Desde hace décadas, el peso de América Latina en el mundo disminuye.
No es un gran centro económico ni una amenaza para la seguridad ni una bomba demográfica. Incluso sus tragedias quedan empequeñecidas al lado de las de África. La región no se levantará mientras no deje de buscar
fórmulas mágicas. Puede que no suene bien, pero la paciencia es el mayor déficit que sufre Latinoamérica.


Giro a la izquierda: muchos latinoamericanos, como estos bolivianos,
manifestándose por la nacionalización del gas, están girando hacia
causas populistas.

Latinoamérica se ha acostumbrado a ser tratada como el patio trasero de Estados Unidos. Fue, durante decenios, una región en la que el Gobierno estadounidense se inmiscuía en la política local, combatía a los comunistas y promovía sus intereses económicos. Por más que el resto del mundo no le prestara atención, Estados Unidos, de vez en cuando, sí lo hacía. Hasta que llegó el 11 de septiembre, cuando incluso Washington pareció desconectarse. Como es natural, la atención del mundo se centró casi exclusivamente en el terrorismo, las guerras de Afganistán, Irak y Líbano, y las ambiciones nucleares de Corea del Norte e Irán. Latinoamérica se convirtió en la Atlántida, el continente perdido. Casi de la noche a la mañana desapareció de los mapas de los inversores, de los militares, los diplomáticos y los periodistas.

América Latina no puede competir en el escenario mundial en ningún aspecto, ni siquiera como amenaza. En contraste con quienes se oponen a EE UU en otras zonas del mundo, los latinoamericanos no están dispuestos a morir en aras de sus odios políticos. Es una región sin armas nucleares. Su única arma de destrucción masiva es la cocaína. A diferencia de mercados emergentes como India y China, es un actor económico menor, cuyo peso está en descenso desde hace décadas. Es verdad que algunos países exportan petróleo y gas, pero Venezuela es el único que logra figurar entre los grandes del mercado energético mundial. Ni siquiera los desastres latinoamericanos parecen ya despertar las inquietudes del mundo. Argentina vivió una tremenda crisis financiera en 2001, y a nadie de fuera pareció importarle. Al contrario de lo que había sucedido en crisis anteriores, ningún gobierno ni institución financiera internacional acudió al rescate. Latinoamérica no tiene las hambrunas, los genocidios, la pandemia de VIH/sida, las quiebras totales de Estados que sufre África, no tiene tampoco estrellas de rock que suelan adoptar sus tragedias. Bono, Madonna y Angelina Jolie se preocupan por Botsuana, no por Brasil.

Sin embargo, así como los cinco años de guerra contra el terrorismo han proclamado la necesidad de enfrentarse a las amenazas allí donde se encuentren, también han puesto de relieve los peligros del abandono. Como ocurrió con Afganistán, América Latina es prueba de lo rápida y fácilmente que la Casa Blanca puede perder su influencia cuando se distrae con otras prioridades. En ambos lugares, el desinterés de los estadounidenses produjo un vacío que llenaron grupos y dirigentes políticos hostiles a Estados Unidos.

América Latina no puede competir en el escenario mundial en ningún aspecto, ni siquiera como amenaza

No, Latinoamérica no produce terroristas islámicos como hacía Afganistán en la época de los talibanes. El vacío de poder lo llena un grupo de líderes variados a los que suele agruparse bajo la enseña del populismo. En las pocas ocasiones en las que los países de la región ocupan las noticias internacionales, lo que provoca escándalo es la elección de algún dirigente presuntamente populista, antiamericano y enemigo del libre mercado. Ahora bien, los populistas no son un grupo monolítico. Algunos son más peligrosos para la estabilidad internacional de lo que se suele reconocer. Pero otros pueden tener la capacidad de trazar un rumbo nuevo y positivo para la región. Detrás del ascenso de estos nuevos dirigentes se encuentran varias tendencias que nutren las frustraciones sociales y políticas de los latinoamericanos.

EL GIRO A LA IZQUIERDA QUE NO FUE
Por desgracia, la falta de interés de Estados Unidos —y el resto del mundo— por Latinoamérica hace que, muchas veces, las fuerzas que impulsan los diversos movimientos políticos en la región se malinterpreten o se ignoren. Sin embargo, a la hora de la verdad, lo que en realidad importa no es lo que piense o haga el gigante del Norte, sino lo que piensen y hagan 500 millones de latinoamericanos. Y, en los últimos veinte años, las tremendas oscilaciones en su comportamiento político han creado un terreno movedizo que dificulta la construcción de las instituciones indispensables para el progreso económico o para combatir la pobreza. Hay salidas. Pero no tan rápidas como prometen demasiados políticos ni como exige una población impaciente.

En los 90, los políticos que ganaron elecciones en Latinoamérica lo hicieron con la promesa de reformas económicas inspiradas en las recetas del llamado Consenso de Washington y unos lazos más estrechos con Estados Unidos. El Área de Libre Comercio de las Américas ofrecía la esperanza de un mejor futuro económico para todos. Washington podía contar con sus vecinos del Sur como sólidos aliados internacionales. En el caso de Argentina, por ejemplo, los vínculos políticos y militares con Estados Unidos eran tan firmes que, en 1998, se invitó al país a formar parte de un pequeño grupo de "aliados militares fuera de la OTAN". Hoy, en cambio, el presidente Néstor Kirchner nutre su popularidad a base de ridiculizar y lanzar invectivas contra el "imperio" del Norte. Su principal aliado no es George W. Bush, sino el presidente venezolano, Hugo Chávez. Presentarse hoy como candidato a un cargo público en Latinoamérica con un programa que defienda la privatización y el libre comercio o presumiendo de contar con el apoyo del Gobierno de EE UU es un suicidio político. Denunciar la corrupción y las desigualdades engendradas por el capitalismo salvaje de los 90, prometer la ayuda a los pobres y la lucha contra los ricos, despreciar la política internacional de la superpotencia norteamericana y denunciar la globalización como un ardid de las élites es una plataforma política que ha adquirido gran fuerza en toda la región. En casi todos los países, estas ideas han ayudado a nuevos líderes políticos a reunir seguidores y, en los casos de Argentina, Bolivia, Venezuela y Nicaragua, incluso a obtener la presidencia. En casi todos los demás países, sobre todo en México, Perú y Ecuador, los partidarios de estas ideas gozan de amplio respaldo popular y constituyen un factor fundamental en la política nacional.

¿Qué es lo que ocurrió? Las primeras señales de alarma sonaron con la elección de Chávez en Venezuela en 1998 y, a continuación, las de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil (2002), Kirchner en Argentina (2003) y Tabaré Vázquez en Uruguay (2004). Todos ellos representaban a coaliciones de centro-izquierda y todos prometían reparar los excesos neoliberales de sus antecesores. También todos subrayaban la necesidad de reafirmar la independencia de sus naciones y limitar la influencia de la superpotencia.

Sin embargo, ninguno de estos nuevos presidentes ha cumplido verdaderamente las promesas más radicales de sus campañas, especialmente sus planes para deshacer las reformas económicas de los 90. En Brasil, Lula ha seguido una política económica ortodoxa, anclada en unos tipos de interés elevadísimos y el decidido fomento de las inversiones extranjeras. En Argentina, la única diferencia significativa con la ortodoxia económica de los 90 ha sido la adopción de controles de precios generalizados y una actitud despreciativa hacia las inversiones extranjeras.

En Venezuela, la retórica (y a veces los hechos) está más en consonancia con posturas ferozmente antiamericanas y contra la propiedad privada. Chávez denuncia sin cesar los acuerdos de libre comercio con Washington. Ha llegado a decir que "el capitalismo producirá la destrucción de la humanidad" y que Estados Unidos es "el diablo que representa el capitalismo". La posición de Chávez ignora la realidad de que, en la práctica, Venezuela tiene un acuerdo de libre comercio con el gigante del Norte. Estados Unidos es el principal mercado para el crudo venezolano. Es más, durante el mandato de Chávez, Venezuela se ha convertido en el mercado de más rápido crecimiento para los productos manufacturados estadounidenses. Y ni siquiera los diablos capitalistas que son objeto de las iras de Chávez están sufriendo tanto como podría esperarse. Como informaba Financial Times en agosto, "los banqueros, tradicionalmente, se enfrentan a pelotones de ejecución en los periodos revolucionarios. Pero en Venezuela están de celebración". Los bancos locales próximos al régimen están cosechando beneficios inmensos. Y los bancos extranjeros que sirven a los ricos vuelven de Caracas con largas listas de nuevos clientes, necesitados de una discreta "gestión de activos" en el extranjero.

Un mar de problemas: el presidente brasileño Lula es uno de los líderes cuyas elecciones han sido dirigidas por las frustraciones latinoamericanas.
Un mar de problemas: el presidente brasileño Lula es uno de los líderes cuyas elecciones han sido dirigidas por las frustraciones latinoamericanas.

 

Si bien varios de estos dirigentes populistas latinoamericanos, hasta ahora, no han conseguido llevar a cabo los cambios económicos radicales que habían prometido en la campaña, la distancia entre la retórica incendiaria y la práctica ha sido mucho menor en política exterior; sobre todo en el caso de Venezuela y sus relaciones con Estados Unidos. El presidente Chávez, seguramente el dirigente más estridentemente antiamericano del mundo, ha llamado al presidente George W. Bush, entre otras cosas, "asno", "borracho" y "asesino genocida". Ni siquiera Osama Bin Laden ha soltado tanto veneno. Chávez ha adoptado al líder cubano, Fidel Castro, como mentor y compañero de armas y, con ello, se ha convertido en el político más visible de la región desde Che Guevara. Como éste, Chávez parece muchas veces empeñado en desencadenar un enfrentamiento armado para impulsar su revolución; llama "hermano" a Sadam Husein y está dotando a sus nuevas milicias locales con 100.000 fusiles AK-47 para repeler la "inminente" invasión de los estadounidenses. Su activismo internacional le lleva con frecuencia a dar la vuelta al mundo. Este verano, en Damasco, Chávez y el presidente sirio Bachar al Asad emitieron una declaración conjunta en la que afirmaban que estaban "firmemente unidos contra la agresión imperialista y las intenciones hegemónicas del imperio de EE UU". Lo mismo hizo con el iraní Ahmadineyad.

Lo que más preocupa no es que Chávez esté creando estrechos lazos con los principales enemigos de Estados Unidos en todo el mundo, sino su intervención en la política interna de la región. No cabe duda de que su personaje y su mensaje resultan atractivos para grandes grupos de votantes en otros países. Los políticos latinoamericanos que le imitan y copian sus programas son cada vez más populares, y es difícil imaginar que Chávez no esté empleando toda su riqueza del petróleo para ayudar a sus aliados políticos en todas partes. La inquietud internacional sobre la tendencia actual en Latinoamérica alcanzó su máximo grado a finales de 2005, con 12 elecciones presidenciales previstas para los meses siguientes. En varios países —Bolivia, Costa Rica, Ecuador, México y Perú—, los candidatos de izquierdas que presentaban programas al estilo de Chávez tenían buenas posibilidades de ganar. Sin embargo, las expectativas no se cumplieron. Sólo en Bolivia y Nicaragua han ganado elecciones los aliados de Chávez. En Bolivia, Evo Morales, el líder de los cultivadores de coca, anunció que iba a ser "la peor pesadilla de Estados Unidos" y se apresuró a establecer una estrecha alianza con Venezuela y Cuba. Pero la elección de candidatos apoyados por Chávez no es la norma, sino la excepción. Curiosamente, presentar una candidatura basada en una identificación demasiado estricta con Chávez o su política se ha convertido en un beso de la muerte electoral. Sus promesas de ayuda económica si gana su candidato no han servido para compensar la enérgica reacción de los votantes contra el hecho de que un presidente extranjero trate de influir abiertamente en el resultado de unas elecciones nacionales.


Las izquierdas de América Latina

Los izquierdistas del subcontinente son todo, menos un bloque unido. Javier Corrales


Hombres del pueblo: los izquierdistas se agrupan juntos, pero representan a diferentes grupos.

Desde hace un lustro, los titulares procedentes de Latinoamérica hablan sin cesar del ascenso de la izquierda latina. Sin embargo, a medida que los izquierdistas han dejado las calles para entrar en el gobierno, en Bolivia, Brasil, Venezuela y otros países, la historia ha cambiado. La visión de una coalición de izquierda en las naciones latinas que se opusiera a Estados Unidos y a las reformas de libre mercado es una fantasía. Por el contrario, dentro de la izquierda han surgido intensas disputas mientras los movimientos de protesta tratan de gobernar. La izquierda latinoamericana incluye, en realidad, una gran variedad de movimientos que a menudo tienen objetivos contradictorios.

Los revolucionarios: son los viejos radicales, que no han cambiado mucho desde los 60. Comparten un romanticismo airado y una fuerte antipatía por los mercados y las instituciones. "¡Que se vayan todos!" es su lema, convertido en estribillo durante la Asamblea Constitucional de 1999 en Venezuela, la crisis financiera de 2001 en Argentina y las manifestaciones callejeras de 2003 en Bolivia.

Los proteccionistas: muchos empresarios y líderes sindicalistas en Latinoamérica apoyan los aranceles y la protección contra las importaciones de otros países. Están en sectores como el de los componentes de automoción, la industria del juguete y la textil. Perdieron mucho terreno con las reformas de los 90 y ahora están desesperados por recuperar las protecciones y subsidios. Su lema es "no al Área de Libre Comercio de las Américas".

Los hipernacionalistas: un grupo alarmado por la inesperada alianza de Latinoamérica con EE UU durante los 90 en la política comercial y del narcotráfico. Herederos de la mentalidad del Yankee Go Home, los hipernacionalistas están presentes en las universidades de la región y en sectores de los medios de comunicación, el Ejército y las clases medias. Critican la política exterior de Washington desde el 11-S, creen que sus esfuerzos en la lucha contra las drogas son más nocivos que beneficiosos y consideran que el Fondo Monetario Internacional (FMI) es un instrumento de la Casa Blanca. Lo irónico es que tampoco les gusta que haya cada vez más obstáculos en la obtención de un visado para visitar Estados Unidos y denuncian su política migratoria y el muro.

Los cruzados: son grupos cívicos vagamente organizados, como la Alianza Cívica en México, que desean mayor transparencia en el gobierno, más participación pública en las decisiones presupuestarias, menos corrupción y unos tribunales que funcionen de verdad. Los cruzados se fortalecieron en los 90 y oscilaron hacia la izquierda, pero tienen una base ideológica más débil que otros grupos.

Los grandes gastadores: son grupos entre los que están los sindicatos de la sanidad y la educación y contratistas de los gobiernos, que quieren que haya más inversiones en servicios sociales y proyectos del Estado como infraestructuras y energía. Los grandes gastadores están hartos de más de dos decenios de límites presupuestarios. No están intrínsecamente en contra del mercado, pero rechazan las estrictas políticas fiscales de los últimos veinte años, de las que responsabilizan al FMI.

Los igualitarios: un híbrido de los revolucionarios y los grandes gastadores. Los igualitarios defienden políticas redistributivas tajantes para ayudar a los pobres. Su lema es "por el bien de todos, primero los pobres", que fue el eslogan de la campaña presidencial de Andrés Manuel López Obrador en México. La lucha contra la desigualdad y exclusión es su lema.

Los multiculturalistas: quieren acabar con el sistema del apartheid étnico que predomina en algunas zonas de Latinoamérica, sobre todo en los Andes, donde los grupos étnicos que siempre han estado abandonados siguen careciendo de representación política. La victoria de Evo Morales en Bolivia –la primera vez que un candidato indígena llegaba a la presidencia– fue su momento culminante.

Los antimachistas: esta tendencia reciente comenzó a finales de los 80, con el intento de dar a las mujeres más poderes políticos y civiles. Ahora están empezando a estudiar cómo hacer que estas sociedades tan machistas sean más abiertas hacia los homosexuales. En cuanto a los esfuerzos para hacer que la sociedad latinoamericana sea menos machista, hacen falta decenios.

Los revolucionarios, los proteccionistas y, en cierta medida, los hipernacionalistas y los igualitarios son los enemigos más acérrimos de la modernización económica. Es difícil romper sus filas. Los otros grupos, en cambio, tienen unas lealtades más confusas y representan unas exigencias que pueden cumplirse al mismo tiempo que se llevan a cabo dichas reformas. Para mantenerse en el poder, la izquierda debe impedir que grupos como los igualitarios se separen del movimiento. Y eso significa que tendrá que crecer y madurar. Un movimiento de protesta puede enarbolar cualquier sentimiento de agravio. Un gobierno que quiera gobernar, no. A la hora de dirigir un país, la izquierda no podrá eludir el doloroso proceso de establecer prioridades. Y eso puede desembocar en la madurez política, pero las luchas internas también podrán llevar al desastre económico y político, como ocurrió en Ecuador con Lucio Gutiérrez, y en Argentina, con Fernando de la Rúa.

Los altos precios de las materias primas han mejorado la situación económica y han hecho que sea más fácil gobernar, pero a las coaliciones de izquierda les llegará la hora de la verdad. Será fundamental alcanzar compromisos con las fuerzas del mercado y las distintas corrientes izquierdistas. Donde más lejos han llegado los radicales es en Venezuela, y eso ha producido un grado de polarización que no se veía en la región desde que los sandinistas gobernaron Nicaragua en los 80. Ningún otro gobierno va a querer emprender esa ruta tan peligrosa.

Javier Corrales es profesor adjunto de Ciencia Política en el Amherst College (EE UU).

 

Sin embargo, la derrota electoral de los candidatos con programas que se consideran demasiado radicales o demasiado cercanos a Chávez no significa que las ideas que representan carezcan de atractivo. Los votantes latinoamericanos están hartos, impacientes y deseosos de votar por políticos nuevos que ofrezcan una ruptura con el pasado y prometan una forma de salir de la grave situación actual.

¿SI NO A LA IZQUIERDA, HACIA DÓNDE?
Desde finales de los 90, los sistemas políticos latinoamericanos se han visto sacudidos por gran variedad de frustraciones. Por eso es engañoso agrupar a todos los distintos tipos de descontentos bajo etiquetas generales de izquierdistas o populistas. En realidad, en la América Latina actual, algunas quejas son claramente contra el mercado, pero otras nacen de insatisfacciones causadas no por depender demasiado del mercado sino por una intervención excesiva de los gobiernos. Por ejemplo, acabar con la corrupción es una enérgica demanda política que no se va a satisfacer aumentando las actividades económicas controladas por un sector público ya agobiado y corrupto. Otras quejas son comunes a la extrema izquierda y la extrema derecha. Entre los nacionalistas económicos que miran con suspicacia las reformas para abrir los mercados, que permiten que los productos extranjeros entren y desplacen a los locales, figuran tanto grupos empresariales de derechas que se han beneficiado en exceso del proteccionismo como dirigentes sindicales de izquierdas que han visto cómo el número de afiliados disminuía a medida que cerraban las fábricas, incapaces de competir con las importaciones.

Las reacciones a estas demandas políticas también han sido variadas. Algunos dirigentes, como Chávez y Kirchner, se comportan de manera populista tradicional y recurren a un gasto público masivo y, a menudo, derrochador, a mantener los precios artificialmente bajos mediante controles oficiales o a echar la culpa de todo al sector privado para afianzar su popularidad. En cambio, muchos otros, como Lula en Brasil, Vicente Fox en México, Álvaro Uribe en Colombia y Ricardo Lagos en Chile han sido modelos de una forma más responsable de dirigir la economía y se han mostrado dispuestos a absorber los costes de unas medidas económicas impopulares pero necesarias.

Lo que comparten casi todos los países latinoamericanos son dos tendencias históricas que multiplican e intensifican los diversos motivos de queja que están brotando en toda la región: la prolongada mediocridad del comportamiento económico y la descomposición de las formas tradicionales de organización política, en especial los partidos políticos.

Latinoamérica ha padecido un crecimiento económico lento durante más de un cuarto de siglo. Los episodios de crecimiento rápido han sido breves y, con frecuencia, han desembocado en dolorosas quiebras financieras, con consecuencias devastadoras para los pobres y la clase media. El crecimiento económico de la región es más lento de lo que era en los años 60 y 70, peor que el de todos los demás mercados emergentes del mundo y mucho menor del que necesita la región para elevar el miserable nivel de vida de la mayor parte de la población. Esta desilusión económica es cada vez más inaceptable para los votantes, que han oído muchas promesas y han obtenido poco, y que están mejor informados que nunca sobre el nivel de vida de otros, tanto en sus países como en el extranjero. Los latinoamericanos están hartos. Como es natural, las frustraciones provocadas por la enorme diferencia entre las expectativas y la realidad y entre el nivel de vida de los pocos que tienen mucho y los muchos que no tienen casi nada constituyen un terreno abonado para la política de protestas callejeras que tanto dificulta la labor de gobierno. Como es inevitable, los partidos políticos, sobre todo los que están en el poder, han sufrido enormes pérdidas de lealtad, credibilidad y legitimidad. Parte de ese desprestigio es merecido porque casi ningún partido político ha sabido modernizar sus ideas ni sustituir a sus líderes ineficaces. La corrupción, el clientelismo y el uso de la política como vía rápida hacia el enriquecimiento personal también proliferan.

Sin embargo, también es cierto que gobernar en una región en la que las actitudes políticas de grandes sectores de la población están llenas de rabia, deseo de venganza e impaciencia, y en la que la maquinaria del sector público, muchas veces, está rota, es una tarea condenada al fracaso. Como se trata de una región rica en recursos, la explicación más corriente que se da de por qué hay tanta pobreza en medio de tanta riqueza es la corrupción. Si se acaba con la corrupción —dice esta teoría—, el nivel de vida de los pobres mejorará más o menos de manera automática. Esta hipótesis, por supuesto, ignora el hecho de que la prosperidad de un país depende más de tener instituciones públicas competentes, el imperio de la ley y un buen nivel de educación que de la riqueza en materias primas exportables.

Además, aunque la presencia y las consecuencias destructoras de la corrupción son indudables, la verdad es que la pobreza en Latinoamérica se debe tanto o más a la incapacidad de la región para encontrar formas de competir con más eficacia en una economía globalizada que al latrocinio generalizado de quienes ocupan el poder. No se puede decir que China, India o las economías del sureste asiático de rápido crecimiento sean mucho menos corruptas que Latinoamérica. Y, sin embargo, sus índices de crecimiento y su capacidad de sacar a la población de la pobreza son mejores que los latinoamericanos. ¿Por qué? La verdad es que la democracia y el activismo político de esta región hacen que sus salarios sean demasiado altos para competir con los de las economías asiáticas. Sus mediocres sistemas educativos y su escaso nivel de desarrollo tecnológico hacen que no pueda competir en la mayoría de los mercados internacionales, en los que el éxito se basa en la preparación y la innovación.

Con unos salarios elevados y un mal nivel tecnológico, a Latinoamérica le es difícil incorporarse a una economía mundial hipercompetitiva. Es un dato que llama menos la atención que otros más urgentes, visibles o políticamente populares. Pero muchos de esos problemas —desempleo, pobreza, lento crecimiento económico— no son más que manifestaciones de unas economías nacionales mal preparadas para prosperar en las condiciones del mundo actual.

Como todos los problemas fundamentales del desarrollo, las deficiencias competitivas de Latinoamérica no pueden reducirse con sencillez ni rápidamente. Las razones concretas de que un país esté en situación de desventaja en la economía mundial varían. Para solucionarlas es preciso un esfuerzo simultáneo de múltiples actores, en muchos frentes y durante un largo periodo. Y ahí reside la dificultad principal con la que topan todos los intentos de crear un cambio positivo y sostenido en Latinoamérica: hace falta más tiempo del que los votantes, los políticos, los inversores, los activistas sociales y los periodistas están dispuestos a esperar antes de probar con otra idea o con otro político.

El mayor déficit de América Latina es la paciencia, y el progreso a gran escala exige años de esfuerzos

El déficit más importante de Latinoamérica es la paciencia. Mientras todos los actores influyentes no se vuelvan más pacientes, los intentos seguirán fracasando antes de ponerlos verdaderamente a prueba. Los inversores seguirán ignorando proyectos sensatos pero que no ofrezcan un rendimiento inmediato, los gobiernos escogerán sólo políticas capaces de generar resultados rápidos y visibles aunque sean insostenibles o sobre todo cosméticos, y los votantes seguirán deshaciéndose de los dirigentes que no ofrezcan resultados a la velocidad deseada. Mitigar la impaciencia es imposible si no se alivian las necesidades más inmediatas y urgentes de Latinoamérica. Pero es un error creer que sólo puede haber mejoras sostenibles como consecuencia de unas medidas radicales de emergencia. El progreso social a gran escala exige años de esfuerzos constantes que no se interrumpan prematuramente para sustituirlos por una solución nueva y de big bang. El progreso continuo necesita la estabilidad que da el consenso sobre una serie de objetivos e ideas esenciales entre los principales actores políticos. En otros tiempos, esa paciencia llegaba impuesta a la población de forma implacable por un gobierno militar o impulsada por la adopción de una ideología similar común a varios grupos sociales influyentes. Ambos métodos son problemáticos y no son viables a largo plazo.

Por consiguiente, en vez de buscar el consenso ideológico o imponer la hegemonía ideológica, los latinoamericanos deben partir de lo que ya existe y parece funcionar, en vez de despreciarlo sólo porque sus defensores son adversarios políticos. Sólo los líderes y organizaciones capaces de superar las divisiones ideológicas para combinar distintos puntos de vista podrán resolver los problemas históricos de Latinoamérica. Y hay que darles tiempo.

 

¿Algo más?
Si los lectores quieren leer más textos de Moisés Naím sobre la política y la economía latinoamericanas, pueden acudir, entre otros, a ‘Latin America: Post Adjustment Blues’ (FP, otoño 1993) y ‘The Second Stage of Reform’ (Journal of Democracy, octubre 1994) o Paper Tigers & Minotaurs: The Politics of Venezuela’s Economic Reforms (Carnegie Endowment for International Peace, Washington, 1993). En Missing Links, su columna en la edición estadounidense de FP, Naím ha abordado problemas endémicos de Latinoamérica. Los artículos están disponibles en www.foreignpolicy.com y, además, todos aquellos interesados en conocer más detalles sobre su obra pueden consultar su página web: www.moisesnaim.com. En Hugo Boss ( FP Edición Española , febrero/marzo 2006), Javier Corrales examina de qué forma ha amasado Hugo Chávez el poder bajo la tapadera de la democracia.

 

 

Desde hace décadas, el peso de América Latina en el mundo disminuye.
No es un gran centro económico ni una amenaza para la seguridad ni una bomba demográfica. Incluso sus tragedias quedan empequeñecidas al lado de las de África. La región no se levantará mientras no deje de buscar
fórmulas mágicas. Puede que no suene bien, pero la paciencia es el mayor déficit que sufre Latinoamérica.
Moisés Naím


Giro a la izquierda: muchos latinoamericanos, como estos bolivianos,
manifestándose por la nacionalización del gas, están girando hacia
causas populistas.

Latinoamérica se ha acostumbrado a ser tratada como el patio trasero de Estados Unidos. Fue, durante decenios, una región en la que el Gobierno estadounidense se inmiscuía en la política local, combatía a los comunistas y promovía sus intereses económicos. Por más que el resto del mundo no le prestara atención, Estados Unidos, de vez en cuando, sí lo hacía. Hasta que llegó el 11 de septiembre, cuando incluso Washington pareció desconectarse. Como es natural, la atención del mundo se centró casi exclusivamente en el terrorismo, las guerras de Afganistán, Irak y Líbano, y las ambiciones nucleares de Corea del Norte e Irán. Latinoamérica se convirtió en la Atlántida, el continente perdido. Casi de la noche a la mañana desapareció de los mapas de los inversores, de los militares, los diplomáticos y los periodistas.

América Latina no puede competir en el escenario mundial en ningún aspecto, ni siquiera como amenaza. En contraste con quienes se oponen a EE UU en otras zonas del mundo, los latinoamericanos no están dispuestos a morir en aras de sus odios políticos. Es una región sin armas nucleares. Su única arma de destrucción masiva es la cocaína. A diferencia de mercados emergentes como India y China, es un actor económico menor, cuyo peso está en descenso desde hace décadas. Es verdad que algunos países exportan petróleo y gas, pero Venezuela es el único que logra figurar entre los grandes del mercado energético mundial. Ni siquiera los desastres latinoamericanos parecen ya despertar las inquietudes del mundo. Argentina vivió una tremenda crisis financiera en 2001, y a nadie de fuera pareció importarle. Al contrario de lo que había sucedido en crisis anteriores, ningún gobierno ni institución financiera internacional acudió al rescate. Latinoamérica no tiene las hambrunas, los genocidios, la pandemia de VIH/sida, las quiebras totales de Estados que sufre África, no tiene tampoco estrellas de rock que suelan adoptar sus tragedias. Bono, Madonna y Angelina Jolie se preocupan por Botsuana, no por Brasil.

Sin embargo, así como los cinco años de guerra contra el terrorismo han proclamado la necesidad de enfrentarse a las amenazas allí donde se encuentren, también han puesto de relieve los peligros del abandono. Como ocurrió con Afganistán, América Latina es prueba de lo rápida y fácilmente que la Casa Blanca puede perder su influencia cuando se distrae con otras prioridades. En ambos lugares, el desinterés de los estadounidenses produjo un vacío que llenaron grupos y dirigentes políticos hostiles a Estados Unidos.

América Latina no puede competir en el escenario mundial en ningún aspecto, ni siquiera como amenaza

No, Latinoamérica no produce terroristas islámicos como hacía Afganistán en la época de los talibanes. El vacío de poder lo llena un grupo de líderes variados a los que suele agruparse bajo la enseña del populismo. En las pocas ocasiones en las que los países de la región ocupan las noticias internacionales, lo que provoca escándalo es la elección de algún dirigente presuntamente populista, antiamericano y enemigo del libre mercado. Ahora bien, los populistas no son un grupo monolítico. Algunos son más peligrosos para la estabilidad internacional de lo que se suele reconocer. Pero otros pueden tener la capacidad de trazar un rumbo nuevo y positivo para la región. Detrás del ascenso de estos nuevos dirigentes se encuentran varias tendencias que nutren las frustraciones sociales y políticas de los latinoamericanos.

EL GIRO A LA IZQUIERDA QUE NO FUE
Por desgracia, la falta de interés de Estados Unidos —y el resto del mundo— por Latinoamérica hace que, muchas veces, las fuerzas que impulsan los diversos movimientos políticos en la región se malinterpreten o se ignoren. Sin embargo, a la hora de la verdad, lo que en realidad importa no es lo que piense o haga el gigante del Norte, sino lo que piensen y hagan 500 millones de latinoamericanos. Y, en los últimos veinte años, las tremendas oscilaciones en su comportamiento político han creado un terreno movedizo que dificulta la construcción de las instituciones indispensables para el progreso económico o para combatir la pobreza. Hay salidas. Pero no tan rápidas como prometen demasiados políticos ni como exige una población impaciente.

En los 90, los políticos que ganaron elecciones en Latinoamérica lo hicieron con la promesa de reformas económicas inspiradas en las recetas del llamado Consenso de Washington y unos lazos más estrechos con Estados Unidos. El Área de Libre Comercio de las Américas ofrecía la esperanza de un mejor futuro económico para todos. Washington podía contar con sus vecinos del Sur como sólidos aliados internacionales. En el caso de Argentina, por ejemplo, los vínculos políticos y militares con Estados Unidos eran tan firmes que, en 1998, se invitó al país a formar parte de un pequeño grupo de "aliados militares fuera de la OTAN". Hoy, en cambio, el presidente Néstor Kirchner nutre su popularidad a base de ridiculizar y lanzar invectivas contra el "imperio" del Norte. Su principal aliado no es George W. Bush, sino el presidente venezolano, Hugo Chávez. Presentarse hoy como candidato a un cargo público en Latinoamérica con un programa que defienda la privatización y el libre comercio o presumiendo de contar con el apoyo del Gobierno de EE UU es un suicidio político. Denunciar la corrupción y las desigualdades engendradas por el capitalismo salvaje de los 90, prometer la ayuda a los pobres y la lucha contra los ricos, despreciar la política internacional de la superpotencia norteamericana y denunciar la globalización como un ardid de las élites es una plataforma política que ha adquirido gran fuerza en toda la región. En casi todos los países, estas ideas han ayudado a nuevos líderes políticos a reunir seguidores y, en los casos de Argentina, Bolivia, Venezuela y Nicaragua, incluso a obtener la presidencia. En casi todos los demás países, sobre todo en México, Perú y Ecuador, los partidarios de estas ideas gozan de amplio respaldo popular y constituyen un factor fundamental en la política nacional.

¿Qué es lo que ocurrió? Las primeras señales de alarma sonaron con la elección de Chávez en Venezuela en 1998 y, a continuación, las de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil (2002), Kirchner en Argentina (2003) y Tabaré Vázquez en Uruguay (2004). Todos ellos representaban a coaliciones de centro-izquierda y todos prometían reparar los excesos neoliberales de sus antecesores. También todos subrayaban la necesidad de reafirmar la independencia de sus naciones y limitar la influencia de la superpotencia.

Sin embargo, ninguno de estos nuevos presidentes ha cumplido verdaderamente las promesas más radicales de sus campañas, especialmente sus planes para deshacer las reformas económicas de los 90. En Brasil, Lula ha seguido una política económica ortodoxa, anclada en unos tipos de interés elevadísimos y el decidido fomento de las inversiones extranjeras. En Argentina, la única diferencia significativa con la ortodoxia económica de los 90 ha sido la adopción de controles de precios generalizados y una actitud despreciativa hacia las inversiones extranjeras.

En Venezuela, la retórica (y a veces los hechos) está más en consonancia con posturas ferozmente antiamericanas y contra la propiedad privada. Chávez denuncia sin cesar los acuerdos de libre comercio con Washington. Ha llegado a decir que "el capitalismo producirá la destrucción de la humanidad" y que Estados Unidos es "el diablo que representa el capitalismo". La posición de Chávez ignora la realidad de que, en la práctica, Venezuela tiene un acuerdo de libre comercio con el gigante del Norte. Estados Unidos es el principal mercado para el crudo venezolano. Es más, durante el mandato de Chávez, Venezuela se ha convertido en el mercado de más rápido crecimiento para los productos manufacturados estadounidenses. Y ni siquiera los diablos capitalistas que son objeto de las iras de Chávez están sufriendo tanto como podría esperarse. Como informaba Financial Times en agosto, "los banqueros, tradicionalmente, se enfrentan a pelotones de ejecución en los periodos revolucionarios. Pero en Venezuela están de celebración". Los bancos locales próximos al régimen están cosechando beneficios inmensos. Y los bancos extranjeros que sirven a los ricos vuelven de Caracas con largas listas de nuevos clientes, necesitados de una discreta "gestión de activos" en el extranjero.

Un mar de problemas: el presidente brasileño Lula es uno de los líderes cuyas elecciones han sido dirigidas por las frustraciones latinoamericanas.
Un mar de problemas: el presidente brasileño Lula es uno de los líderes cuyas elecciones han sido dirigidas por las frustraciones latinoamericanas.

 

Si bien varios de estos dirigentes populistas latinoamericanos, hasta ahora, no han conseguido llevar a cabo los cambios económicos radicales que habían prometido en la campaña, la distancia entre la retórica incendiaria y la práctica ha sido mucho menor en política exterior; sobre todo en el caso de Venezuela y sus relaciones con Estados Unidos. El presidente Chávez, seguramente el dirigente más estridentemente antiamericano del mundo, ha llamado al presidente George W. Bush, entre otras cosas, "asno", "borracho" y "asesino genocida". Ni siquiera Osama Bin Laden ha soltado tanto veneno. Chávez ha adoptado al líder cubano, Fidel Castro, como mentor y compañero de armas y, con ello, se ha convertido en el político más visible de la región desde Che Guevara. Como éste, Chávez parece muchas veces empeñado en desencadenar un enfrentamiento armado para impulsar su revolución; llama "hermano" a Sadam Husein y está dotando a sus nuevas milicias locales con 100.000 fusiles AK-47 para repeler la "inminente" invasión de los estadounidenses. Su activismo internacional le lleva con frecuencia a dar la vuelta al mundo. Este verano, en Damasco, Chávez y el presidente sirio Bachar al Asad emitieron una declaración conjunta en la que afirmaban que estaban "firmemente unidos contra la agresión imperialista y las intenciones hegemónicas del imperio de EE UU". Lo mismo hizo con el iraní Ahmadineyad.

Lo que más preocupa no es que Chávez esté creando estrechos lazos con los principales enemigos de Estados Unidos en todo el mundo, sino su intervención en la política interna de la región. No cabe duda de que su personaje y su mensaje resultan atractivos para grandes grupos de votantes en otros países. Los políticos latinoamericanos que le imitan y copian sus programas son cada vez más populares, y es difícil imaginar que Chávez no esté empleando toda su riqueza del petróleo para ayudar a sus aliados políticos en todas partes. La inquietud internacional sobre la tendencia actual en Latinoamérica alcanzó su máximo grado a finales de 2005, con 12 elecciones presidenciales previstas para los meses siguientes. En varios países —Bolivia, Costa Rica, Ecuador, México y Perú—, los candidatos de izquierdas que presentaban programas al estilo de Chávez tenían buenas posibilidades de ganar. Sin embargo, las expectativas no se cumplieron. Sólo en Bolivia y Nicaragua han ganado elecciones los aliados de Chávez. En Bolivia, Evo Morales, el líder de los cultivadores de coca, anunció que iba a ser "la peor pesadilla de Estados Unidos" y se apresuró a establecer una estrecha alianza con Venezuela y Cuba. Pero la elección de candidatos apoyados por Chávez no es la norma, sino la excepción. Curiosamente, presentar una candidatura basada en una identificación demasiado estricta con Chávez o su política se ha convertido en un beso de la muerte electoral. Sus promesas de ayuda económica si gana su candidato no han servido para compensar la enérgica reacción de los votantes contra el hecho de que un presidente extranjero trate de influir abiertamente en el resultado de unas elecciones nacionales.


Las izquierdas de América Latina

Los izquierdistas del subcontinente son todo, menos un bloque unido. Javier Corrales


Hombres del pueblo: los izquierdistas se agrupan juntos, pero representan a diferentes grupos.

Desde hace un lustro, los titulares procedentes de Latinoamérica hablan sin cesar del ascenso de la izquierda latina. Sin embargo, a medida que los izquierdistas han dejado las calles para entrar en el gobierno, en Bolivia, Brasil, Venezuela y otros países, la historia ha cambiado. La visión de una coalición de izquierda en las naciones latinas que se opusiera a Estados Unidos y a las reformas de libre mercado es una fantasía. Por el contrario, dentro de la izquierda han surgido intensas disputas mientras los movimientos de protesta tratan de gobernar. La izquierda latinoamericana incluye, en realidad, una gran variedad de movimientos que a menudo tienen objetivos contradictorios.

Los revolucionarios: son los viejos radicales, que no han cambiado mucho desde los 60. Comparten un romanticismo airado y una fuerte antipatía por los mercados y las instituciones. "¡Que se vayan todos!" es su lema, convertido en estribillo durante la Asamblea Constitucional de 1999 en Venezuela, la crisis financiera de 2001 en Argentina y las manifestaciones callejeras de 2003 en Bolivia.

Los proteccionistas: muchos empresarios y líderes sindicalistas en Latinoamérica apoyan los aranceles y la protección contra las importaciones de otros países. Están en sectores como el de los componentes de automoción, la industria del juguete y la textil. Perdieron mucho terreno con las reformas de los 90 y ahora están desesperados por recuperar las protecciones y subsidios. Su lema es "no al Área de Libre Comercio de las Américas".

Los hipernacionalistas: un grupo alarmado por la inesperada alianza de Latinoamérica con EE UU durante los 90 en la política comercial y del narcotráfico. Herederos de la mentalidad del Yankee Go Home, los hipernacionalistas están presentes en las universidades de la región y en sectores de los medios de comunicación, el Ejército y las clases medias. Critican la política exterior de Washington desde el 11-S, creen que sus esfuerzos en la lucha contra las drogas son más nocivos que beneficiosos y consideran que el Fondo Monetario Internacional (FMI) es un instrumento de la Casa Blanca. Lo irónico es que tampoco les gusta que haya cada vez más obstáculos en la obtención de un visado para visitar Estados Unidos y denuncian su política migratoria y el muro.

Los cruzados: son grupos cívicos vagamente organizados, como la Alianza Cívica en México, que desean mayor transparencia en el gobierno, más participación pública en las decisiones presupuestarias, menos corrupción y unos tribunales que funcionen de verdad. Los cruzados se fortalecieron en los 90 y oscilaron hacia la izquierda, pero tienen una base ideológica más débil que otros grupos.

Los grandes gastadores: son grupos entre los que están los sindicatos de la sanidad y la educación y contratistas de los gobiernos, que quieren que haya más inversiones en servicios sociales y proyectos del Estado como infraestructuras y energía. Los grandes gastadores están hartos de más de dos decenios de límites presupuestarios. No están intrínsecamente en contra del mercado, pero rechazan las estrictas políticas fiscales de los últimos veinte años, de las que responsabilizan al FMI.

Los igualitarios: un híbrido de los revolucionarios y los grandes gastadores. Los igualitarios defienden políticas redistributivas tajantes para ayudar a los pobres. Su lema es "por el bien de todos, primero los pobres", que fue el eslogan de la campaña presidencial de Andrés Manuel López Obrador en México. La lucha contra la desigualdad y exclusión es su lema.

Los multiculturalistas: quieren acabar con el sistema del apartheid étnico que predomina en algunas zonas de Latinoamérica, sobre todo en los Andes, donde los grupos étnicos que siempre han estado abandonados siguen careciendo de representación política. La victoria de Evo Morales en Bolivia –la primera vez que un candidato indígena llegaba a la presidencia– fue su momento culminante.

Los antimachistas: esta tendencia reciente comenzó a finales de los 80, con el intento de dar a las mujeres más poderes políticos y civiles. Ahora están empezando a estudiar cómo hacer que estas sociedades tan machistas sean más abiertas hacia los homosexuales. En cuanto a los esfuerzos para hacer que la sociedad latinoamericana sea menos machista, hacen falta decenios.

Los revolucionarios, los proteccionistas y, en cierta medida, los hipernacionalistas y los igualitarios son los enemigos más acérrimos de la modernización económica. Es difícil romper sus filas. Los otros grupos, en cambio, tienen unas lealtades más confusas y representan unas exigencias que pueden cumplirse al mismo tiempo que se llevan a cabo dichas reformas. Para mantenerse en el poder, la izquierda debe impedir que grupos como los igualitarios se separen del movimiento. Y eso significa que tendrá que crecer y madurar. Un movimiento de protesta puede enarbolar cualquier sentimiento de agravio. Un gobierno que quiera gobernar, no. A la hora de dirigir un país, la izquierda no podrá eludir el doloroso proceso de establecer prioridades. Y eso puede desembocar en la madurez política, pero las luchas internas también podrán llevar al desastre económico y político, como ocurrió en Ecuador con Lucio Gutiérrez, y en Argentina, con Fernando de la Rúa.

Los altos precios de las materias primas han mejorado la situación económica y han hecho que sea más fácil gobernar, pero a las coaliciones de izquierda les llegará la hora de la verdad. Será fundamental alcanzar compromisos con las fuerzas del mercado y las distintas corrientes izquierdistas. Donde más lejos han llegado los radicales es en Venezuela, y eso ha producido un grado de polarización que no se veía en la región desde que los sandinistas gobernaron Nicaragua en los 80. Ningún otro gobierno va a querer emprender esa ruta tan peligrosa.

Javier Corrales es profesor adjunto de Ciencia Política en el Amherst College (EE UU).

 

Sin embargo, la derrota electoral de los candidatos con programas que se consideran demasiado radicales o demasiado cercanos a Chávez no significa que las ideas que representan carezcan de atractivo. Los votantes latinoamericanos están hartos, impacientes y deseosos de votar por políticos nuevos que ofrezcan una ruptura con el pasado y prometan una forma de salir de la grave situación actual.

¿SI NO A LA IZQUIERDA, HACIA DÓNDE?
Desde finales de los 90, los sistemas políticos latinoamericanos se han visto sacudidos por gran variedad de frustraciones. Por eso es engañoso agrupar a todos los distintos tipos de descontentos bajo etiquetas generales de izquierdistas o populistas. En realidad, en la América Latina actual, algunas quejas son claramente contra el mercado, pero otras nacen de insatisfacciones causadas no por depender demasiado del mercado sino por una intervención excesiva de los gobiernos. Por ejemplo, acabar con la corrupción es una enérgica demanda política que no se va a satisfacer aumentando las actividades económicas controladas por un sector público ya agobiado y corrupto. Otras quejas son comunes a la extrema izquierda y la extrema derecha. Entre los nacionalistas económicos que miran con suspicacia las reformas para abrir los mercados, que permiten que los productos extranjeros entren y desplacen a los locales, figuran tanto grupos empresariales de derechas que se han beneficiado en exceso del proteccionismo como dirigentes sindicales de izquierdas que han visto cómo el número de afiliados disminuía a medida que cerraban las fábricas, incapaces de competir con las importaciones.

Las reacciones a estas demandas políticas también han sido variadas. Algunos dirigentes, como Chávez y Kirchner, se comportan de manera populista tradicional y recurren a un gasto público masivo y, a menudo, derrochador, a mantener los precios artificialmente bajos mediante controles oficiales o a echar la culpa de todo al sector privado para afianzar su popularidad. En cambio, muchos otros, como Lula en Brasil, Vicente Fox en México, Álvaro Uribe en Colombia y Ricardo Lagos en Chile han sido modelos de una forma más responsable de dirigir la economía y se han mostrado dispuestos a absorber los costes de unas medidas económicas impopulares pero necesarias.

Lo que comparten casi todos los países latinoamericanos son dos tendencias históricas que multiplican e intensifican los diversos motivos de queja que están brotando en toda la región: la prolongada mediocridad del comportamiento económico y la descomposición de las formas tradicionales de organización política, en especial los partidos políticos.

Latinoamérica ha padecido un crecimiento económico lento durante más de un cuarto de siglo. Los episodios de crecimiento rápido han sido breves y, con frecuencia, han desembocado en dolorosas quiebras financieras, con consecuencias devastadoras para los pobres y la clase media. El crecimiento económico de la región es más lento de lo que era en los años 60 y 70, peor que el de todos los demás mercados emergentes del mundo y mucho menor del que necesita la región para elevar el miserable nivel de vida de la mayor parte de la población. Esta desilusión económica es cada vez más inaceptable para los votantes, que han oído muchas promesas y han obtenido poco, y que están mejor informados que nunca sobre el nivel de vida de otros, tanto en sus países como en el extranjero. Los latinoamericanos están hartos. Como es natural, las frustraciones provocadas por la enorme diferencia entre las expectativas y la realidad y entre el nivel de vida de los pocos que tienen mucho y los muchos que no tienen casi nada constituyen un terreno abonado para la política de protestas callejeras que tanto dificulta la labor de gobierno. Como es inevitable, los partidos políticos, sobre todo los que están en el poder, han sufrido enormes pérdidas de lealtad, credibilidad y legitimidad. Parte de ese desprestigio es merecido porque casi ningún partido político ha sabido modernizar sus ideas ni sustituir a sus líderes ineficaces. La corrupción, el clientelismo y el uso de la política como vía rápida hacia el enriquecimiento personal también proliferan.

Sin embargo, también es cierto que gobernar en una región en la que las actitudes políticas de grandes sectores de la población están llenas de rabia, deseo de venganza e impaciencia, y en la que la maquinaria del sector público, muchas veces, está rota, es una tarea condenada al fracaso. Como se trata de una región rica en recursos, la explicación más corriente que se da de por qué hay tanta pobreza en medio de tanta riqueza es la corrupción. Si se acaba con la corrupción —dice esta teoría—, el nivel de vida de los pobres mejorará más o menos de manera automática. Esta hipótesis, por supuesto, ignora el hecho de que la prosperidad de un país depende más de tener instituciones públicas competentes, el imperio de la ley y un buen nivel de educación que de la riqueza en materias primas exportables.

Además, aunque la presencia y las consecuencias destructoras de la corrupción son indudables, la verdad es que la pobreza en Latinoamérica se debe tanto o más a la incapacidad de la región para encontrar formas de competir con más eficacia en una economía globalizada que al latrocinio generalizado de quienes ocupan el poder. No se puede decir que China, India o las economías del sureste asiático de rápido crecimiento sean mucho menos corruptas que Latinoamérica. Y, sin embargo, sus índices de crecimiento y su capacidad de sacar a la población de la pobreza son mejores que los latinoamericanos. ¿Por qué? La verdad es que la democracia y el activismo político de esta región hacen que sus salarios sean demasiado altos para competir con los de las economías asiáticas. Sus mediocres sistemas educativos y su escaso nivel de desarrollo tecnológico hacen que no pueda competir en la mayoría de los mercados internacionales, en los que el éxito se basa en la preparación y la innovación.

Con unos salarios elevados y un mal nivel tecnológico, a Latinoamérica le es difícil incorporarse a una economía mundial hipercompetitiva. Es un dato que llama menos la atención que otros más urgentes, visibles o políticamente populares. Pero muchos de esos problemas —desempleo, pobreza, lento crecimiento económico— no son más que manifestaciones de unas economías nacionales mal preparadas para prosperar en las condiciones del mundo actual.

Como todos los problemas fundamentales del desarrollo, las deficiencias competitivas de Latinoamérica no pueden reducirse con sencillez ni rápidamente. Las razones concretas de que un país esté en situación de desventaja en la economía mundial varían. Para solucionarlas es preciso un esfuerzo simultáneo de múltiples actores, en muchos frentes y durante un largo periodo. Y ahí reside la dificultad principal con la que topan todos los intentos de crear un cambio positivo y sostenido en Latinoamérica: hace falta más tiempo del que los votantes, los políticos, los inversores, los activistas sociales y los periodistas están dispuestos a esperar antes de probar con otra idea o con otro político.

El mayor déficit de América Latina es la paciencia, y el progreso a gran escala exige años de esfuerzos

El déficit más importante de Latinoamérica es la paciencia. Mientras todos los actores influyentes no se vuelvan más pacientes, los intentos seguirán fracasando antes de ponerlos verdaderamente a prueba. Los inversores seguirán ignorando proyectos sensatos pero que no ofrezcan un rendimiento inmediato, los gobiernos escogerán sólo políticas capaces de generar resultados rápidos y visibles aunque sean insostenibles o sobre todo cosméticos, y los votantes seguirán deshaciéndose de los dirigentes que no ofrezcan resultados a la velocidad deseada. Mitigar la impaciencia es imposible si no se alivian las necesidades más inmediatas y urgentes de Latinoamérica. Pero es un error creer que sólo puede haber mejoras sostenibles como consecuencia de unas medidas radicales de emergencia. El progreso social a gran escala exige años de esfuerzos constantes que no se interrumpan prematuramente para sustituirlos por una solución nueva y de big bang. El progreso continuo necesita la estabilidad que da el consenso sobre una serie de objetivos e ideas esenciales entre los principales actores políticos. En otros tiempos, esa paciencia llegaba impuesta a la población de forma implacable por un gobierno militar o impulsada por la adopción de una ideología similar común a varios grupos sociales influyentes. Ambos métodos son problemáticos y no son viables a largo plazo.

Por consiguiente, en vez de buscar el consenso ideológico o imponer la hegemonía ideológica, los latinoamericanos deben partir de lo que ya existe y parece funcionar, en vez de despreciarlo sólo porque sus defensores son adversarios políticos. Sólo los líderes y organizaciones capaces de superar las divisiones ideológicas para combinar distintos puntos de vista podrán resolver los problemas históricos de Latinoamérica. Y hay que darles tiempo.

 

¿Algo más?
Si los lectores quieren leer más textos de Moisés Naím sobre la política y la economía latinoamericanas, pueden acudir, entre otros, a ‘Latin America: Post Adjustment Blues’ (FP, otoño 1993) y ‘The Second Stage of Reform’ (Journal of Democracy, octubre 1994) o Paper Tigers & Minotaurs: The Politics of Venezuela’s Economic Reforms (Carnegie Endowment for International Peace, Washington, 1993). En Missing Links, su columna en la edición estadounidense de FP, Naím ha abordado problemas endémicos de Latinoamérica. Los artículos están disponibles en www.foreignpolicy.com y, además, todos aquellos interesados en conocer más detalles sobre su obra pueden consultar su página web: www.moisesnaim.com. En Hugo Boss ( FP Edición Española , febrero/marzo 2006), Javier Corrales examina de qué forma ha amasado Hugo Chávez el poder bajo la tapadera de la democracia.

 

 

Moisés Naím es director de Foreign Policy en EE UU.