Fotolia. Autor: alexskopje
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Nunca en la historia de la humanidad una comunidad ha vivido con mayores niveles de prosperidad, democracia y calidad de vida como la europea. Pero esta situación podría cambiar en dos o tres décadas.

Antes de hablar del futuro, remontémonos a principios del siglo XX. Entonces Europa concentraba más del 25% de la población mundial y del 30% del PIB global. Los fundamentos de tal fortaleza procedían de lo sucedido un par de siglos antes, hacia 1750: la Revolución Industrial, fruto de la innovación científica, determinó el auge del continente, distanciándose drásticamente del resto del mundo; algo impensable en el siglo XVI, cuando más del 60% del PIB lo concentraba Asia.

China, de hecho, renunció tras el reinado de Yongle a globalizar el planeta tras varias expediciones ejecutadas a principios de siglo XV, prohibiéndolas en adelante. A partir de entonces, la hegemonía europea se consolidó gracias a tres factores, interrelacionados entre sí: la ciencia, el libre mercado y la democracia. Emilio Lamo de Espinosa constata el estilo de pensamiento que esta civilización propagó, en tanto hoy ningún ingeniero, médico, economista o abogado de cualquier punto del mundo puede desarrollar su profesión sin atenerse a métodos lógico-experimentales, a partir de los que aplicaciones tecnológicas, ensayos de laboratorio, modelos de mercado o razonamientos jurídicos quedan sujetos al juicio objetivo de la contrastación práctica. En rigor, la democracia funciona del mismo modo, por cuanto renovamos o no la confianza en nuestros gobernantes tras probar y evaluar su gestión. Según acreditan los sociólogos, la consecuencia de tal mentalidad tiende a plasmarse en un alza de los valores postmaterialistas, que nos predisponen hacia actitudes más tolerantes, críticas en relación al poder político y culturalmente abiertas. Pues bien, este conglomerado de atractivos explicaba de por sí el hechizo que irradiaba Europa más allá de sus fronteras.

Retomemos las dos variables mencionadas anteriormente, ahora actualizadas: hoy Europa representa el 20% del PIB mundial pero, lo que es más importante, tan solo supone el 10% de la población del planeta y apenas acaparará el 6% dentro de 30 años. En contraste, en ese planeta de los 9.000 millones de 2050, Asia concentrará el 60% de la población mundial, África habrá rebasado sobradamente los 2.000 millones y solo Nigeria superará los 400 millones de habitantes, según Naciones Unidas. Cifras de vértigo que resultan abrumadoras al acceder a los datos globales sobre venta de ordenadores, consumo de agua, uso de energía o inversión en videojuegos, que suministra en tiempo real la página Worldometers.

El resultante shock económico de las potencias emergentes sobre Europa ya se ha hecho notar y en ello radica al fin y al cabo −aparte de las disfuncionalidades cíclicas− la razón última de su crisis, determinada por la presión inédita de unas nuevas clases medias mundiales sobre las materias primas y los recursos, toda vez que demandan electrodomésticos, automóviles o smartphones para sí. En este sentido, la crisis como mutación geoeconómica no ha hecho más que empezar y uno de sus efectos más visibles radica en la reconfiguración del orden internacional que ha desplazado el centro del poder del Atlántico al Pacífico. Dicho corrimiento no tendría mayor repercusión si se produjese pautado por el feliz relato del “fin de la historia”, en el que todas las naciones se convirtiesen en democracias liberales o, cuando menos, estableciesen las bases institucionales de una gobernanza económica global.

El caso es que no está siendo así. Existen indicios de una suerte de agotamiento democratizador, tras la última expansión acontecida en los 90. El estancamiento europeo y su consecuente desprestigio ante terceros países, unido al dominio sobre sus áreas de influencia de países como China, Tailandia, Irán, Rusia, Turquía, incluso Venezuela, que comparten medidas represivas (restricciones financieras sobre la sociedad civil, control o censura en Internet, etcétera) han llevado a muchos expertos, como Larry Diamond o Joshua Kurtlanzick, a hablar de una “regresión democrática”, vinculada a su vez a la falta de un hegemón mundial.

Al tiempo, a escala multilateral, el vigor chino no se ha detenido a esperar que el FMI renovase su sistema de cuotas (bloqueado hasta finales de 2015 por su impulsor inicial, EE UU) y ha creado el poderoso Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras, por no hablar de su cooperación con África, no condicionada a la implantación de instituciones democráticas (también Moscú ha impulsado el Banco Euroasiático de Desarrollo, con sede en Kazajistán). Se trata de prácticas de signo neoimperialista, debidamente secundadas por el despliegue paralelo de hard power (gasto militar), músculo económico, bajo el uso estratégico de sus fondos soberanos y, no menos relevante, de una sutil diplomacia pública, proyectada a través de canales internacionales como CCTV (China) o RT TV (Rusia).

Ciertamente, la experiencia histórica nos dice que a la larga la inestabilidad inherente a las autocracias repele la atracción de los inversores y la generación de negocios, más proclives a desenvolverse en naciones donde el imperio de la ley y la seguridad jurídica prevalecen, de modo que no es extraño que EE UU haya activado en Asia el Acuerdo Transpacífico (TTP), procurando contrapesar la ascendencia china con la imposición de estándares normativos al comercio internacional en materia laboral o medioambiental. Y, sin embargo, la partida continúa en tablas, tanto más cuando resulta que la desafección al ideal occidental se ha instalado en el propio corazón de Europa −como bien refleja el Brexit−, en lo que acaso sea el síntoma más preocupante de su estado.

Ensimismados en su condición de perdedores inmediatos de la globalización, los europeos pendulan entre una actitud de cinismo −esa “falsa conciencia ilustrada” de la que hablaba Sloterdijik, de quienes se creen de vuelta de todo− y otra de reacción indignada y retorno a los valores materialistas que, en cualquier caso, desemboca en idéntico desenlace: auge del populismo, rechazo del libre mercado, con tasas que superan el 50% en Grecia o España, y una antipatía creciente hacia la UE, de en torno el 50% en Alemania y España y más del 60% en Francia (Pew Research Center, 2014 y 2015). A ello se añade un tímido pero significativo repudio hacia la ciencia, que no interesa al 25% de los españoles y que ni un 60% considera más beneficiosa que perjudicial (Fecyt, 2015).

Esta combinación, nada alentadora, corre el riesgo de traducirse en un repliegue proteccionista que, frente al alud de unos emergentes ajenos cuando no hostiles a los compromisos regulatorios, podría acentuar la irrelevancia del polo occidental. ¿Quo Vadis, Europa? Muchos son quienes se lo cuestionan desde hace tiempo y en todo lugar del espectro ideológico; no obstante la carga de profundidad del asunto (futuro de las pensiones, defensa de las libertades básicas, productividad, avance tecnocientífico, proyección cultural) permanece ausente en nuestro debate público. En 1954 el historiador Luis Díez del Corral avanzó la hipótesis del “rapto de Europa” en clave de arrebato o pérdida incidental de sentido. Ya entonces se preguntaba: “¿Estamos en trance los europeos de empequeñecernos […], justamente cuando el mundo entero se europeiza?”. Han transcurrido más de 60 años y la brecha de Europa con el resto del mundo no para de crecer.