Iraníes sujetan un muñeco con la cara de Donald Trump durante la celebración del aniversario de la Revolución Islámica, febrero de 2017. Atta Kenare/AFP/Getty Images

En mayo de 2017 la nueva Administración estadounidense tendrá que decidir si ratifica o no el acuerdo con Irán. ¿Cuáles son las opciones con las que cuenta Washington? ¿Y Teherán?

El presidente estadounidense se enfrenta a un problema muy complejo, de consecuencias impredecibles y que, probablemente, lastre el futuro de las relaciones exteriores de Washington durante su mandato. En estos últimos días hemos asistido a una escalada de tensión con Irán que, aparentemente y por el momento, ha terminado con un aviso formal y el endurecimiento de las sanciones por parte de EE UU, frente a la realización de unas maniobras militares y el lanzamiento de un nuevo misil –el pasado 6 de febrero– del lado iraní, aunque en este caso no se tratase de uno balístico.

Pero el problema de fondo subsiste. Más allá de la retórica electoral, el acuerdo nuclear con Irán –técnicamente Joint Comprehensive Plan of Action, JCPOA– es percibido por una parte importante de los estadounidenses como un mal acuerdo. Los republicanos, entre ellos Henry Kissinger, consideran que habría que haber ligado la negociación nuclear a la contención hegemónica de Irán en la región. Y probablemente, desde la óptica puramente estadounidense, no les falte razón. Aunque habría que ver si los términos pretendidos hubiesen sido finalmente aceptados por Teherán.

En cualquier caso, el JCPOA fue formalmente aceptado y firmado por el entonces presidente Barack Obama, eso sí, después de evitar in extremis la reprobación del Congreso. Se trata por tanto de un acuerdo que no tiene la consideración legal de tratado –al no haber sido aprobado por las Cámaras–, y cuya continuidad –irónicamente– depende de la buena voluntad del Presidente Doanld Trump, que tendría que ratificarlo a mediados de mayo cuando expiren los 120 días de vigencia desde la última firma presidencial.

El 29 de enero, poco después de la llegada de Trump a la Casa Blanca, se produjo el lanzamiento de un misil balístico iraní, lo que ha sido percibido como una provocación por parte de la nueva Administración estadounidense, mientras que para la UE y Rusia –más el significativo silencio de Pekín– este ensayo no vulnera los términos del acuerdo, que siguen considerando como bueno.

Entonces, ¿por qué han llevado a cabo los iraníes esta prueba? Las claves habría que buscarlas en las declaraciones y acciones previas al lanzamiento del misil.

En primer lugar, están los mensajes durante la campaña de Trump que, de facto, son una declaración de intenciones. Básicamente, calificaba el acuerdo nuclear con Irán de “desastroso”, “el peor acuerdo jamás negociado”, para añadir que “Mi prioridad número uno será desmantelar el desastroso acuerdo con Irán” –cierto es que esto último lo declaró ante un poderoso lobby pro israelí. Con posterioridad ha ido matizando algo estas manifestaciones e incluso llegó a criticar que las sanciones de EE UU –refiriéndose al “Iran and Libya Sanctions Act” (ILSA)– impidiesen a las compañías estadounidenses hacer negocios en Irán, en clara alusión a la mayor rentabilidad que estaban consiguiendo las empresas europeas. Pero la advertencia no pasó desapercibida en Teherán.

En segundo lugar, hay que citar el reciente Decreto Presidencial que prohíbe la entrada a EE UU a los viajeros de siete países de mayoría musulmana. Equiparar a Irán con Libia, Somalia, Siria, Irak, Sudán o Yemen –Estados en guerra o fallidos– y dejar fuera a Arabia Saudí, Egipto, Afganistán o Pakistán, argumentando razones de terrorismo, cayó como una losa en Teherán. Al día siguiente, el 28 de enero, Irán anunció que, por reciprocidad, prohibía la entrada a los ciudadanos estadounidenses y manifestó que consideraba la prohibición de EE UU como un “insulto flagrante” a todo el mundo islámico.

Finalmente hay que decir, que el régimen de los ayatolás ha experimentado en los últimos años un notable incremento en su influencia regional. Paradójicamente, fue la intervención estadounidense en Irak en 2003, y la caída del régimen de Sadam Hussein, la que provocó el cambio del liderazgo en ese país de la minoría suní a la mayoría chií, cuyo líder espiritual y máximo referente es el líder supremo iraní, el ayatolá Alí Jamenei.

Pero la influencia de Irán en la región no se limita a Irak. El respaldo a la milicia chií Hezbolá, el apoyo a los rebeldes hutíes (chiíes) en Yemen y su decidida intervención en el conflicto sirio apoyando al régimen de Bashar al Ásad con unidades de su Guardia Revolucionaria –los Pashdarán–, dan buena prueba de su expansión hegemónica en Oriente Medio. Además, el conflicto abierto con Arabia Saudí y su ruptura de relaciones diplomáticas a comienzos de 2016, evidencian el pulso que mantiene con Riad y con las monarquías del golfo, aliados tradicionales de EE UU. Sus buenas relaciones con Moscú por la confluencia de intereses en Siria y el apoyo de Pekín, que busca evitar la influencia estadounidense en la región –además de por razones comerciales–, permiten a Teherán sentirse respaldado en la arena internacional.

Por eso, el argumento de la contención hegemónica de Irán manejado en EE UU, junto a los incidentes en el Golfo Pérsico entre buques de la US Navy y lanchas iraníes –unos 35 en 2016, el último el pasado 7 de enero–, el apoyo a los hutíes, que amenazan el tráfico en el estratégico del estrecho de Bab el Mandeb, y el recuerdo entre los estadounidenses del asalto a su embajada en Teherán durante la revolución de los ayatolás en 1979, hacen que la percepción del nuevo Presidente sobre el régimen de Teherán diste mucho de ser precisamente buena.

Irán, por su parte, también está sometido a sus propios equilibrios de poder y tensiones internas. De sus tres generaciones adultas –grosso modo–, la del 79 liderada por los ayatolás ostenta el poder apoyándose en su legitimidad espiritual. La del 89, los Guardianes de la Revolución y ex combatientes de la guerra contra Irak, se sustentan por el prestigio militar. Finalmente la del 99, los jóvenes menores de 35 años, retienen el valor de la demografía –y por tanto electoral–, al representar más de la mitad de la población.

Los dos sectores enfrentados en relación al acuerdo son: por un lado, los ayatolás y los Guardianes de la Revolución, y por otro, el presidente Rohaní que ha conseguido convencer –con la ayuda del ayatolá Rafsanyaní– al líder supremo Jamenei. Además, son apoyados por una parte importante de iraníes que, a falta de otros cambios, ven en el acuerdo una oportunidad de mejora económica. Se estima que el levantamiento de las sanciones ha supuesto para Irán –durante el primer año de vigencia, 2016– unos 93.000 millones de euros.

El grado de cumplimiento del JCPOA, certificado por la OIEA –organismo internacional encargado de su supervisión y vigilancia–, ha sido mucho mejor de lo previsto, lo que da buena prueba del compromiso iraní. No obstante, con la llegada de Trump, las presidenciales iraníes en mayo y el reciente fallecimiento de Rafsanyaní, Rohaní se enfrenta a un panorama complicado. No puede ceder ante EE UU, pero tampoco le conviene romper el acuerdo, por lo que tendrá que realizar equilibrios si quiere conservar su índice de apoyo hasta mayo, fecha en la que el Presidente estadounidense debe renovar el JCPOA.

Por su parte, Washington se enfrenta a un dilema. Renegociar el acuerdo requeriría del concurso de los demás signatarios –incluido Irán– algo que no parece probable, por lo que sólo puede optar por retirarse unilateralmente o mantenerlo. El gabinete Trump está dividido al respecto. El ya ex consejero de seguridad, el general Michael Flynn, era decididamente anti Irán y su sustituto, el también general Joseph Keith Kellogg, todavía no se ha pronunciado al respecto. El secretario de Defensa, el general James Mattis, aunque no era partidario del acuerdo, ahora está en contra de romperlo. El director de la CIA, Mike Pompeo, manifestó durante la campaña ser favorable a “romper ese desastroso acuerdo”. Finalmente, el nuevo secretario de Estado, Rex Tillerson, parece que se aproxima al JCPOA desde una óptica más pragmática.

Si Washington decide retirarse unilateralmente del JCPOA –o no lo renueva en mayo–, provocará fricción con los demás firmantes y la posible alineación en este asunto de la UE, China y Rusia. También podría ocasionar la ruptura del acuerdo por parte de Irán, lo que le daría vía libre a retomar su programa nuclear, posiblemente de forma más agresiva y disparando a su vez la proliferación en Oriente Medio, arriesgándose además al peor escenario –que ya predijo el ex secretario de Defensa Robert McNamara–, el acceso de grupos terroristas a las armas de destrucción masiva, aunque sean rudimentarias.

La política de aislamiento y sanciones nos ha llevado al precipicio del arma nuclear iraní, por lo que más sanciones y aislamiento no parecen ser la mejor receta. Evitar la proliferación es la finalidad prioritaria si se quiere evitar una escalada nuclear, especialmente en la región más inestable del mundo.

Es posible que el JCPOA no sea el mejor acuerdo desde la óptica geopolítica estadounidense, pero contiene de manera temporal la proliferación iraní, algo que deberían sopesar cuidadosamente también los aliados tradicionales de Washington en la región: Israel, Arabia Saudí y Egipto. Por su parte, Teherán debería evitar proporcionar una excusa válida a EEUU para que rompa lo pactado.

Ahora le corresponde a Donald Trump resolver el delicado juego de equilibrios en la región. Tal vez empezando por Daesh, pero la cuestión iraní tiene fecha de caducidad: mayo de 2017.