonar la postura frente al país caribeño. Además, la situación interna empezó a cambiar. Algo está pasando en esta isla que permanece inmune al tiempo.

Quizás estamos viendo el principio del fin: los últimos movimientos de un régimen que agoniza desde el día en que Fidel cayó enfermo. En estos cuatro años, su heredero y hermano Raúl no ha querido o no ha podido ofrecer soluciones a la aguda crisis económica que está sufriendo el país. Esta inmovilidad ha ampliado el espacio no gubernamental y ha debilitado al oficialismo. En tiempos de Fidel, el régimen cubano no hubiera lamentado –o permitido– la muerte de un disidente ni tampoco hubiera negociado las condiciones de los presos políticos con la Iglesia Católica, las Damas de Blanco no se podrían haber manifestado en las calles de La Habana y Silvio Rodríguez no habría discutido abiertamente con el enemigo histórico Carlos Montaner. Aunque todavía no son muy visibles, hay otros muchos ejemplos que ilustran el inicio de una nueva era en Cuba.

Para ampliar los espacios, sería sensato responder a estos tímidos indicios con una nueva política europea sin presión ni exigencias que consolide lo que es nuestra principal fortaleza: la presencia en Cuba. Sin embargo, es un escenario improbable. Aunque sabemos que no sirve para nada, seguiremos manteniendo una inútil Posición Común para satisfacer a la mayoría de los Estados miembros que exigen medidas contra el gobierno autoritario y para contentar a los disidentes, que reclaman la condena de la muerte de uno de los suyos y el posible fallecimiento de otro. Desde siempre, en Europa, España y Estados Unidos, Cuba ha sido un asunto más emocional que racional, que se ha tratado en función de los intereses domésticos y no de política exterior.