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Mapa de Libia. (Gettyimages)

La Libia actual se convierte en el retrato perfecto que permite examinar los fracasos colectivos típicos de la nueva geopolítica.

Libya and the Global Enduring Disorder

Jason Pack

Hurst/Oxford University Press, 2022, 304 pp

El autor de este libro, a veces lleno de anécdotas, siempre vivaz, a menudo provocador y constantemente incisivo, no se anda con tonterías a la hora de criticar a la llamada “comunidad internacional”. En cada página de Libia and the Enduring Global Disorder, Jason Pack nos recuerda que el descenso del país en el caos tras la caída del coronel Gadafi en 2011 es un buen ejemplo de las tendencias recientes en la política internacional: la falta de liderazgo de Estados Unidos, las divisiones en Europa y una rivalidad cada vez más aguda entre las potencias internacionales. Es una enérgica denuncia de la comunidad internacional, ese oxímoron que emplean los políticos, los comentaristas mediáticos y los diplomáticos para explicar las bases de la “política” ejercida en relación con un país determinado.

La mordaz valoración del sistema internacional en el que vivimos refleja la vida profesional del autor, bastante poco habitual. Cuando sucedieron los atentados del 11-S, dejó la tesis de biología que estaba preparando en Williams College y se fue a Líbano, Siria y Marruecos a aprender árabe y luego a Oxford y Cambridge para investigar sobre Historia Medieval. Ha escrito para el Financial Times, The New York Times y el Wall Street Journal, ha aparecido en la BBC y Al Jazeera, es fundador de Eye On ISIS in Libya y es uno de los principales expertos en este país. Es aficionado a las catas de vinos y al backgammon; en 2018 fue campeón mundial en la modalidad de dobles.

En definitiva, es un verdadero hombre del Renacimiento, alguien que, a diferencia de tantos “expertos” sobre Oriente Medio en los laboratorios de ideas, organismos gubernamentales y medios de comunicación, sabe cómo circula el dinero y, por tanto, conoce los profundos vínculos de corrupción y responsabilidad entre las grandes empresas estadounidenses y occidentales y los actores fundamentales del escenario libio. Seguir la pista al dinero es una forma garantizada de comprender la política nacional de la mayoría de los países y los mecanismos de las relaciones internacionales. Su experiencia como director ejecutivo de la Asociación de empresarios Estados Unidos-Libia y su relato de cómo una organización, que en teoría promueve los lazos comerciales e inversores entre los dos países en Libia, hace exactamente lo contrario; deberían ser lectura obligatoria en cualquier plan de estudios universitario o de escuela de negocios sobre Oriente Medio, Ucrania y muchos otros países similares en el mundo.

Tengo que reconocer mi interés personal, puesto que medio siglo dedicado al Magreb como investigador, periodista y asesor de ministerios de Defensa y grandes empresas multinacionales me ha llevado a la misma conclusión. Algunas de las anécdotas que relata sobre encuentros con actores importantes de la crisis libia son muy divertidas. No lo son tanto la superficialidad ni el cinismo que muestran demasiados en Occidente respecto a los países árabes.

Aunque, inmediatamente después de la caída del régimen de Gadafi, las potencias occidentales colaboraron para aplicar la zona de no sobrevuelo decidida por la OTAN, en realidad había muchas cosas que las separaban y había una gran desconfianza mutua sobre los motivos, los protegidos y las acciones de cada una en Libia. Es inevitable que un vacío de poder atraiga a actores externos, sobre todo en un país lleno de gas y petróleo, con una localización estratégica y que posee grandes zonas deshabitadas en las que los ejércitos privados y los grupos terroristas pueden desplegarse con facilidad. Libia se convirtió en un centro de intercambio de información para un gran número de grupos mercenarios armados, patrocinados por países occidentales, los Estados del Golfo, Turquía y Rusia. En la Libia posterior a Gadafi, escribe el autor, “no estaba claro quién debía construir la guardia pretoriana del primer ministro, quién debía entrenar a los guardacostas ni quién debía garantizar que los funcionarios libios cobraran a tiempo. Los italianos no pensaban que tuvieran que hacerlo los británicos, los franceses no toleraban que los italianos dirigieran la coalición y los estadounidenses, que habrían sido aceptables para la mayoría de los partidos, no querían esa responsabilidad”.

Después del lodazal de Irak, Washington se vio aquejado de fatiga imperial. Los últimos diez años en Libia muestran a las claras que “la incoherencia de la política occidental empeorará a medida que la hegemonía estadounidense se desvanezca y la cooperación transatlántica retroceda”. El microcosmos libio también pone de manifiesto la debilidad de las instituciones internacionales y “la incapacidad de la UE, la ONU y la OTAN para coordinar los diferentes intereses occidentales". El autor argumenta que la implosión de Libia fue “la primera placa de Petri del Desorden Global Duradero. Siria sería la segunda, Yemen la tercera y Ucrania la cuarta”.

En un epílogo muy minucioso, el antiguo enviado especial de Estados Unidos a Libia Jonathan Winer hace una valoración algo menos crítica del comportamiento de Estados Unidos en Libia. Está de acuerdo con el autor en que la intervención de los extranjeros que intentan elegir “ganadores” y “perdedores” según sus intereses nacionales, personales o empresariales concretos hizo que fuera imposible resolver los problemas de Libia, pero insiste en las terribles consecuencias del asesinato del embajador estadounidense J. Christopher Stevens y el cinismo con el que lo utilizó en su campaña presidencial Donald Trump contra la entonces secretaria de Estado, Hillary Clinton. “La extraordinaria frivolidad de Trump a la hora de diseñar políticas coincidió con el momento en el que los rusos suministraron 14.500 millones de dinares libios falsos (10.000 millones de dólares) al caudillo libio Haftar, una operación de sabotaje como pocas. Para Estados Unidos fue un brillante gol en propia puerta”.

El hecho de que los emiratíes decidieran unirse a Rusia y apoyar a Haftar complicó aún más las cosas. Winer destaca también que la gran cantidad de intereses que posee Turquía en Libia fue una de las razones por las que decidió ofrecer ayuda militar al gobierno de Trípoli, reconocido por la ONU, cuando la capital sufrió el asedio de las fuerzas de Haftar hace poco más de dos años. En 2011, cuando Turquía se vio obligada a evacuar a 25.000 personas, tuvo que abandonar contratos de construcción por valor de 1.500 millones de dólares y un gran volumen de equipamiento pesado. Cualquier esperanza de recuperar los pagos atrasados dependía de que Turquía detuviera el avance de Haftar.

Otro aspecto clave del caso de Libia —y del de Túnez— es que los gobiernos occidentales tenían expectativas poco realistas sobre lo que sucedería con ambas economías después de que cayeran derrocados Gadafi y Ben Alí. Estaban más atentos a influir en la situación provocada por el cambio de régimen político que a asegurar un cambio económico. No coordinaron sus planes económicos con los actores relevantes del sector privado en Occidente ni supervisaron bien su actuación. “Como consecuencia, los intereses financieros tradicionales ‘aprendieron’ a utilizar a las empresas del sector privado para sabotear los programas de reformas de los gobiernos occidentales y las empresas occidentales aprendieron a forjar alianzas con los políticos para proteger las formas tradicionales de hacer negocios”.

¿Les suena familiar? El autor sitúa el origen de esta tendencia en la caída de la URSS en 1991. Los antecedentes históricos, argumenta, no indican que la brusca introducción de empresas multinacionales después de un cambio de régimen empuje a sistemas económicos disfuncionales como el de Rusia o el de Libia hacia verdaderas reformas o un auténtico capitalismo de libre mercado. “El conocimiento del papel que desempeñaron el Deutsche Bank, McKinsey y PwC en el plan ruso de préstamos por acciones durante los 90 debería haber hecho que los responsables políticos previeran que el vacío de poder político después de Gadafi animaría a los oligarcas libios a hacerse con el control de instituciones semisoberanas, con el apoyo implícito de multinacionales extranjeras”. Los regímenes corruptos como Rusia y Libia crean estructuras opacas, sobre todo, para sus propios rentistas, pero la globalización cada vez mayor del capital, las ideas y el conocimiento está creando un mundo de mercados cada vez menos libres. Esta es otra de las paradojas de la globalización, que ha “provocado que en los países occidentales con mercados que eran libres hayan ‘penetrado’ las prácticas de las instituciones posestatales de otras partes del mundo”.  El flujo de dinero turbio hacia la City de Londres es otro ejemplo de esto mismo.

Esta es una idea crucial que la mayoría de los responsables políticos occidentales no ha tenido en cuenta y que vincula los acontecimientos en Rusia, Ucrania y Libia. Por desgracia, los expertos en Europa del Este no suelen conocer Oriente Medio y los que conocen Oriente Medio y el Norte de África muestran poco interés por Rusia. También conviene recordar que la mayoría de los diplomáticos, periodistas y analistas de los laboratorios de ideas tienen una lamentable ignorancia sobre el funcionamiento real de las transacciones comerciales y financieras.

Túnez ha sufrido menos esta visión miope de Occidente porque, en su caso, el proceso de elaboración de la Constitución permitió crear un relato de consenso gracias al cual sus líderes pudieron mejorar aspectos como los derechos de las mujeres, en los que Túnez fue pionero a finales de los 50, y la religión, al tiempo que englobaba su identidad política dentro de una tradición constitucional (la del partido Destour), cuyas raíces se remontan a hace más de un siglo. Durante el mandato de Ben Alí, en la clase empresarial de Túnez estaban muchos de sus compinches, pero también muchas empresas genuinas que respetaban las reglas del juego internacionales. Dicho esto, los frágiles avances democráticos logrados en el país sufren los graves efectos del caos de Libia, desde donde ha llegado un terrorismo que ha causado estragos en la economía, especialmente en el turismo y en la pérdida de remesas de los trabajadores.

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El primer ministro libio, Abdul Hamid Dubaiba, preside la primera reunión del gabinete tras las elecciones previstas para el 24 de diciembre, canceladas en Trípoli, Libia, el 30 de diciembre de 2021. (Oficina de prensa del primer ministro libio/Anadolu Agency vía Getty Images).

El hecho que mejor ilustra la capacidad de adaptación de los grupos tradicionales es el ascenso de Abdul Hamid Dubaiba desde una relativa oscuridad hasta ser primer ministro de Libia el año pasado. Los Dubaiba eran una poderosa familia libia antes de 2011, pero siempre permanecieron en la sombra, si bien uno de ellos dirigió una de las poderosas entidades semisoberanas durante el régimen anterior y consiguió amasar dinero y poder para su familia, su tribu, su pueblo y sus partidarios. Estas redes de influencia persisten y varios oligarcas de la época de Gadafi han intervenido en todos los bandos de las guerras civiles posteriores. Aunque Túnez es muy diferente de Libia, algunas de las familias más poderosas siguen siendo muy discretas, en proporción inversa al poder real del que gozan.

Con su profundo conocimiento de Libia, el autor comprendió pronto por qué ciertos responsables políticos y mandos militares occidentales, para disculpar su fracaso político tras la Primavera Árabe, dijeron que la existencia previa de movimientos yihadistas activos había facilitado la implosión de los Estados yemení, sirio y libio tras sus respectivas guerras. “Esta teoría invierte la relación causa-efecto. En realidad, la causalidad es muy lineal: las condiciones existentes durante el Desorden Duradero (plasmadas en el fracaso de las medidas tomadas de forma colectiva por la comunidad internacional en Siria y Libia) desembocaron en el vacío político en estos países, y eso llevó a la implosión del Estado y a tener espacios sin gobierno, lo cual, a su vez, facilitó la propagación de las corrientes yihadistas ya presentes”. Pack no es el único que cree que derrotar al yihadismo internacional a escala mundial seguirá siendo imposible mientras la riqueza petrolera de Libia, las subvenciones, un entorno propicio al contrabando y el tráfico de personas y unos arsenales de artillería enormes estén al alcance de los terroristas internacionales. No hace falta subrayar la enorme repercusión que el caos de Siria y Libia y la consiguiente avalancha de inmigrantes a Europa ha tenido en la política interna de la UE y en los intentos de construir la Fortaleza Europa. Las consecuencias de la falta de pensamiento estratégico de Estados Unidos y Europa nos acompañarán durante décadas.

Aparte de un llamamiento de la OTAN y EE UU a reformar las organizaciones internacionales en un momento en el que potencias emergentes como Rusia y China no muestran ningún interés en construir un nuevo orden mundial basado en normas como hizo Estados Unidos después de 1945, el autor desecha la opinión común de que las sociedades de Oriente Medio no son más que unos polvorines tan llenos de desigualdades sociales, resentimientos, enemistades ancestrales y contradicciones estructurales que “bastó la más mínima chispa para galvanizar la ira popular y provocar una conflagración capaz de acabar con el orden anterior”. El razonamiento implícito en el que se basa esta insultante analogía es que todos los Estados árabes son intrínsecamente antinaturales y están permanentemente imbuidos de la “obra deforme del colonialismo, que carece de lógica ideológica, territorial, étnica, sectaria o genuinamente nacional que los mantenga unidos". Estas opiniones condescendientes están muy extendidas. Cuando se combinan con lo que un alto funcionario de los servicios de inteligencia británicos me describió hace veinte años como “el derrumbe del pensamiento estratégico occidental” y una lamentable ignorancia de cómo funcionan realmente los negocios y las transacciones financieras internacionales, el desorden global duradero resultante no es sorprendente.

Jason Pack ha escrito un lúcido e ingenioso análisis de un mundo en el que la potencia que más deprisa está creciendo, China, está muy ausente como proveedor alternativo en los puntos conflictivos geopolíticos. Los líderes neopopulistas, desde el presidente ruso Vladímir Putin hasta el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, están fomentando deliberadamente un desorden cuyo primer escenario fue Libia, seguido por Siria y Ucrania. Este desorden perdurará, como sugiere el título de este libro.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia