Los refugiados de Sudán y Eritrea ponen en cuestión uno de los principios fundacionales de Israel. 

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AFP/Getty Images

Han pasado cinco años desde que una mayoría en el Parlamento israelí, 63 diputados sobre un total de 120, firmara un documento contra la expulsión de los refugiados que habían llegado a Israel escapando de la guerra civil y de las persecuciones religiosas en Sudán. Por aquel entonces, los refugiados llegados a Israel no contaban más de dos mil personas y se encontraban,  en su mayoría, en el desierto del Négev, repartidos en kibutz y en ciudades como Beer Sheba. Habían llegado a pie, pasando por Egipto, y con la esperanza de una vida mejor en “un Estado que hacía barbaridades” –en palabras de Emanuel, un adolescente recién llegado a Ibim, una aldea de la Agencia Judía, en 2007- según les habían advertido en Jartum o en El Cairo.

Actualmente residen  en Israel entre 45.000 y 60.000 inmigrantes africanos en busca de asilo, según el mismo premier israelí, Benjamín Netanyahu. El sur de Tel Aviv se ha convertido en una verdadera colonia de inmigrantes procedentes de Sudán y Eritrea, y tras diversas convulsiones sociopolíticas en las que han sido protagonistas, el debate sobre qué hacer con este colectivo ha cobrado una gran importancia en el Gobierno y en la sociedad israelí.

Desde 2005, cuando los refugiados empezaron a cruzar la frontera del Sinaí, comenzó una luna de miel, mediática y diplomática,  entre los sudaneses perseguidos por el Gobierno islamista de Jartum e Israel.  Simon Deng, por ejemplo, que fue un niño esclavo, ahora reside en EE UU y es un símbolo de la lucha por los derechos humanos en Sudán, ha apoyado, vehementemente, a Israel en los foros internacionales por haber recibido a miles de refugiados.

Se estaba formando una alianza natural entre ambas sociedades que tuvo su esplendor máximo cuando Sudán del Sur consiguió la independencia en julio de 2011. En las celebraciones lucieron banderas de Israel y uno de los creadores del Ejército del nuevo país, Elia Dimo, declaró eufórico: “¡Amamos al pueblo de Israel!”. En este orden de admiración y simpatía, el recién nombrado presidente de Sudán del Sur, Salva Kiir, como primer destino internacional eligió suelo israelí y agradeció a Simon Peres todo el apoyo prestado y, como si de un presidente estadounidense se tratara, declaró que ambas naciones “comparten valores y batallas”.

Sin embargo, el Gobierno israelí ha mostrado algo de indecisión y apatía ante el problema de los refugiados africanos. Si bien ha favorecido en cierta medida la entrada de éstos a Israel, no ha habido una política clara a la hora de conceder el asilo político a aquellos que lo piden. Además la asistencia y la ayuda sociales prestadas a los refugiados han sido llevadas a cabo por ONG israelíes sin que el Ejecutivo haya tomado una posición protagonista y determinante.

Los años han pasado y el Gobierno ha dejado fermentar el problema. Centrados en otros asuntos de capital importancia como el proceso de paz con Palestina, la Operación Plomo Fundido, el programa nuclear de Irán, la liberación del soldado Gilad Shalit o la crisis económica mundial, los sucesivos gabinetes han ido posponiendo el asunto.

Por un lado, y debido a la inexperiencia de políticas de asilo –Israel ha absorbido a millones de refugiados judíos otorgando la nacionalidad israelí mediante la Ley del Retorno, pero sólo se aplica a personas que tengan, al menos, uno de los cuatro abuelos judío- ha habido una descoordinación en varios ministerios competentes en la materia –el Gobierno de Ehud Olmert, ante ello, creó en 2008 la Autoridad de Población, Inmigración y Fronteras- sumado a que la ausencia de relaciones diplomáticas con Sudán dificultaba aún más la tarea. Por otro lado, ha favorecido sus condiciones facilitando la obtención de permisos de trabajo.

En este sentido, el Tribunal Supremo flexibilizó aún más la situación de los refugiados africanos al dictar una sentencia el 13 de enero de 2011 que permitía trabajar a cualquier refugiado africano en busca de asilo al no multar a los empresarios que los contrataran, aunque dichos refugiados no hubieran obtenido visado de trabajo. De esta manera, el Supremo reconocía una situación de asilo de facto.

Sin embargo, el pasado 1 de abril, el Ministerio del Interior emitió una orden de deportación para 1.500 sudaneses que estaban en situación ilegal y sin trabajo. El Gobierno aducía que estas personas se habían infiltrado ilegalmente por la frontera y que debido al nacimiento de Sudán del Sur ha disminuido el riesgo para los refugiados en su país de origen. Así se pronunció también en junio el Tribunal del Distrito de Jerusalén ante un recurso presentado por organizaciones de derechos humanos a dicha orden ministerial y en donde el órgano judicial confirmaba que debido a la independencia del Sur sudanés, el Estado israelí no estaba obligado a mantener la situación de asilo de facto. William Tall, representante de ACNUR en Israel, declaró que le sentencia se dicta en concordancia con el fin de la guerra en Sudán.

El director ejecutivo del Africa Refugee Development Center, Yohannes Bayu, expuso que “todos los refugiados viven ahora con miedo” y criticó al Gobierno afirmando que “cuando no hay una política clara, cualquier cosa puede pasar”. Eli Yishai, ministro del Interior israelí, por su parte dijo que la mayoría de refugiados se dedicaban a la actividad criminal y que la orden no es una guerra abierta contra ellos, sino un intento de preservar el sueño judío-sionista en la tierra de Israel.

La situación continuó  tensándose y entró con fuerza en el debate nacional cuando el pasado mes de junio varios refugiados africanos fueron detenidos en Tel Aviv  acusados de violación.

La manifestación organizada en la capital contra los inmigrantes sudaneses y eritreos, que no superó el millar de asistentes, así como los asaltos espontáneos a negocios africanos durante la concentración, fueron cortejados por declaraciones como la de  Miri Regev, parlamentaria israelí del Likud  “son un cáncer en nuestro cuerpo”-después dijo que estaban sacadas de contexto y pidió disculpas- o las palabras abiertamente xenófobas del parlamentario de Unión Nacional, Michael Ben Ari, que acusó a la policía de querer dar trabajo a los africanos.

Las autoridades comenzaron, después de estos incidentes y de acuerdo con la orden ministerial,  la deportación de 200 refugiados a Juba este verano y han continuado con la deportación de los que residen de forma ilegal y se muestran dispuestos a volver a Sudán del Sur voluntariamente. Además el Gobierno daba una ayuda económica de 1.300 dólares a las familias que de forma voluntaria quisieran ser repatriadas.

En este contexto,  tanto grupos a favor de los derechos humanos como los de extrema derecha han tomado a los refugiados como una de sus banderas ideológicas.

El Gobierno, por su parte, como todos los anteriores desde la creación del Estado de Israel, tiene una agenda con problemas casi centenarios. No quiere añadir otro más y, después de titubear durante años, está favoreciendo la repatriación de inmigrantes que no tienen trabajo.

Pero es en la sociedad israelí, especialmente sensibilizada con las persecuciones y con los refugiados, en la que existe una ferviente polémica. En palabras del ex ministro y mítico militante de la izquierda israelí, Yossi Sarid, “todo lo que está pasando es una decepción, Israel es un Estado formado por refugiados. Debemos ayudarles.”

Ciertamente, las manifestaciones xenófobas de Miri Regev o Michael Ben Ari, ambos miembros del Parlamento israelí, acuden a la demagogia clásica en la materia: nos roban el trabajo, son un peligro para nuestra sociedad, se dedican a la delincuencia… y son realmente preocupantes para la democracia israelí. Sin embargo, la manifestación de Tel Aviv, fue numéricamente anecdótica y no se ha secundado en otras ciudades ni pueblos.

No existe un problema xenófobo contra los refugiados africanos en Israel, pero este sentimiento puede crecer si la sociedad civil no actúa en consecuencia y reprueba las actitudes y declaraciones de líderes que utilizan la cuestión de los refugiados africanos como una causa política y azuzan sentimientos demagógicos e intolerables para cualquier democracia.

En el debate público la situación de los sudaneses y eritreos ha llegado a los principios fundacionales del Estado israelí: si Israel fue creado para acoger a millones de refugiados judíos de todo el mundo, tiene la obligación, inequívocamente, moral de ayudar a los que han escapado de persecuciones religiosas y políticas.

Al ser un país pequeño y con minorías crecientes como la árabe, que cuenta con más de un millón de ciudadanos, Israel no tiene una capacidad de acogida que asegure, a medio plazo, mantener la mayoría judía -la Oficina Central de Estadísticas acaba de publicar que bajo la soberanía israelí ya los judíos son minoría: 5,9 millones de judíos (incluyendo la Franja de Gaza) frente a  6,1 millones que no lo son. Una vez más, la obsesión israelí de la supervivencia, extendida a todo el pueblo judío, vuelve a jugar un papel importante en una cuestión polémica y fundacional para el Estado.

 

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