Estados Unidos y la Unión Europea deben unir fuerzas para promover la democracia, los derechos humanos, la libertad, la justicia y la igualdad.

 

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AFP/Gettyimages

 

Era más sencillo en la época de la guerra fría, ¿verdad? Un país en transición podía encaminarse en dos direcciones: hacia la democracia liberal de estilo occidental o hacia el totalitarismo comunista. Y cada lado sentía una necesidad ineludible de apoyar a sus aliados y atraer a otros nuevos, si algún otro país emprendía la transformación. Recordemos que la Unión Europea aceptó incorporar a Grecia, Portugal y España antes de que les diera tiempo a volver a caer en regímenes autocráticos. La integración tuvo, más que motivos económicos, motivos políticos. Si nos remontamos a las raíces de la UE, descubrimos que el cómodo paraguas protector de Estados Unidos fue lo que permitió que una Europa en recuperación reviviera su economía y consolidara la democracia. EE UU también prestó su respaldo a todos los avances democráticos europeos posteriores y los dos fueron capaces de trabajar juntos para promover los valores que compartían. Mientras tanto, en el otro lado, veíamos edificios en llamas en Budapest, miles de soldados soviéticos en las calles de Praga, la ley marcial en Polonia y el símbolo más tristemente célebre: el muro de Berlín. El máximo ejemplo de la batalla geopolítica entre ideologías.

La vida parecía más sencilla cuando creíamos, sinceramente, que representábamos los valores humanos universales, las libertades individuales y unas oportunidades ilimitadas que se englobaban en el impreciso pero adorado nombre de “democracia”. Frente al totalitarismo de nuestros vecinos orientales, a este lado del Telón de acero defendíamos la democracia. Todos nosotros, estadounidenses y europeos, el viejo Occidente.

Y entonces vencimos. O eso creíamos. La Unión Soviética cayó, pero también se derrumbó la colaboración entre Estados Unidos y Europa para sostener y promover la democracia. La euforia de los increíbles acontecimientos de finales de los 80 y principios de los 90 parecía indicar que esa colaboración ya no era necesaria. Daba la impresión de que la tercera ola de democratización que había teorizado Huntington iba a arrastrar todos los restos de tiranía de la superficie terrestre. Sin embargo, nunca fue así.

Después de acabar con la amenaza comunista en el Este, los aliados de la guerra fría, Estados Unidos y la UE, volvieron la mirada hacia adentro, hacia sus intereses respectivos. Dejaron de ser una sola entidad que promovía los derechos humanos universales y los valores democráticos. En consecuencia, la imagen de Occidente como fuerte sostén de la democracia se difuminó y se convirtió en una sombra de los ideales humanitarios, en vez de su poderoso guardián. La UE consiguió democratizar una docena de países con las grandes ampliaciones de 2004 y 2007. Pero ésa también fue una herencia de la guerra fría, un trabajo que había que acabar. EE UU parece haber puesto en tela de juicio el concepto mismo con varias guerras bajo la bandera de la democracia. Pero lo que agravó la situación fue la falta de coordinación entre los dos en materia de política exterior. No supieron ni ponerse de acuerdo sobre la mejor respuesta a las nuevas amenazas externas ni actuar con coherencia, y eso erosionó su legitimidad como grandes democratizadores mundiales.

La guerra fría fue una rivalidad muy ajustada en todos los frentes: militar, económico, ideológico e incluso deportivo. Pero la única batalla en la que Occidente, representado sobre todo por Estados Unidos y Europa, gozaba de una clara ventaja era la de los valores. La libertad y la seguridad individual, el respeto a los derechos humanos en toda su diversidad, la libertad de expresión y de reunión, la libertad para ser uno mismo y la libertad de elección, eran valores apreciados en las sociedades democráticas y anhelados al otro lado del telón de acero. Los ciudadanos del bloque oriental introducían de contrabando vaqueros, discos de los Beatles y los Rolling Stones, literatura prohibida y Coca Cola, como símbolos materiales de los valores universales inmateriales que les faltaban en sus países y a los que tan desesperados aspiraban. Al margen de qué sistema social y político fuera más justo o más fuerte, estos valores eran universales, y ahí estaban estadounidenses y europeos para protegerlos.  Ahora deben regresar con un programa común y un esfuerzo coordinado para apoyar la democracia, los derechos civiles y los derechos humanos en cualquier lugar que sea necesario.

Aquella gente cuya única forma de protestar contra la opresión era llevar Levi’s comprados a escondidas y corear a Mick Jagger en tranquilas reuniones en la cocina tenía fuerza y esperanzas porque sabía que había poderosos actores que estaban haciendo todo lo posible para sostener esos mismos valores humanitarios, los mismos ideales de democracia y libertad. Y aquella gente sigue existiendo. Esas personas están hoy repartidas por el mundo, en Venezuela y Egipto, Marruecos y Ucrania, Bielorrusia y Turkmenistán, Rusia y China. Todavía luchan, todavía sufren torturas y persecución, todavía levantan la voz y son acalladas con porras y prisiones. No quieren ver vacilaciones ni oír declaraciones disonantes y mal expresadas. Necesitan ver a Estados Unidos y la UE actuando de manera conjunta y coherente, con una postura firme a favor de los valores sobre los que se fundaron.

Y si hace falta que haya una nueva Guerra Fría, quizá tenga que haberla. Esta vez, no entre capitalismo y socialismo, sino entre democracia y autoritarismo. A principios de junio, en la reunión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, un grupo que se denominaba “Países de ideas afines” presentó un frente unido contra la resolución sobre la situación de los derechos humanos en Bielorrusia, redactada por el Relator Especial de la ONU Miklós Haraszti. Del grupo, encabezado por Rusia, formaban parte Azerbaiyán, Venezuela, Cuba, Zimbabue, Birmania, Bahréin y varios Estados centroamericanos, todos famosos por el carácter represivo de sus regímenes políticos. Su propósito era redefinir los derechos humanos para permitir que cada gobierno decidiera qué es lo que entra en esta categoría en su país. Si los regímenes autoritarios han decidido unirse, las democracias deberían hacerlo también.

Tal vez el club de los dictadores consiga convencernos de que el concepto tradicional de derechos humanos y los valores democráticos han quedado obsoletos junto a la guerra fría.… Hasta que lo logren, me reafirmo en mi opinión de que Estados Unidos y la UE deben unir fuerzas para promover la democracia y ser la avanzadilla del mundo en materia de derechos humanos, libertad, justicia e igualdad.

 

 

 

 

 

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