Por qué 2012 será un año muy malo para ser disidente chino y qué puede hacer Estados Unidos al respecto.

PATRICK LIN/AFP/Getty Images

Hace poco que comenzó 2012, y ya es un año de pésimas perspectivas para la idea de que pueden existir críticas pacíficas en China. En enero, un tribunal en la ciudad de Wuhan, en el centro del país, condenó al escritor Li Tie a 10 años de cárcel por subversión del poder del Estado, y los fiscales de Hangzhou acusaron al poeta Zhu Yufu del mismo delito por un poema sobre la reforma política. El destacado disidente Yu Jie, que huyó de China en enero, explicó en una conferencia de prensa en Washington que unos policías en Pekín le habían golpeado durante horas y le habían quemado con cigarrillos. A finales de diciembre, un tribunal de Sichuán condenó al activista democrático Chen Wei a nueve años por subversión; unos días después, un tribunal en Ghizou condenó a Chen Xi, famoso por sus críticas al Gobierno, a 10 años por el mismo delito. Estas sentencias tan duras, pronunciadas contra personas que no habían hecho más que ejercer el derecho a la libertad de expresión garantizado en la Constitución, son una advertencia inequívoca a los detractores del Gobierno chino de que
deben guardar silencio.

El Partido Comunista, es decir, el Gobierno de China, ha ido endureciendo su trato a los disidentes durante los últimos años. El año pasado, ante el temor a una “revolución del jazmín” a imagen y semejanza de la primavera árabe, el Gobierno modificó su estrategia y pasó de detener a los críticos a hacerlos desaparecer. El artista de fama internacional Ai Weiwei fue detenido el 3 de abril y permaneció encerrado en un lugar secreto hasta el 22 de junio. En 2009, China condenó a Liu Xiaobo, uno de los principales autores del llamamiento democrático Carta 08, a 11 años de prisión. Cuando el comité del Nobel otorgó el Premio Nobel de la Paz a Liu en 2010, China emprendió una campaña de intimidación consistente en arrestar, encarcelar e intimidar a otros firmantes, además de someter a la esposa de Liu, a arresto domiciliario pese a carecer de base legal para hacerlo. El año 2009 fue también el de la dura represión del Gobierno contra los disturbios de Xinjiang y Tíbet. En contra de las afirmaciones del Comité Olímpico Internacional, cuyo presidente, Jacques Rogge, dijo que los Juegos Olímpicos de Pekín en 2008 mejorarían la situación de los derechos humanos en China, el legado parece ser más bien el fortalecimiento del aparato de seguridad, un inmenso proyecto de vigilancia y censura que se puso en marcha para acallar cualquier señal de protesta en la época de las olimpiadas y que hasta hoy todavía no ha remitido.

Pero 2012 va a ser peor. Ahora que el Partido Comunista Chino (PCC) se encamina formalmente hacia la transición organizada de su dirección, con el probable traspaso de poder de Hu Jintao a Xi Jinping, va a dar más importancia que nunca a mantener la fachada de ser una sociedad armoniosa. Al mismo tiempo, se enfrenta un malestar social sin precedentes y a las demandas de justicia social y responsabilidad que le llegan de todas las regiones y todos los grupos socioeconómicos. Dado que el PCC sigue siendo profundamente hostil a la libertad de expresión, y se niega a soltar los tentáculos con los que tiene sujeto el sistema legal, lo que le queda es una estrategia de “gestión social” que solo proporciona alivio en casos concretos y puede incluso suscitar más indignación.

A principios de diciembre de 2011, los ciudadanos de la aldea pesquera de Wukan, hartos de los funcionarios locales del PCC y su obcecación a propósito de unas ventas de terrenos de dudosa legalidad, iniciaron unas protestas. El curioso resultado fue que las autoridades huyeron y el pueblo de Wukan se gobernó a sí mismo durante dos semanas. Con la reputación del secretario del partido en Guangdong, Wang Yang, en juego, y dada la amplia cobertura informativa en los medios de comunicación tanto nacionales como internacionales, el Gobierno local envió unos mediadores, prometió investigar la posibilidad de devolver parte de las tierras a los habitantes de la aldea y nombró al líder de la protesta para el cargo de secretario del partido en el pueblo.

Pese a ello, desde entonces, no ha habido casi ningún progreso en la disputa de tierras. Y existe un problema aún mayor, que es el del fracaso total de la investigación sobre la muerte de uno de los líderes de la aldea, ocurrida en circunstancias sospechosas cuando estaba detenido. Aunque Wukan ha obtenido algunas mejoras, incluida la celebración de unas elecciones, pueden ser unas mejoras incompletas y reversibles. La reacción del Estado ante el incidente muestra escasos indicios de que ahora esté más dispuesto a discutir las críticas de forma sistemática.

El sistema legal de China parece interpretar y hacer respetar la ley, pero la realidad es que los tribunales, los jueces y los abogados responden a los dictados del PCC. Para entender cómo es posible que haya un número cada vez mayor de imputaciones por “poner en peligro la seguridad de Estado” cuando existe una ausencia de amenazas armadas y organizadas contra el Estado chino, resulta útil tratar de comprender la interpretación que hace el Gobierno de lo que constituye una amenaza. El poeta Zhu Yufu fue condenado a 10 años de prisión acusado de subversión, en parte por haber escrito: “¡Ha llegado la hora, pueblo de China! Ha llegado la hora… La plaza nos pertenece a todos; nuestros pies son nuestros… Ha llegado la hora de que usemos los pies para ir a la plaza y tomar partido… Debemos tomar partido para decidir el futuro de China”. En una época de riqueza y poder sin precedentes, es significativo que el Gobierno considere tan amenazadoras esas palabras.

Los pocos abogados chinos que están intentando convertir el imperio de la ley en realidad han sido objeto de medidas represivas por tratar de defender casos relacionados con la libertad de expresión. Al menos seis desaparecieron en 2011, para luego ser puestos en libertad. También es inquietante el hecho de que el Gobierno chino –que recibe desde hace tiempo un volumen considerable de ayuda internacional para fomentar la implantación del imperio de la ley— haya dado pasos hacia la legalización de las desapariciones. Si se aprueban las revisiones del Código Penal previstas en marzo de 2012, la policía tendrá derecho a mantener detenidos hasta seis meses, en el lugar que ellos decidan, a los sospechosos en supuestos casos de “terrorismo” o “seguridad nacional”, unas designaciones extraordinariamente vagas que se han utilizado con frecuencia contra opositores que ejercen una crítica pacífica.

Muchos creen que el Gobierno chino, lleno de dinero y muy seguro de sí mismo, es inmune a las críticas. Dirigentes de otros países (alrededor de una docena) que llevan a cabo diálogos periódicos sobre derechos humanos con Pekín, hacen públicas declaraciones de preocupación, se entrevistan con disidentes y hablan de este problema entre ellos. Pero, aunque está claro que el Gobierno chino detesta esos diálogos, en general ha aprendido a sortearlos sin pagar ningún precio por sus atropellos impenitentes. Es poco habitual que los Gobiernos occidentales impongan castigos a China. Por el contrario, buscan la cooperación de Pekín en gran cantidad de problemas diplomáticos, ambientales y de seguridad, para no hablar de las relaciones comerciales que benefician a las dos partes. Por consiguiente, no suelen ser demasiado propensos a promover de manera muy directa los derechos de los ciudadanos chinos.

En el último año, EE UU ha hecho duras declaraciones retóricas sobre el historial del Gobierno chino en materia de derechos humanos, pero no ha obligado públicamente a Pekín a pagar un precio por sus desmanes. Además, Washington carece de la coordinación necesaria para aprovechar a fondo las oportunidades de defender los derechos de los chinos. La libre circulación de información, un sistema legal eficaz e independiente y la capacidad de la gente de expresar pacíficamente sus críticas no son competencia exclusiva de las organizaciones de derechos humanos, sino que son realidades de importancia crucial en las relaciones económicas y de seguridad. Todos los miembros del Gobierno estadounidense podrían hablar de algún caso de derechos humanos cada vez que se reúnan con autoridades chinas, pero casi ninguno –con la excepción del ministro de Justicia, Eric Holder— lo ha hecho públicamente. Por tanto, ha llegado el momento de cambiar de táctica.

Estados Unidos y otros países deberían decir al régimen chino que no puede dictar con quién se entrevistan sus líderes. El presidente Barack Obama debe recibir en la Casa Blanca a activistas como Yu Jie o la dirigente uigur Rebiya Kadeer antes de la visita, en febrero, del que probablemente será el próximo presidente de China, Xi Jinping; de esa forma subrayará la importancia de la libertad de expresión y la disidencia civil responsable. Los gestos de ese tipo son los que dan sustancia a los compromisos retóricos de Washington con los derechos humanos.

Los Gobiernos deben encontrar, y utilizar, una voz firme sobre este tema. Varios funcionarios de al menos dos Estados de la Unión Europea estaban en Hangzhou cuando se anunció la sentencia del poeta Zhu Yufu. Nadie dijo una palabra en público, con lo que perdieron una oportunidad perfecta para poner de manifiesto el supuesto compromiso fundamental de estos países con los derechos humanos. Pero lo más importante, quizá, sea que los Gobiernos hagan de la defensa de la libertad de expresión en China un tema ineludible en todas las conversaciones públicas y privadas con las autoridades chinas. Con ello ofrecerán cierto grado de protección a los ciudadanos individuales y demostrarán que tienen una firmeza que a Pekín le resultará difícil ignorar.

En muchos países, las transiciones políticas implican innovación programática, un debate muy vivo y la competencia electoral en busca del voto popular. Es evidente que eso no va a ser lo que se produzca en China este año y algunas personas sufrirán terriblemente por el mero hecho de señalarlo. Los Gobiernos occidentales no deben contenerse, sino que tienen que hacerlo también. El no reconocer los esfuerzos de quienes luchan a diario para exigir al Gobierno chino que cumpla las leyes y para hacer valer sus derechos, solo sirve para que Pekín se sienta todavía más autorizado a actuar como quiere y con más impunidad. Ha sido un año muy largo para los disidentes en China, y no llevamos más que un mes. Vamos a no empeorarlo.

 

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