La integración europea marca la orientación de
las reformas
estatutarias y constitucional en España.

En el actual debate constitucional y estatutario se olvida una realidad básica:
España ya no es un Estado-nación. Desde 1986, es Estado miembro
de la Unión Europea y pertenece a una comunidad política más
amplia. Las reglas y las instituciones de Bruselas crean una disciplina jurídica
y económica sobre sus miembros y limitan y orientan no sólo lo
que pueden hacer en el día a día, sino también las reformas
de tipo constitucional que afecten a la estructura del Estado. La Unión
condiciona la capacidad de reinventarse de sus miembros. Nuestro país,
sin embargo, aborda la reforma del Estado como si la participación en
la construcción europea no condicionara los márgenes de maniobra
y, lo que es más importante, no ofreciera orientaciones de gran calado
para abordar esta empresa.

Más de la mitad del Derecho que se aplica hoy en España viene
directa o indirectamente de Bruselas. La integración europea modifica
el equilibrio de poderes interno previsto en la Constitución española,
la sede y la forma del ejercicio de los poderes del Estado, sus límites
y los controles sobre los gobernantes. Por ello, es difícil negar una
pérdida de soberanía del pueblo español, entendida como
la capacidad de gobernarse a sí mismo, lo que es, por otra parte, inherente
a todo proceso de integración en una unidad mayor.

En el caso de nuestro país, las comunidades autónomas han visto
cómo no pocas de sus competencias las ejercen con preferencia las instituciones
comunitarias (medio ambiente, consumidores, libertades económicas…),
mientras ellas se limitan a aplicar las normas europeas o, como mucho, a desarrollarlas.
Su capacidad de maniobra y representación en la Unión es, además,
muy limitada.

Pero al mismo tiempo que se ha europeizado, España es hoy, junto con
Bélgica, el país más descentralizado de la UE, hasta el
punto de que algunos analistas han señalado que la única manera
que tiene el Estado central de armonizar normas autonómicas es hacerlo
desde la Unión. Las 17 autonomías han comprobado que ahora Bruselas
es más un límite a las pretensiones de las regiones que una oportunidad
para debilitar al poder central.

Desde mediados de los 90, asistimos, en un buen número de Estados miembros,
a la movilización de algunas regiones para tener voz en Bruselas y fijar
límites a la actuación comunitaria. Los efectos de la centralización
de poder en el ámbito europeo se traducen en la pérdida efectiva
de competencias por parte de las regiones, y éstas se movilizan para
conservar lo que entienden que es suyo. Cuantas más cosas haga la UE
futura, más dificultad encontrará un Estado miembro para impedir
que algunos de sus territorios busquen tener más voz en ella. En el ámbito
de la UE, las regiones han encontrado voz no sólo en el limitado -y
meramente consultivo- Comité de las Regiones, sino a través
de su representación propia e informal ante Bruselas y mediante procedimientos
de formación de la voluntad estatal más perfeccionados. Pero
como más ganarían estas entidades sería con la limitación
de competencias comunitarias, de forma que éstas respeten las facultades
de las regiones, una asignatura pendiente de las reformas periódicas
de los tratados. Sin embargo, el no haber reformado con lucidez la Unión
Europea en los últimos años no debería conducir ahora
a transformar con agitación sus Estados miembros. El Gobierno de Zapatero
anunció a principios de legislatura una reforma de la Constitución
española que incluye un capítulo europeo. Sin esperar a esos
cambios, varios estatutos de autonomía han empezado a revisarse para
elevar su techo de competencias, mejorar su financiación y su presencia
en la Unión.

El actual debate sobre el ser de España pasa por pensar el deber ser
europeo de nuestro país como Estado miembro

El caso del proyecto de Estatuto, que el Parlamento catalán mandó a
las Cortes, es el más llamativo, porque reclama estos objetivos, pero,
sobre todo, propone un nuevo modo de entender su inserción en España
y en la Unión. En materia europea, Barcelona dispondría de un
veto unilateral sobre la política del Gobierno central en la UE en todo
lo que afectase a sus intereses, incluyendo la última palabra sobre
la reforma futura de los tratados continentales en las materias de competencia
exclusiva catalana. En el fondo, el proyecto trata de eliminar cualquier relación
con un poder vertical sustantivo por encima de Cataluña, salvo su inserción
en la Unión Europea a través de lo que sería sólo
la cáscara del Estado español. También se inscribe en
la Unión de modo voluntarista a través del proyecto de Estatuto,
que afirma en su artículo 3.2.: "Cataluña tiene en la UE
su espacio político y geográfico de referencia" e incorpora "los
valores, principios y obligaciones que se derivan del hecho de formar parte
de la misma". Así, apuesta por la aplicación continuada
en su territorio de los tratados europeos, un extremo importante para los políticos
que patrocinan el texto y que, lógicamente, no quieren que, en una evolución
futura, Cataluña se quedase fuera de la Unión.

Esta propuesta de descentralización radical puede acelerar una puja
al alza con otras comunidades autónomas. A la hora de formar la voluntad
estatal nos encontraríamos con la yuxtaposición de representaciones
políticas distintas y divididas, sin un Gobierno central o un Congreso
de los Diputados con peso propio. España como actor internacional y
europeo perdería influencia y tendría menor capacidad negociadora,
dada su mayor complejidad institucional. Mientras, hoy día, el contexto
europeo exige dar un papel muy importante al Ejecutivo en la gestión
de los asuntos europeos, que son casi todos ya domésticos, conforme
a tres principios de actuación comunes: el arbitraje y decisión última
en la formación de la voluntad estatal (posición) ante Bruselas,
la responsabilidad máxima para representar y negociar en el Consejo
de Ministros de la UE y la garantía del cumplimiento de las obligaciones
comunitarias, lo que lleva a la coordinación de actores infranacionales
y a la armonización de normas cuando sea necesario e incluso conveniente
para los intereses nacionales en la Unión. La situación actual
de la UE debería llevar a reforzar estos principios y, por tanto, fortalecer
el papel del Gobierno central. Nuestro país tiene muchas cosas que defender
con una sola voz en los próximos años.

La UE está orientada, como un sistema de pesos y contrapesos, a permitir
el pluralismo de lealtades, y no sólo la europea y la nacional, sino
también, por reflejo, la estatal y la regional. Pero Bruselas requiere
interlocutores autorizados y ágiles de cada Estado que negocien en nombre
de todos sus ciudadanos. Buena parte del contenido de las reformas en curso
en España deberían partir de su condición de Estado miembro
en esta complicada Unión. Al introducir estos argumentos europeos se
relativizan algunas de las dicotomías izquierda-derecha y centro-periferia.
El actual debate sobre el ser de España pasa por pensar el deber ser
europeo de nuestro país como Estado miembro.

La integración europea marca la orientación de
las reformas
estatutarias y constitucional en España.
José María de Areilza Carvajal

En el actual debate constitucional y estatutario se olvida una realidad básica:
España ya no es un Estado-nación. Desde 1986, es Estado miembro
de la Unión Europea y pertenece a una comunidad política más
amplia. Las reglas y las instituciones de Bruselas crean una disciplina jurídica
y económica sobre sus miembros y limitan y orientan no sólo lo
que pueden hacer en el día a día, sino también las reformas
de tipo constitucional que afecten a la estructura del Estado. La Unión
condiciona la capacidad de reinventarse de sus miembros. Nuestro país,
sin embargo, aborda la reforma del Estado como si la participación en
la construcción europea no condicionara los márgenes de maniobra
y, lo que es más importante, no ofreciera orientaciones de gran calado
para abordar esta empresa.

Más de la mitad del Derecho que se aplica hoy en España viene
directa o indirectamente de Bruselas. La integración europea modifica
el equilibrio de poderes interno previsto en la Constitución española,
la sede y la forma del ejercicio de los poderes del Estado, sus límites
y los controles sobre los gobernantes. Por ello, es difícil negar una
pérdida de soberanía del pueblo español, entendida como
la capacidad de gobernarse a sí mismo, lo que es, por otra parte, inherente
a todo proceso de integración en una unidad mayor.

En el caso de nuestro país, las comunidades autónomas han visto
cómo no pocas de sus competencias las ejercen con preferencia las instituciones
comunitarias (medio ambiente, consumidores, libertades económicas…),
mientras ellas se limitan a aplicar las normas europeas o, como mucho, a desarrollarlas.
Su capacidad de maniobra y representación en la Unión es, además,
muy limitada.

Pero al mismo tiempo que se ha europeizado, España es hoy, junto con
Bélgica, el país más descentralizado de la UE, hasta el
punto de que algunos analistas han señalado que la única manera
que tiene el Estado central de armonizar normas autonómicas es hacerlo
desde la Unión. Las 17 autonomías han comprobado que ahora Bruselas
es más un límite a las pretensiones de las regiones que una oportunidad
para debilitar al poder central.

Desde mediados de los 90, asistimos, en un buen número de Estados miembros,
a la movilización de algunas regiones para tener voz en Bruselas y fijar
límites a la actuación comunitaria. Los efectos de la centralización
de poder en el ámbito europeo se traducen en la pérdida efectiva
de competencias por parte de las regiones, y éstas se movilizan para
conservar lo que entienden que es suyo. Cuantas más cosas haga la UE
futura, más dificultad encontrará un Estado miembro para impedir
que algunos de sus territorios busquen tener más voz en ella. En el ámbito
de la UE, las regiones han encontrado voz no sólo en el limitado -y
meramente consultivo- Comité de las Regiones, sino a través
de su representación propia e informal ante Bruselas y mediante procedimientos
de formación de la voluntad estatal más perfeccionados. Pero
como más ganarían estas entidades sería con la limitación
de competencias comunitarias, de forma que éstas respeten las facultades
de las regiones, una asignatura pendiente de las reformas periódicas
de los tratados. Sin embargo, el no haber reformado con lucidez la Unión
Europea en los últimos años no debería conducir ahora
a transformar con agitación sus Estados miembros. El Gobierno de Zapatero
anunció a principios de legislatura una reforma de la Constitución
española que incluye un capítulo europeo. Sin esperar a esos
cambios, varios estatutos de autonomía han empezado a revisarse para
elevar su techo de competencias, mejorar su financiación y su presencia
en la Unión.

El actual debate sobre el ser de España pasa por pensar el deber ser
europeo de nuestro país como Estado miembro

El caso del proyecto de Estatuto, que el Parlamento catalán mandó a
las Cortes, es el más llamativo, porque reclama estos objetivos, pero,
sobre todo, propone un nuevo modo de entender su inserción en España
y en la Unión. En materia europea, Barcelona dispondría de un
veto unilateral sobre la política del Gobierno central en la UE en todo
lo que afectase a sus intereses, incluyendo la última palabra sobre
la reforma futura de los tratados continentales en las materias de competencia
exclusiva catalana. En el fondo, el proyecto trata de eliminar cualquier relación
con un poder vertical sustantivo por encima de Cataluña, salvo su inserción
en la Unión Europea a través de lo que sería sólo
la cáscara del Estado español. También se inscribe en
la Unión de modo voluntarista a través del proyecto de Estatuto,
que afirma en su artículo 3.2.: "Cataluña tiene en la UE
su espacio político y geográfico de referencia" e incorpora "los
valores, principios y obligaciones que se derivan del hecho de formar parte
de la misma". Así, apuesta por la aplicación continuada
en su territorio de los tratados europeos, un extremo importante para los políticos
que patrocinan el texto y que, lógicamente, no quieren que, en una evolución
futura, Cataluña se quedase fuera de la Unión.

Esta propuesta de descentralización radical puede acelerar una puja
al alza con otras comunidades autónomas. A la hora de formar la voluntad
estatal nos encontraríamos con la yuxtaposición de representaciones
políticas distintas y divididas, sin un Gobierno central o un Congreso
de los Diputados con peso propio. España como actor internacional y
europeo perdería influencia y tendría menor capacidad negociadora,
dada su mayor complejidad institucional. Mientras, hoy día, el contexto
europeo exige dar un papel muy importante al Ejecutivo en la gestión
de los asuntos europeos, que son casi todos ya domésticos, conforme
a tres principios de actuación comunes: el arbitraje y decisión última
en la formación de la voluntad estatal (posición) ante Bruselas,
la responsabilidad máxima para representar y negociar en el Consejo
de Ministros de la UE y la garantía del cumplimiento de las obligaciones
comunitarias, lo que lleva a la coordinación de actores infranacionales
y a la armonización de normas cuando sea necesario e incluso conveniente
para los intereses nacionales en la Unión. La situación actual
de la UE debería llevar a reforzar estos principios y, por tanto, fortalecer
el papel del Gobierno central. Nuestro país tiene muchas cosas que defender
con una sola voz en los próximos años.

La UE está orientada, como un sistema de pesos y contrapesos, a permitir
el pluralismo de lealtades, y no sólo la europea y la nacional, sino
también, por reflejo, la estatal y la regional. Pero Bruselas requiere
interlocutores autorizados y ágiles de cada Estado que negocien en nombre
de todos sus ciudadanos. Buena parte del contenido de las reformas en curso
en España deberían partir de su condición de Estado miembro
en esta complicada Unión. Al introducir estos argumentos europeos se
relativizan algunas de las dicotomías izquierda-derecha y centro-periferia.
El actual debate sobre el ser de España pasa por pensar el deber ser
europeo de nuestro país como Estado miembro.

José M. de Areilza Carvajal
es profesor de Derecho Comunitario y vicedecano del Área Jurídica
del Instituto de Empresa, y miembro del Consejo Editorial de
FP
Edición
Española
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