No, todavía existe la oportunidad de revitalizar las relaciones entre Europa y Estados Unidos a través del Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión (ATCI).

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Hace solo unos meses con motivo de las elecciones estadounidenses, se especulaba que a pesar de la retorica de la campaña electoral, no eran previsibles cambios sobre la importancia que Estados Unidos concede a Europa. En plena reconfiguración del poder internacional (fundamentalmente en su dimensión económica) que nos obliga a dirigir la atención hacia los países emergentes al sur y al este del eje tradicionalmente atlántico. Sin embargo, en el primer discurso a la Nación de su segundo mandato, el presidente Barack Obama decidió apoyar e invertir un esfuerzo político en la iniciativa (ya adelantada por la saliente secretaria de Estado, Hillary Clinton) de un acuerdo trasatlántico de libre comercio rebautizado hace solo unos días en “Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión (ATCI)”. Se debe tener en cuenta que la economía transatlántica representa alrededor del 50% del PIB mundial, y a pesar de la crisis internacional, la UE y Estados Unidos siguen siendo mutuamente los socios comerciales más relevantes. No hay otro vínculo comercial en el mundo tan importante y a la vez tan integrado como el transatlántico.

El mero anuncio de la posibilidad de una zona de libre comercio, la de mayor peso del mundo, fue y sigue siendo un revulsivo tanto para Europa como para otros países. El comercio (tras el impasse de la Ronda Doha) vuelve a adquirir protagonismo y se constituye en el motor de un nuevo mapa mundial de espacios comerciales y geopolíticos. Los anuncios se han multiplicado: México  (que además de pertenecer al NAFTA tiene un acuerdo de libre comercio con la UE) y Turquía ya han expresado su interés en participar en un acuerdo de esta índole. Brasil y México estarían negociando un acuerdo bilateral que puede cambiar la configuración de los espacios regionales latinoamericanos ya que abre nuevos ámbitos de expansión económica al gigante brasileño, aprovechando la posición bioceánica de México, que se encuentra en una posición privilegiada para aprovechar el dinamismo del mercado asiático pero también la revitalización del espacio atlántico. Además, la Unión Europea ya tiene acuerdos con Colombia, Perú, Corea del Sur, Australia y Chile y está negociando con Singapur, Malasia, Vietnam y Japón, quienes además también formarían parte de la Asociación del Transpacífico (Trans-Pacific Partnership [TPP])

Sin embargo, las implicaciones de un acuerdo de estas dimensiones entre Estados Unidos y la UE van más allá de las consecuencias económicas en materia de empleo o crecimiento económico  analizadas por diversos expertos en la materia.

Por un lado, es una forma de anclar y ampliar la base desde donde Estados Unidos realiza el pivote hacia Asia y Pacífico. Hasta ahora, la Administración Obama había planteado su giro estratégico de una forma autónoma, aclarando que Europa seguía siendo un aliado incondicional y reclamando una mayor implicación europea en áreas como Oriente Medio y el Norte de África. Sin embargo, la concreción de este acuerdo de comercio e inversión facilitaría una alianza más estrecha con Europa, dotando de una mayor profundidad estratégica a esa relación que permitiría que ese giro asiático se realice de forma acompasada y coordinada desde el eje transatlántico, entendido como la suma de la UE y EEUU.

Por otro lado, esto plantea la oportunidad para que ambos definan los estándares y las normas generales de la economía mundial frente a otras potencias. Esta convergencia de normas y procedimientos permitiría avanzar en unas relaciones que, aunque ya son fluidas y estrechas, aún adolecen de cierta desconfianza mutua y reforzaría una alianza trasatlántica para una mejor gestión de los problemas comunes y la provisión de bienes públicos globales.

Sin embargo, esto no debe entenderse como un intento desesperado por mantener un status quo de un Atlántico que perderá relevancia en la redistribución de poder en el sistema internacional, tal y como evidencian todas las previsiones y proyecciones económicas. La tendencia estructural es clara,  y así lo demuestra el Índice de Presencia Global del Real Instituto Elcano (IEPG). Según los últimos datos para 2012, de los 20 países con más presencia global, siete ya son economías emergentes y China ha escalado hasta el cuarto puesto (Francia desciende del cuarto al quinto lugar) en presencia global, mientras Brasil asciende al puesto 19º. Sin embargo, Estados Unidos sigue manteniendo un primer puesto en las tres dimensiones del IEPG: económica, militar y en presencia blanda. Si los europeos nos decidiéramos a dar un salto cualitativo para concretar una verdadera unión económica y política, nuestra presencia triplicaría a la de China.

Por el contrario, éste sería el momento propicio para adoptar una mirada renovada a un nuevo Atlántico, más amplio y más dinámico, en el que otros actores como Brasil, México, Marruecos y Sudáfrica reclaman posiciones en el escenario internacional.

La noción de puente entre Europa y América Latina (hasta cierto punto) se encuentra superada, ya que la capacidad de influir de un país como España en unas corrientes de poder que superan la capacidad de control de cualquier Estado-nación es mucho menor  que cuando se acuñó este concepto para la política exterior española a raíz de la adhesión de España a la UE. Por ello, España, que está en una posición geográfica y política que tradicionalmente se ha considerado periférica, se encuentra hoy en una encrucijada de caminos entre los cuatro extremos de este nuevo eje atlántico que se erige como clave en el escenario internacional que se vislumbra.

 

 

 

 

 

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