Ya es hora de que el Gobierno y la oposición muestren signos de consenso.

 

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“Vota sí para el paraíso”. Eslóganes como este fueron repetidos hasta la saciedad en mezquitas y en medios de comunicación proislamistas durante los días previos al referendo de la nueva Constitución egipcia. La pretensión era recordar que lo que estaba en juego en las urnas los pasados 15 y 22 de diciembre no era sólo el apoyo a un texto legal, sino su deber y compromiso con el Islam. Tanto la Hermandad Musulmana, a la que pertenece el presidente Mohamed Morsi Isa al Ayyat, como el partido de orientación salafista El Nour, aunque con reticencias, han defendido el nuevo texto constitucional, que garantiza la igualdad y los derechos de todos los ciudadanos.

Por el contrario, los sectores opositores liberales, contrarios a la nueva Carta Magna, han denunciado que los islamistas intentan imponer una Constitución a su medida. El recién creado Frente de Salvación Nacional –organización que aglutina a una parte de la oposición y cuyo coordinador es Mohamed El Baradei, premio Nobel de la Paz en 2005– ha afirmado que el texto permite a las instituciones actuar de acuerdo a los intereses políticos e ideológicos de los islamistas; y además, cuestiona la necesaria separación democrática de los poderes del Estado.

Estos dos distintos enfoques demuestran la polarización que vive Egipto en la actualidad y que radica en el enfrentamiento irreconciliable entre dos concepciones de sociedad. Por un lado, aquellos que defienden que la Ley Islámica o sharia debe situarse, en mayor o menor medida, en el centro de la vida pública; y por otro, los que consideran que es necesario un proyecto terrenal que aborde los actuales problemas políticos, económicos y sociales de la ciudadanía.

La división social es evidente a la vista de los resultados del citado referendo constitucional. Aunque el 64% de los electores ratificaron el texto, hecho que ha sido calificado como “histórico” por los islamistas, únicamente el 33% del electorado acudió a votar. Todo ello a pesar de la indudable trascendencia de esta convocatoria para el futuro del país, y de los llamamientos a la participación por parte del Frente de Salvación Nacional. Este porcentaje es el menor de todos los sufragios realizados en Egipto tras la caída del presidente Mubarak; y es muy indicativo de la precaria estabilidad de la política egipcia.

En conclusión, casi dos años después de su inicio, la revolución egipcia ha entrado en una fase de gran volatilidad. Inestabilidad política y crisis económica constituyen una bomba de relojería que conviene desactivar cuanto antes.

Parece evidente que el prácticamente fallido proceso constituyente ha provocado que Egipto pierda una ocasión única para lograr la necesaria unidad de su pueblo, a través de un proyecto nacional común; y además ha generado una convulsa situación de inestabilidad política y social. Así, en un momento de transcendencia histórica para el país, son múltiples y urgentes las cuestiones que se hay que resolver a corto plazo en la compleja agenda política de Egipto. En particular, tres de ellas pueden determinar el futuro del país: la pugna gobierno-judicatura, el papel que llevarán a cabo las Fuerzas Armadas y la pavorosa situación económica.

Desde el punto de vista institucional, un aspecto crítico es el enfrentamiento de Morsi con el poder judicial. Como ya se ha mencionado, en junio, el Tribunal Constitucional disolvió la Cámara Baja –o Consejo de los Diputados– fallando en contra de la legalidad de la ley electoral utilizada en las últimas elecciones parlamentarias. En las próximas semanas se espera un fallo respecto a la Cámara Alta o Shura. Si el tribunal falla en contra de la legalidad de la Shura –lo cual parece más que probable, ya que la elección de sus miembros fue en virtud de la misma ley empleada para la Consejo de los Diputados–; Egipto entrará en un vacío institucional hasta las nuevas elecciones parlamentarias, previstas para finales de febrero de 2013, lo que incrementará, sin duda alguna, la inestabilidad social y política del país.

El segundo asunto prioritario es el papel que jugará el Ejército en el futuro Egipto. Aunque, Morsi retiró ciertos poderes al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (SCAF, en siglas en inglés) y cesó a su cúpula de mando en agosto de 2012; los militares siguen siendo la institución más poderosa del Estado. Desde aquella decisión presidencial, el Ejército ha permanecido en un aparente segundo plano y han buscado una postura política lo más independiente posible absteniéndose de intervenir de forma directa en el proceso de transición. El pasado 9 de diciembre, Morsi promulgó un decreto que autorizaba a las Fuerzas Armadas a proteger a las instituciones nacionales y los lugares de la votación del referendo constitucional. Los términos del decreto permitían a los militares, bajo la dirección del Ministro de Defensa, detener y juzgar a civiles con el código de justicia militar. Los opositores mantienen que estas son prácticas heredadas del régimen anterior y que, por lo tanto, son inaceptables. De cara al futuro próximo, lo más probable es que las Fuerzas Armadas se mantengan al margen de la confrontación política, a menos que la situación interna se descontrole. Hay que tener en cuenta que la nueva Constitución preserva casi intactos los privilegios del SCAF y en particular su autonomía, respecto al poder civil, en cuanto a la toma de decisiones y a la ejecución presupuestaria.

Pero es sin duda la crisis económica la que requiere de la máxima atención. Según el primer ministro Hisham Kandi, la economía egipcia se encuentra en “una difícil y frágil situación”. Con el valor de la libra en sus niveles más bajos desde hace ocho años, el mercado bursátil en caída libre, el aumento de la deuda externa, la reserva de divisas extranjera en un nivel crítico, y un descenso agudo de los ingresos provenientes del turismo, primera industria del país; el Gobierno ha decretado medidas de austeridad presupuestaria y ha solicitado un préstamo de 4.800 millones de dólares (unos 3.500 millones de euros) al Fondo Monetario Internacional. Este organismo, antes de extender el cheque, ha requerido "un amplio consenso" político y social en el país. Hay que tener en consideración que sólo las ayudas y donaciones entregadas por Qatar en los últimos meses –más de 7.000 millones de dólares–, han detenido el hundimiento de la economía egipcia.

En conclusión, casi dos años después de su inicio, la revolución egipcia ha entrado en una fase de gran volatilidad. Inestabilidad política y crisis económica constituyen una bomba de relojería que conviene desactivar cuanto antes. Es evidente que el proceso de redacción y aprobación de la nueva Constitución no ha hecho más que agravar el clima de enfrentamiento entre islamistas y oposición. Ante este convulso panorama, Morsi no debería perder el contacto con la calle, pues sería una gran equivocación menospreciar el grado de frustración de la ciudadanía, y además olvidarse de las prácticas del antiguo régimen que a la postre determinaron su caída.

Egipto necesita generar confianza, y no hay mejor manera que Gobierno y oposición se sienten a discutir sobre lo que conviene al conjunto de la sociedad. Por ello, es esencial que las dos partes muestren signos de consenso, pues sin él cualquier salida a la crisis será inútil. Quizás el gran reto del país es cómo finalizar de una vez la revolución y dar comienzo a la política.