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Ismael Wague, efe Adjunto del Estado Mayor de la Fuerza Aérea, antes de una rueda de prensa tras el golpe de Estado en Kati, Bamako, Malí. (Stringer/Anadolu Agency via Getty Images)

Tras dos meses de movilizaciones en el país, un contingente militar se ha levantado y arrestado al presidente. ¿Cuáles son las claves para entender qué está pasando en Malí y cuál podría ser su futuro incierto?

Un nuevo golpe de Estado, respaldado masivamente por la población maliense, tumbó el régimen de Ibrahim Bouabakar Keita (IBK) tras cumplirse dos meses de manifestaciones multitudinarias en las que la ciudadanía exigía cambios para un país a la deriva. El contingente de militares que arrestaron este martes al ex presidente de la República y al primer ministro, Bubu Cissé, además de jefes del Estado Mayor del Ejército y la casi totalidad del gobierno, tomó la televisión pública de Malí para anunciar el fin del régimen de IBK y la voluntad de abrir un proceso de transición política civil que “acabe con el clientelismo político, la gestión familiar de los asuntos del Estado y la falta de oportunidades de desarrollo”. Un fino golpe de Estado, insospechado para los fieles de Keita e inesperado para las fuerzas extranjeras presentes en el país a los que no les sonó ningún tambor de guerra hasta horas después de la detención del ex presidente. Tan dulce y plácido que hace pensar que se fraguó fuera del territorio. No acarreó siquiera ningún acto de violencia como el que sufrieron en 2012, cuando el coronel Amadou Sanogó derrocó mediante otro golpe militar al entonces presidente, Amadou Toumani Touré, y desembocó en el asesinato de 21 paracaidistas militares que fueron enterrados en una fosa común.

Desde entonces, el país intenta superar una crisis multifactorial como consecuencia de la insurgencia armada secesionista y yihadista ocurrida en 2012 en el norte de Malí que fue abortada por la intervención militar francesa denominada “Operación Serval”, cuyo objetivo era recuperar la integridad territorial y desalojar a los grupos armados. Ni lo primero y tampoco lo segundo se ha alcanzado y la inestabilidad sigue marcando la vida diaria de los malienses. La Unión Europea acompañó la misión francesa desplegando efectivos en el marco del programa EUTEM que desde 2013 entrena y adiestra a militares malienses en la base de Koulikoro (al suroeste de Bamako) para poner fin al terrorismo y al crimen organizado. Naciones Unidas, por su parte, también asentó su base en Malí e inició una nueva operación de mantenimiento de la paz que tampoco ha recibido ecos positivos por parte de la población, en especial desde que surgieron en 2019 las luchas intercomunitarias entre los dogón y los peul en la región central de Macinas. Los cascos azules, cuya principal misión es la de mantener la paz en el país, no intervinieron en ninguno de los episodios sangrientos entre los grupos étnicos. Esto produjo numerosos interrogantes porque al ser una operación de mantenimiento de paz la protección de la población debería haber sido prioritaria.

Este nuevo conflicto de cariz étnico al calor de la propagación de la violencia por parte de los grupos yihadistas complicó aún más el escenario maliense. El aumento de la inseguridad trajo consigo una nueva estrategia regional financiada por el exterior para acabar con el terrorismo que recibió el nombre de G5 Sahel, un grupo formado por cinco países de la región saheliana (Mauritania, Chad, Malí, Níger y Burkina Faso), que se comprometieron en 2014 a desplegar efectivos autóctonos en aras de recuperar la soberanía de la seguridad regional independientemente de la intervención internacional. Sin embargo, desde su lanzamiento hasta la actualidad, la operación G5 tampoco ha dejado resultados de éxito para el contexto maliense y saheliano, en general. Los efectivos de los cincos países que forman parte de este operador securitario requieren una nueva cultura de la seguridad y de la defensa adaptada a conflictos asimétricos; en donde el rival utiliza métodos propios de la insurgencia como la emboscada o el despiste y necesitan adquirir confianza durante el estallido de un conflicto del que ellos escapan sin más. Son múltiples los actores proveedores de la seguridad —Operación Berkán, liderada por Francia con más de 5.000 soldados en suelo maliense, MINUSMA con 12.000 cascos azules o G5, con alrededor de 3.000 hombres—y, sin embargo, el balance es negativo en el campo securitario. La propagación del extremismo violento entre las fronteras sahelianas y los numerosos ataques contra cuerpos y fuerzas de seguridad en Níger y Malí tienen como resultado cientos de muertos en manos de los grupos armados, lo que cuestiona la sobreproducción de la seguridad. Esto explica la reacción popular de repulsa a la operación francesa y sus aliados al año de ponerse en marcha tras el fracaso de neutralizar a los grupos terroristas o de frenar la propagación de la violencia del norte de Malí hacia el centro y sus fronteras con Níger, Burkina Faso y Costa de Marfil.

Igualmente, el proceso de paz de 2015 entre el Estado y los grupos armados secesionistas (que no terroristas), con los que se negocia una hoja de ruta, tampoco termina de aplicarse debido a posiciones divergentes. Bamako busca una mayor presencia en los asuntos políticos y económicos de la zona norte y los insurgentes independentistas consideran que el territorio debe ser sólo gestionado por sus élites árabes y tuaregs, que han dado identidad propia a este espacio desde la independencia de Malí. Aquí es donde reside la principal fuente de inestabilidad del Sahel. Un territorio de naturaleza nómada sucumbido a luchas de poder, tráficos y otras formas de criminalidad organizada.

La división territorial de facto en Malí, si bien antes se pensaba que se podría encontrar una solución para la recuperación de la zona norte, con un poder central fuerte y la colaboración de las fuerzas exteriores, esta idea en la actualidad se ha esfumado. Este país del Sahel vuelve a empezar de cero y con un contexto doméstico aún más complejo que el de 2012, que ha sido utilizado por los militares para justificar su golpe de Estado: el descontento popular ante la degradación económica, la mala gestión política o la falta de oportunidades; la pérdida territorial oficiosa del norte, la extensión de la violencia a la región central (Macina) donde una de las organizaciones terroristas lideradas por Hamadún Koufa que lleva el nombre del “Frente de Liberación de Macinas” ha logrado federar a cientos de jóvenes de etnia peul y ha propagado la violencia más allá de las fronteras. A esta organización se suman el Grupo de Apoyo del Islam y los Musulmanes (GSIM) y la organización con similares bases ideológicas, Estado Islámico para el Gran Sáhara (EIGS).

En ese contexto de elevada inseguridad, el presidente Ibrahim Boubakar Keita llegó al poder a través de unas elecciones presidenciales democráticas celebradas en 2013. Lo hizo impulsando una nueva estrategia de colaboración con los líderes religiosos y abriendo el islam en la esfera pública, con la finalidad de adquirir una mayor aceptación de la población maliense. Para ello, recurrió a una de las figuras más populares y carismáticas del Islam Político actual, Mohamed Dicko, alineado a las tesis de la corriente wahabí, cuya capacidad de movilización es mucho más elevada que la de cualquiera de los que ostenta el poder en el país. De hecho, su intervención en la campaña electoral fue esencial para movilizar votos en favor de Keita. Creó un movimiento político-religioso, Sabati 2012, que apoyó su candidatura hasta elevarlo a la presidencia. IBK y su equipo de confianza consideraron que el voto del islam era primordial para su elección y sus años de legislatura y futura reelección. Así se posicionó el entonces presidente, visualizando su práctica religiosa y permitiendo una mayor presencia de la religión islámica en el espacio público. Las referencias religiosas en el discurso político han sido constantes en la figura del presidente depuesto.

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Manifestación en las calles de Bamako contra el presidente depuesto Ibrahim Boubacar Keita, tras el golpe de Estado en Malí. (John Kalapo/Getty Images)

Sin embargo, aunque parecía que el objetivo de Mohamed Dicko no era saltar al campo político proponiendo un cambio de modelo de Estado para Malí, lo cierto es que su participación en política levanta muchos interrogantes por su doble agenda. Su legitimidad popular se ha visto aumentada a partir de la decadente situación interna a la que hacía referencia en sus sermones multitudinarios. Dicko se desvinculó del apoyo oficial a Keita para iniciar una campaña de duras críticas contra su gestión teniendo en cuenta la degradación de la economía y de lo social que se reflejan en el índice de desarrollo humano, uno de los más bajos del mundo. Según datos del PNUD, más del 50% se sitúa en una pobreza multidimensional extrema. El pasado mes de junio encabezó un inédito movimiento que enseñó una nueva cara de la sociedad maliense altamente activa en los asuntos políticos: el movimiento M5, una alianza entre la sociedad civil y opositores políticos de diferente índole ideológica que consiguieron que miles de malienses secundaran el principal eslogan (Mali/Manifestation du M5: ce qui s’est passé à Kayes): dimisión de IBK por su laxitud en la gestión interna del país.

Han sido más de dos meses de movilizaciones sociales que, por un lado, han conseguido convertir a Dicko en un actor indispensable para la vida política del país, por lo que su rol estrictamente religioso ha quedado cuestionado. Por otra parte, ha levantado un halo de esperanza de cambio, a pesar de las múltiples crisis que le envuelven. De momento, hay más incógnitas de futuro que respuestas para este país clave del Sahel, que prepara una institución transitoria compuesta por 24 miembros que incluye militares, una representación de la sociedad civil, de partidos políticos, asociaciones de mujeres y del colegio de abogados, además de figuras destacadas de las organizaciones religiosas, así como malienses de la diáspora. Todos tendrán voz en la transición para la convocatoria de unas nuevas elecciones presidenciales. Resuelto el proceso político que tendría que devolver a Malí al orden constitucional, quedaría el expediente por el que se han desplegado estrategias de seguridad de actores regionales e internacionales, la recuperación de la integridad territorial del norte bajo el liderazgo de los grupos armados opositores de la administración central. El Estado maliense busca cerrar el diálogo con los representantes legítimos de la población del norte para volver a la región, un cese definitivo del uso de las armas y un compromiso, aunque difícil por los vasos comunicantes, las alianzas tribales y los intereses económicos de los grupos armados secesionistas para hacer frente a los grupos terroristas con los que comparten tan codiciado espacio.