Cómo perdió la izquierda el debate.

Uno podría pensar que una crisis provocada por un capitalismo voraz y descontrolado haría cambiar de opinión a unos cuantos sobre la naturaleza fundamental de la economía mundial.
Pues se equivocaría. Es verdad que hoy abunda el sentimiento anticapitalista en el mundo, sobre todo porque una crisis debida a los peores excesos del sistema sigue haciendo estragos en la economía mundial. De existir algo es, precisamente, una sobrecarga de críticas sobre los horrores del capitalismo: libros, investigaciones periodísticas y reportajes de televisión que nos hablan de empresas que contaminan sin piedad nuestro medio ambiente, banqueros corruptos que siguen cobrando primas sustanciosas mientras sus bancos son rescatados gracias al dinero de los contribuyentes y fábricas en las que hay niños trabajando horas sin fin.
Sin embargo, por terribles que sean los abusos o por mucho que sean indicativos de un fracaso más amplio, más estructural, esas críticas llegan solo hasta un límite. El objetivo es siempre democratizar el capitalismo para luchar contra los excesos y ampliar el control democrático de la economía mediante la presión de un mayor escrutinio por parte de los medios, investigaciones parlamentarias, leyes más estrictas e investigaciones policiales limpias. Lo que nunca se pone en tela de juicio es el estado legal burgués del que depende el capitalismo moderno y que sigue siendo la vaca sagrada que ni siquiera los críticos más radicales como los de Occupy Wall Street y el Foro Social Mundial se atreven a tocar.
No es extraño, pues, que las optimistas esperanzas izquierdistas de que la crisis iba a ser una experiencia aleccionadora -el despertar de un sueño- hayan demostrado tener una imprudente falta de visión de futuro. Es indudable que 2011 fue el año en el que soñamos peligrosamente, en el que renació la política radical de la emancipación en todo el mundo. Un año después, cada día aporta nuevas pruebas de lo frágil y desigual que fue ese despertar. El entusiasmo de la primavera árabe está atrapado entre compromisos y fundamentalismos religiosos; Occupy Wall Street ha perdido tanto impulso que cuando la policía de Nueva York limpió Zuccotti Park los miembros del movimiento casi se sintieron aliviados. Lo mismo sucede en otros países: los maoístas de Nepal parecen superados por las estrategias de las fuerzas monárquicas reaccionarias; el experimento bolivariano de Venezuela se parece cada vez más a un populismo caudillista; e incluso la señal más esperanzadora, el movimiento antiausteridad de Grecia, ha perdido fuerza tras la derrota electoral del partido de izquierdas Syriza.
Da la impresión de que la consecuencia política fundamental de la crisis económica no fue el ascenso de la izquierda radical, sino la extensión del populismo racista, más guerras, más pobreza en los países más pobres del Tercer Mundo y brechas cada vez más amplias entre ricos y pobres. Aunque las crisis sacuden a la gente, la sacan de su conformismo y le hacen replantearse el fundamento de su ...
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