Mientras Washington se dedica a discutir por un informe, Bengasi está al borde del abismo.

 

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Mientras en Washington caen cabezas por un informe independiente muy crítico, que concluye que la planificación de seguridad del Departamento de Estado de EE UU fue "gravemente inadecuada”, las tensiones en la segunda ciudad de Libia siguen en aumento. El domingo pasado, unos pistoleros atacaron con un cohete lanzagranadas un complejo de la policía, mataron a un agente y desencadenaron un tiroteo que provocó la muerte de otros tres que se habían apresurado a acudir. Las imágenes de un coche patrullero con el interior lleno de sangre recorrieron todos los canales de televisión y los medios sociales. Los bengasíes se preguntaron, no por primera vez, en qué se había convertido la ciudad de la que dicen, orgullosos, que fue el manantial en el que nació la revolución libia.

Más de tres meses después del asalto a la misión de Estados Unidos, y con la investigación libia sobre el ataque que causó la muerte del embajador Christopher Stevens y otros tres estadounidenses prácticamente paralizada, Bengasi está tensa y agitada. Incluso en los barrios ricos, los disparos y las explosiones constituyen la banda sonora casi todas las noches. Muchos residentes tienen enorme cuidado de por dónde van después del anochecer. Los aviones no tripulados estadounidenses que dan vueltas por encima suscitan quejas amargas, además de algún intento ocasional de humor negro. "Ese es mi cuñado que me está vigilando”, dice un hombre entre risas mientras señalaba hacia el cielo.

Sin embargo, ese tono ligero desaparece al abordar el denso entramado de problemas de seguridad que padece Bengasi: las milicias descontroladas, los asesinatos frecuentes de figuras y un ambiente político tirante y que se vuelve aún más peligroso por la facilidad de obtener armas. "Creo que las condiciones de seguridad están empeorando después del ataque contra el consulado”, dice Wanis al Sharif, máximo responsable del Ministerio del Interior en la parte oriental de Libia. Los motivos dependen de a quién se le pregunte.

Un blanco popular entre algunos es Ansar al Sharia, la facción islamista radical que ha rechazado las acusaciones de haber participado en el ataque al consulado estadounidense. "La gente de Ansar quiere matar a todo el mundo que se opone a su ideología y a cualquiera que tenía algo que ver con Gadafi”, dice un residente de Bengasi mientras discute con un amigo quién puede haber sido responsable del asalto a la comisaría de policía el pasado fin de semana. Su acompañante no está de acuerdo: "No, no, fueron los azlaa m (los leales a Gadafi). Quieren destruir la reputación de los islamistas y sembrar el caos”. No debe extrañar, quizás, que este sentimiento se repita en muchos de los antiguos rebeldes –islamistas y de otras tendencias– que siguen denominándose a sí mismos thuwar, revolucionarios. 14 meses después de la muerte de Muamar Gadafi, Bengasi se encuentra dividida en todas direcciones. No solo existen tensiones entre unas poderosas milicias que se enorgullecen de sus credenciales revolucionarias y los restos del antiguo orden –a los que se califica con el apodo peyorativo de taheleb, que en árabe quiere decir algas, en referencia a la bandera verde de la época de Gadafi–, sino que las divisiones entre islamistas y no islamistas y entre partidarios y oponentes del incipiente movimiento federalista de la región también amenazan con desgarrar la ciudad.

A menudo se superponen estas dinámicas, pero las tensiones más graves son las derivadas de la animosidad entre los funcionarios de seguridad que sirvieron en el antiguo régimen y los salidos de las filas de los thuwar, que experimentaron su brutalidad en persona. La constelación de milicias de tendencia islamista que existe en el este de Libia, varias de las cuales dependen en teoría de la autoridad del Gobierno, incluye a jefes y combatientes de a pie pertenecientes a todo el espectro ideológico. Hay miembros de los Hermanos Musulmanes, salafistas, e incluso un puñado de radicales seguidores de la ideología takfiri, que aprueban matar a musulmanes si se considera que no son suficientemente devotos.

Ahora bien, lo que tienen en común muchos de esos milicianos de Bengasi es la experiencia de haber sufrido las prisiones de Gadafi, en particular Abu Salim, la tristemente famosa cárcel de Trípoli en la que se encerraba a los disidentes políticos, en su mayoría islamistas, antes de la revolución.

"Creo que detrás de estas muertes están sobre todo los islamistas, porque las personas a las que han matado, en general, eran miembros de las fuerzas de seguridad nacional mientras los islamistas estaban en prisión y sufrían torturas”, dice Wanis al Sharif, el funcionario del Ministerio del Interior. "Ahora que los islamistas están fuera, están llevando a cabo estos ataques para vengarse”.

Otros, sin embargo, opinan que esto es más que una vulgar venganza. Creen que la violencia forma parte de una lucha más fundamental por el alma de Libia mientras el país intenta reconstruirse después de Gadafi. Es una batalla ideológica, además de muchas otras cosas: las conversaciones con la gente del entorno islamista de Bengasi acaban siempre refiriéndose a la redacción de la constitución del país, un proceso que debe comenzar el año que viene. "Muchos de estos thuwar siguen desconfiando del Gobierno. Están esperando a tener la constitución. Para ellos es muy importante”, dice Jamal Benour, un juez que trabaja como coordinador judicial para Bengasi.

La mayoría de los libios están de acuerdo en que la sharia debe ser un referente fundamental de la legislación, pero los religiosos más inflexibles, que en muchos casos están armados, van más allá e insisten en que debe ser la única fuente de la que emanen las leyes. Por ejemplo, un vídeo colgado hace poco en YouTube muestra a un predicador en Bengasi denunciando al nuevo Gobierno por ser de tendencia laica y diciendo a los antiguos combatientes revolucionarios que conserven sus armas hasta que la sharia esté implantada.

Pero son precisamente esas armas –junto con los hombres que se aferran a ellas– las que llevaron a Bengasi al borde del abismo hace tres meses. Después del ataque al consulado estadounidense, decenas de miles de personas salieron a la calle para protestar no solo contra el asalto sino también contra la existencia de unas milicias rebeldes que, en opinión de muchos, se han acostumbrado demasiado al poder que otorga tener un arma. Esa misma noche fueron atacados los recintos de tres brigadas islamistas –17 de febrero, Ansar al Sharia y Rafallah al Sahati–, y en esta última base hubo choques violentos.

Los milicianos, por su parte, están aún resentidos por las supuestas manifestaciones con el lema de "Salvemos Bengasi”. "Fueron todas las fuerzas del mal –federalistas, azlaam y miembros corruptos de la policía y el Ejército–, que se unieron para aprovechar la tapadera de las manifestaciones y atacar a unas brigadas que lucharon por la revolución y ahora están bajo el control del Gobierno”, dice Wissam bin Hamid, de 35 años, uno de los jefes de un grupo de varias milicias oficialmente reconocido, denominado Escudo de Libia.

Hamid, que tenía un taller de automóviles antes de la revolución, insiste en que su propósito es acabar volviendo a su vida de antes. Pero por ahora, explica, las fuerzas como la suya ayudan a cubrir un vacío de seguridad. Su milicia ayudó a garantizar el correcto desarrollo de las elecciones en Bengasi, dice, y sus hombres escoltaron a funcionarios estadounidenses y les ayudaron a abandonar el recinto sitiado durante el ataque del 11 de septiembre. Más tarde, se encargaron de la seguridad de un equipo norteamericano de investigadores que visitó Bengasi.

"Todos dicen que quieren una policía y un ejército, incluso nosotros mismos [los viejos combatientes revolucionarios] los queremos. Yo los quiero. Pero no podremos volver a nuestras antiguas vidas mientras [la policía y el ejército] no puedan responsabilizarse de la seguridad”.

Parte de la incertidumbre que llena Bengasi se debe a que Ashour Shuwail sustituyó hace poco a Fawzi Abdelali como ministro del Interior libio. Muchos están esperando a ver qué cambios va a llevar a cabo Shuwail, cuya designación estuvo detenida al principio por la llamada Comisión de Integridad, un órgano encargado de estudiar a los candidatos en busca de vínculos con el antiguo régimen. Shuwail, que era jefe de la policía de Bengasi cuando comenzó la revolución, cuenta con muchos apoyos entre quienes desean que desaparezcan las milicias. "Ahora tenemos muchas esperanzas, desde que [Shuwail] es uno de nosotros”, dice un hombre que participó en la manifestación de "Salvemos Bengasi”.

Otros no están tan seguros. "No creo que Shuwail sea el hombre apropiado”, dice Wanis al Sharif sobre su nuevo jefe. "Los thuwar han proclamado abiertamente su antipatía hacia él, y no me parece saludable tener a alguien que no cuenta con el apoyo de todas las partes, sobre todo en estos momentos tan críticos… Pero tenemos grandes esperanzas sobre el programa que va a desarrollar para devolver la seguridad a las calles”.

El plan de Shuwail para mejorar la seguridad incluye aumentar la presencia policial en Bengasi y otras ciudades y trasladar todo el armamento pesado de las áreas urbanas a unas bases militares asignadas. Asimismo tiene pensado proponer una legislación que prohíba la venta y la posesión de armas, y que permita la entrega voluntaria de armas de fuego y la integración de milicianos en los ministerios de Defensa e Interior.

Sin embargo, mientras Shuwail y el Ministerio del Interior se disponen a imponer la ley y el orden, no se habla prácticamente nada de la investigación sobre el asalto contra el consulado estadounidense, que hasta ahora no ha dado ningún fruto. El informe independiente hecho público el martes por la Comisión de examen de responsabilidades ofrece el relato más detallado del ataque hasta el momento, pero las autoridades libias no han llevado a cabo ninguna detención en relación con el caso. Algunos señalan a Ahmad Abukhattallah, un jefe de milicia local que reconoció estar presente aquella noche, aunque niega haber intervenido en el ataque. Sin embargo, ni siquiera le han interrogado, según nos confirmó hace unos días.

Wanis al Sharif reconoce que la investigación parece haberse difuminado. Lo achaca al hecho de que Libia no tiene todavía unas fuerzas de seguridad como es debido, y mucho menos un sistema judicial en funcionamiento. "¿Qué se puede esperar de un país sin un departamento de investigaciones criminales?, dice. "Es casi imposible”.