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Una pantalla muestra el valor del yuan en julio de 2018. (WANG ZHAO/AFP/Getty Images)

El proteccionismo de Trump, la guerra comercial con China y las sanciones a Irán podrían abrir fisuras en la, hasta ahora, inexpugnable fortaleza del dólar.

Estados Unidos nunca ha dejado de disfrutar de lo que en 1965 Valéry Giscard d’Estaing, por entonces ministro francés de Finanzas, llamó el “exorbitante privilegio” de emitir la principal moneda de reserva del mundo.

El dólar representa hoy más de la mitad de la facturación, las reservas, los pagos, la liquidez y la financiación del mundo pese a que en agosto de 1971 Richard Nixon repudió unilateralmente el derecho de los bancos centrales extranjeros a cambiar sus dólares por oro.

Las crónicas turbulencias del dólar fueron uno de los principales motivos por los que Europa emprendió en 1993 el proceso de unificación monetaria que culminó en 1999 con la creación del euro. De modo similar, el deficiente manejo por el Fondo Monetario Internacional (FMI) de la crisis financiera asiática (1997-98) convenció a China de que debía fortalecer al yuan en los mercados de cambio.

Hoy el dólar es la moneda ancla de países que representan el 70% del PIB mundial, el principal depósito de valor de los bancos centrales mundiales y supera de lejos a las demás divisas como vehículo de pago de transacciones financieras y comerciales y unidad de cuenta y facturación.

Es lógico: es la moneda más conveniente, menos costosa y más segura en todas esas áreas, lo que explica su relevancia monetaria, mucho mayor de lo que le correspondería por el peso de Estados Unidos en la economía mundial: 22% del PIB al tipo de cambio y del 15% en términos de paridad de poder adquisitivo (ppp), según el FMI. Y Washington sabe aprovechar esa ventaja.

Entre otros cosas, le permite endeudarse en su propia moneda y a tipos de interés más bajos. Mientras que el control regulatorio que concede a EE UU la administración o coadministración de los principales sistemas de liquidación de pagos otorga al departamento del Tesoro capacidad para vigilar los flujos transnacionales de dinero para detectar fondos relacionados con el terrorismo, el tráfico de armas y drogas y la evasión fiscal.

Es un poder formidable. En 2011 el Tesoro impuso una multa de 1.900 millones de dólares al banco británico HSBC por ayudar al cartel mexicano de Sinaloa, a financistas saudíes con vínculos con Al Qaeda y a Irán, Sudán y Cuba, entre otros países sometidos a sanciones internacionales, a mover cientos de millones de dólares en el sistema financiero estadounidense. En julio de 2014 el Departamento de Justicia impuso una multa de 9.000 millones de dólares a BNP Paribas por acusaciones similares.

Paradójicamente, la crisis bancaria de 2008 consolidó aún más la hegemonía del dólar cuando para evitar el colapso del sistema financiero mundial la Reserva Federal –convirtiéndose así en prestamista de última instancia global– transfirió entre diciembre de 2007 y agosto de 2010 a bancos centrales de todo el mundo, unos 4,5 billones de dólares a través de los llamados liquidity swaps lines, acuerdos entre bancos centrales para intercambiar divisas.

Unos 2,5 billones fueron a manos del BCE, según Adam Tooze, director del European Institute de la Universidad de Columbia, en The forgotten history of the financial crisis publicado en Foreign Affairs.

 

Nadie es imprescindible

Pero el dólar no es insustituible. De hecho, el proteccionismo de Trump, la guerra comercial con China y las sanciones a Irán podrían lograr lo que ni la devaluación de 1933 ni las crisis de 2008 consiguieron: abrir fisuras en la, hasta ahora, inexpugnable fortaleza del dólar.

El Brexit fue una primera advertencia del precio del aislamiento voluntario, al debilitar la competitividad de la City londinense frente a Fráncfort, París y Dublín y otros centros financieros europeos. Según escribe en Project Syndicate Jeffrey Sachs, director del Earth Institute de la Universidad de Columbia, el ‘America first’ de Trump va erosionar los cimientos de Wall Street más que los propios ataques del 11-S.

La guerra comercial, según Sachs, es un intento apenas disimulado de frenar el ascenso económico de China al intentar reducir sus exportaciones y su acceso a la tecnología occidental para garantizar el predominio de la superpotencia en los sectores más dinámicos –y estratégicos– de la economía global.

Lo más probable es que esa estrategia intimidatoria sea contraproducente porque reforzará aún más la determinación de Pekín de dejar de depender del comercio con EE UU, intensificar su rearme militar y crear un sistema internacional de pagos alternativo al del dólar.

Desde su fundación en 1949, la República Popular ha insistido en que el “siglo de humillación” comenzó cuando el Imperio británico obligó en el siglo XIX a la dinastía Qing a entregarle Hong Kong y hacerle concesiones comerciales claudicantes. En el último Congreso del Partido Comunista el presidente chino, Xi Jinping, prometió solemnemente que esas humillaciones nunca volverán a ocurrir.

La colisión parece inexorable. EE UU ha anunciado que desde el 24 de septiembre impondrá un arancel del 10% a 200.000 millones de dólares de exportaciones chinas, casi la mitad del volumen de su comercio bilateral. Si Pekín aplica represalias similares, una prolongada confrontación política, económica y estratégica parece inevitable.

 

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Las banderas de Estados Unidos y China en Qingdao.(STR/AFP/Getty Images)

Los elefantes y la hierba

Cuando hace poco Apple advirtió al Ejecutivo estadounidense que los precios de sus productos podían subir por la guerra comercial, Trump replicó con un tuit aconsejando a su CEO, Tim Cook, que repatrie toda su cadena de producción. La estrategia subyacente en el proteccionismo de la Administración para restaurar el antiguo poderío industrial de EE UU.

Pero China también puede hacer mucho daño a sus rivales. La última guerra comercial mundial a gran escala (1929-34) significó una caída de 66% del comercio mundial. No es extraño. Según reza un proverbio africano, cuando dos elefantes pelean, es la hierba la que sufre.

Las demandas de Trump a China implican a toda su estructura económica china y a su programa ‘Made in China 2025’ al exigirle una reducción del 60% del déficit comercial bilateral (375.000 millones de dólares en 2017), el fin del robo de propiedad intelectual y de los subsidios estatales a su sector tecnológico, la bajada de los aranceles y menos barreras para la inversión.

Según la página editorial del Washington Post aceptar esas condiciones obligarían a China a renunciar a su modelo de desarrollo. Adam Posen, presidente del Peterson Institute, cree que la confrontación será el “Afganistán económico” de la Administración: una guerra cara, sin salida e infructuosa.

China no es la Unión Soviética, un gigante militar con pies económicos de barro. China gasta hoy casi el doble en relación a su PIB en I+D que la media de la OCDE. Entre los juegos de Pekín de 2008 y 2018, el PIB chino se triplicó después de haberse triplicado ya entre 2000 y 2008, cuando la implosión del sistema bancario occidental por la quiebra de Lehman Brothers, brindó a Pekín un convincente argumento sobre la supuesta superioridad de su capitalismo de Estado.

Según estimaciones del FMI, en 2017 el PIB per cápita chino fue del 14% con respecto al PIB per cápita de EE UU al tipo de cambio y del 28% en ppp, frente al 3% y 8%, respectivamente, de 2000. Si en 2040 China tiene un PIB per cápita del 34% al tipo de cambio y del 50% en ppp, una previsión muy conservadora si se tiene en cuenta su actual tasa de crecimiento (6,5%), la economía china duplicará la estadounidense en ppp y será un 30% mayor según el tipo de cambio.

 

La nueva ruta de la Seda

El abandono de Trump del acuerdo nuclear de 2015 con Irán y la reimposición de sanciones a la República Islámica van a acelerar el proceso del desacople chino del dólar. Washington quiere que todos los países que compran crudo iraní dejen de hacerlo a partir de noviembre. Muchos se han doblegado como pueden ser Francia, Alemania o Japón. China no. En agosto compró más petróleo iraní que nunca, con lo que hoy es el principal socio comercial de Teherán.

China quiere emplear sus reservas de divisas, las mayores del mundo, sus potentes empresas constructoras, la capacidad crediticia de sus bancos y su exceso de producción de acero aluminio y cemento para integrar las infraestructuras de transporte euroasiáticas desde Shanghai a Hamburgo –lo que en 1904 el geopolítico y geógrafo inglés, Halford Mackinder, llamó la “isla mundo”– pero también sus sistemas financieros y aduaneros.

Sinólogos, como Michael Hirsch señaló en Foreign Policy, How the Tariff War Could Turn Into the Next Lehman, sospechan que el objetivo último de la llamada nueva ruta de la Seda (Belt and road initiative, BRI) es internacionalizar el yuan al convertirlo en la moneda oficial de la BRI para crear un sistema de pagos ajeno al dólar.

 

Entre la espada y la pared

En 2008 China mantuvo sus inversiones en bonos de Tesoro, de casi un billón de dólares, lo que impidió que la Gran Recesión se convirtiera en una nueva Gran Depresión. Pero si Trump cumple sus amenazas afectando a todo el comercio bilateral, Alan Blinder, exvicepresidente de la Fed, admite a Hirsch que Pekín podría comenzar a deshacerse de sus bonos del Tesoro al carecer de otras opciones.

En uno de sus últimos tuits Trump escribió que EE UU no tiene ninguna presión por cerrar un acuerdo con China: “Son ellos los que necesitan llegar a un acuerdo con nosotros. Nuestros mercados están al alza, los suyos están colapsando…”.

Poner a una gran potencia contra la espada y la pared es un juego muy peligroso. Los mercados financieros están hoy más interconectados que nunca por lo que su predisposición a los ataques de pánico puede destruir una economía con una rapidez devastadora.

El propio ministro alemán de Exteriores, Heiko Maas, ha propuesto en el artículo Making plans for a new world order, publicado en Handesblatt Global crear un sistema europeo de pagos independiente de EE UU a través de un Fondo Monetario Europeo y un sistema Swift (la organización con sede en Bruselas que gestiona el sistema de transferencias interbancarias) independiente, consciente de que mientras ello no cambie, el sistema financiero internacional seguirá siendo rehén del Departamento del Tesoro estadounidense y del poder global del dólar.

Fundada en 1973, Swift es una empresa privada –en realidad, una cooperativa propiedad de 2.400 bancos– que tiene centros de procesamiento de datos en Holanda, Suiza y EE UU, por lo que se ha convertido en una infraestructura clave para el sistema financiero internacional al ser su principal puerta de acceso a los mercados de capitales. Actualmente, es la única plataforma existente que permite hacer transferencias financieras –7.000 millones anuales– entre 11.000 bancos de 200 países del mundo, aunque no realiza pagos de manera directa.

Desde 2014, el Banco de Rusia desarrolla un sistema alternativo, el SPF, pero por ahora solo funciona en ese país. También China creó en 2015 el CIPS (sistema de pago interbancario transfronterizo), respaldado por el Banco Popular de China, sin embargo, aunque ya opera en 85 países del mundo (con 574 bancos participantes) sigue siendo minoritario. Pero solo por ahora.