He aquí un país incapaz de legislar.

 

AFP/Getty Images

 

Entre 1947 y 1949, el Congreso estadounidense estaba controlado por el Partido Republicano. Los conservadores controlaban ambas cámaras, la Cámara de Representantes y el Senado. Por ello se opusieron a la gran mayoría de las leyes propuestas por el presidente demócrata Harry Truman, entre ellas las del Fair Deal progresista de su último año de mandato. Truman calificó entonces a los legisladores de do-nothing Congress, el Congreso inerte; el que no hace nada, que no legisla.

Más de seis décadas después, el término reaparece en tertulias y comentarios políticos, normalmente en boca de progresistas (liberals). Además de do-nothing Congress, lo califican como “el peor” de la Historia, o el “más perezoso”. Incluso algunos republicanos se han sumado a las críticas contra la actitud inmovilista del Capitolio. “Buenas o malas, lo cierto es que ninguna de las leyes que pasáis se va a convertir en Ley”, aseguró el periodista conservador de la cadena Fox News Chris Wallace al líder republicano Eric Cantor, “¿es esta la forma que tienen de pasar el tiempo, proponiendo leyes que no van a convertirse en ley?”

La sensación de que el Congreso de Estados Unidos es más un problema que una solución está calando en la población del país, más allá de orientaciones ideológicas. Sólo uno y medio de cada diez aprueba el trabajo de los legisladores, según Gallup. El 15% valora positivamente la labor de sus legisladores, lo que supone el mínimo histórico muy lejos del máximo de 56% justo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Esto supone, como ha destacado un senador demócrata, el mismo orden de popularidad que Gallup asigna a Paris Hilton, Hugo Chávez, y tan sólo el triple que a Fidel Castro.

Es cierto que, en general, el Capitolio no es una institución popular. En los 60, 80 y 90 oscilaba entre un 20% y un 40% de grado de aprobación. Pero la tendencia en la época reciente sólo muestra una dirección: hacia abajo. Si las cámaras superaban el 30% de aprobación cuando estaban controladas por los demócratas entre 2008 y 2010, desde entonces, cuando la Cámara de Representantes pasó a manos de los republicanos, su popularidad no ha dejado de caer hasta la cifra actual.

Hay muchos factores que explican esta visión descorazonadora de uno de los tres poderes del Estado. En 2011 el Capitolio (sede del Senado y de la Cámara de Representantes) dio un lamentable espectáculo mundial: mientras el GOP (el Viejo Gran Partido republicano) se peleaba internamente con los ultraconservadores del Tea Party, las negociaciones para elevar el techo de deuda de EE UU y evitar el impago se dilataron tanto que Wall Street se desplomó, la deuda del Tesoro perdió la triple A de calidad de la agencia de calificación de riesgo Standard and Poor’s y la economía se resintió de forma considerable. La repetición del guirigay con el llamado “precipicio fiscal” de finales de 2012 y el cierre de Gobierno de octubre de este año han hecho el resto. Es como si los legisladores estuvieran dispuestos suicidarse políticamente como colectivo.

Pero incluso dejando a un lado esos melodramas, hay un factor intrínseco que hace que el cariño por los trabajadores de Capitol Hill siga en caída libre: no han hecho prácticamente nada. Ni para quererles ni para odiarles. Prácticamente nada. Las leyes relevantes aprobadas por los legisladores se cuentan con los dedos de una mano. Algunas estándar (presupuestos y “apropiaciones” de los distintos ministerios), y siempre dando mucha pelea. Se han pasado más de tres años jugando al pimpón político: la Cámara de Representantes republicana propone una ley, se la manda al Senado que la vota en contra, y devuelve una versión progresista a los primeros, que la rechazan; y así sucesivamente.

Un ejemplo clamoroso ha sido el de las votaciones del GOP contra la Ley de Sanidad Asequible, el conocido como Obamacare. La cámara baja ha propuesto y votado en más de 40 ocasiones su derogación, y en otras tantas el Senado las ha rechazado. Nada ha cambiado entre cada una de esas votaciones: la composición de las cámaras era la misma, y no se había negociado entre bambalinas para conseguir votos del otro lado. Se trata más bien un deporte, una estrategia propagandística en el mejor de los casos: los conservadores mostraban así, hasta la saciedad, lo aberrante que les parecía la ley que habían prometido derribar.

El último Congreso, el número 113º inaugurado en enero de 2013, ha enviado al Presidente para firmar tan sólo 22 leyes hasta agosto, el menor número de toda la Historia.  El anterior, el 112º, recibió críticas y bromas continuadas por su pereza. Aprobó 220 leyes, el mínimo histórico desde que hay estadísticas, 100 menos que el anterior mínimo. Muchas eran para partirse de la risa: una ley (la de la Cámara de Representantes HR 2289) sirvió para nombrar un puente en St. Louis en honor al jugador de baseball Stan Musial. En otra (la HR 2383) se decidió nombrar a una parte de la ley fiscal Kay Bailey Hutchison. De hecho, el 20% de las leyes fueron para renombrar cosas. También se han modificado las especificaciones de contenido de oro y plata para las monedas que conmemoran el Hall de la Fama del Beisbol (HR 1071). Se especificó qué pasa si muere el jefe de finanzas de Washington DC (HR 1246). El Senado también ha hecho de las suyas: determinó que la Army Corps of Engineers ya no pueda prohibir pescar en parte del río Cumberland de Tennessee y Kentucky (S 982).

Para ser justo, algunas fueron más importantes. Se aprobaron algunos tratados comerciales (con Corea del Sur, Colombia o Panamá) y una ley de rebaja de impuestos para las clases medias. Pero se rechazaron tanto el gran plan para crear empleo de Barack Obama, la Ley para el Empleo en EE UU, como la Ley de Recorte, Límite y Equilibrio presupuestario con el que los republicanos pretendían reducir el déficit, recortando servicios públicos como la sanidad pública para mayores y pobres.

Por comparación, piénsese en el 110º Congreso. Desde 2007 a 2009, estaba dominado por los demócratas. En 2007 el presidente era republicano, así que la situación de enfrentamiento entre el legislativo y el ejecutivo era similar a la actual. Entonces se aprobaron 460 leyes, más del doble que el de 2010 a 2012.

Es cierto que menos leyes no tienen por qué significar peores leyes. Pero la realidad es que las aprobadas por este Congreso han tenido poca sustancia. Estados Unidos ha vivido esencialmente sin legislar durante los últimos tres años. Ningún avance en los grandes asuntos: impulso económico, inmigración, vivienda, control de armas, reforma de los impuestos, deuda, cambio climático, entre otros muchos. Compárese con el hiperactivo Capitolio de los dos años de dominancia demócrata, en el que se aprobaron la Ley de Recuperación y Reinversión Americana, un enorme estímulo económico; la Ley de Sanidad Asequible y el Acta Dodd-Frank, las mayores reformas del sistema sanitario y financiero en décadas, entre otras muchas.

En el fondo de todo está la disfuncionalidad intrínseca del sistema, que prima el control entre los distintos poderes sobre la efectividad legislativa. Pero, incluso teniendo en cuenta esa intención expresa de los Padres Fundadores, gran parte de lo que ocurre en Washington se debe a un cambio de la actitud de sus políticos. La polarización ha aumentado drásticamente. El 112º Congreso se considera el más polarizado de la Historia de EE UU, según una medida de la orientación ideológica de las votaciones realizada por VoteView.

Puede resultar lógico que un Capitol Hill republicano le haga la vida difícil a la Casa Blanca. Puede ser razonable que unas cámaras del mismo color político que el presidente legislen con contundencia, mientras que unas enfrentadas tiendan a frenar los avances que, por ideología, rechazan. Pero eso son las causas, la consecuencia no cambia: Estados Unidos está atravesando la peor marea económica de su Historia sin prácticamente apoyo legislativo.

 

Artículos relacionados