Unas elecciones deslegitimadas, un gobierno en Kabul vinculado a la corrupción y la pérdida de credibilidad de las tropas internacionales propician que los talibanes estén creando un Estado paralelo en Afganistán. ¿Cómo se puede combatir el avance de los extremistas? Dando más protagonismo a la vía política y transfiriendo las operaciones de contrainsurgencia a los afganos.

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Los dudosos resultados de las últimas elecciones afganas, lejos de cumplir con la finalidad con que fueron convocadas -reforzar a un Gobierno que ha sido débil ante la masiva corrupción e incapaz de controlar la seguridad del país- corrían el riesgo de acentuar ese debilitamiento en el que ya estaba inmerso para hacer frente al cada vez más diseminado Estado paralelo talibán, un fenómeno que empieza a despuntar en el país centroasiático.

Las elecciones pretendían ser una prueba de fuego para reforzar esa falta de autoridad desde la que el gobierno de Kabul apenas controla ya el entorno de la capital. Ante la nueva disyuntiva electoral apremiaba cerrar el ciclo de los comicios, principal objetivo de la insurgencia, y dotar de nuevos rostros a un Ejecutivo que debía abrir con fuerza una nueva etapa de cambios. Tras la retirada del candidato opositor, Abdulá Abdulá, Hamid Karzai repite como presidente por descarte. Por lo tanto, esa nueva y necesaria fase es más difícil de imaginar con alguien demasiado vinculado a la fragilidad de un Estado corrupto y que ha mostrado falta de liderazgo para responder al avance de los talibanes.

Las claves de la recuperación de los extremistas se asientan sobre unas bases sólidas, apoyo financiero, humano y armamentístico desde el exterior; pero con dos elementos novedosos que la hacen todavía más preocupante: el establecimiento de un Estado paralelo que funciona, guiado por un proteccionismo que el propio Estado afgano no puede proporcionar a la población, atrayendo así a quienes antes no les eran afines, y la emergencia de una nueva generación de líderes talibanes treintañeros bien entrenados.

Si a esto le añadimos la pérdida de credibilidad que la comunidad internacional está acusando entre la población afgana, que en estos momentos no distingue entre los que llevan acabo operaciones de combate y quienes realizan tareas de reconstrucción, la presencia internacional está muy asociada a la guerra contra el terror lanzada antaño. Tampoco se sabe a ciencia cierta si continuar simultaneando las operaciones de combate con la reconstrucción es recomendable en términos de utilidad para la población y de seguridad para las tropas.

Con estas circunstancias cobra menos cordura una solución militar encabezada por tropas internacionales, y se hace más prioritaria la vía política, la irrupción del Estado de Derecho en el espacio alternativo que están llenando los nuevos talibanes. Y con ello anunciar una retirada, aunque sea a futuro o a medio plazo, con el fin de crear un efecto en una opinión pública que se muestra desfavorable.

Sería inevitable también negociar con los gobernadores provinciales, pues son los principales benefactores de la presencia de los grupos insurgentes en sus zonas

Sería inevitable también negociar con los gobernadores provinciales, pues son los principales benefactores de la presencia de los grupos insurgentes en sus zonas. Incentivar a los líderes tribales a cambio de una integración en el sistema político es crucial, ligado al refuerzo de los programas de desarme y de la erradicación del cartel de opio, así como ir retirando el apoyo a los talibanes. Por la idiosincrasia de Afganistán parece razonable que el poder de las provincias acabe reflejándose de una forma más clara en el sistema político. Ofrecer estas alternativas de integración y reinserción a los talibanes también va cobrando fuerza en la Administración estadounidense. Pero sobretodo hay que aumentar el sueldo de la policía y del Ejército afganos, con la intención de que deriven en cuerpos profesionales, bien cohesionados, donde no haya deserciones hacia los más suculentos grupos guerrilleros.

Tampoco sería descabellado tener como referencia algunas experiencias con buenos resultados en otros lugares. En el caso de Chad, precisamente la iniciativa transahariana estadounidense ha dotado de recursos y apoyo a las fuerzas regulares del país para su entrenamiento, y por sí mismas están encabezando las operaciones contra Al Qaeda en su territorio.

Por otro lado, girar la vista a Irak supone entender que misiones como la de la Unión Europea -pionera en operaciones civiles de apoyo a la reconstrucción y al Estado de Derecho desde el respeto a la gobernabilidad- lleva casi cinco años liderando la formación y la dotación de capacidades de la policía, del sistema judicial y penitenciario iraquíes. Del grueso de esta experiencia se puede extraer como conclusión que una dinámica similar, adaptada a las necesidades afganas, podría funcionar si los países de la UE y sus socios transatlánticos decidieran dotar de un alto perfil a una misión compacta destinada a entrenar a las fuerzas afganas y a conformar un Estado gobernable. El replanteamiento de la estrategia global de la OTAN y de la Coalición se va encaminando en esta dirección.

Hacer frente al nuevo talibanismo que está tomando terreno sobre el país del Indu Kush es una tarea compleja, pero debe hacerse de modo urgente. La manera es priorizando la vía política y transformando las operaciones militares en civiles con el fin de transferir las operaciones de contrainsurgencia a los afganos. En esa ardua tarea la implicación y evolución de los países vecinos es vital, pues de cómo queden fijadas las fronteras con Waziristán y con Irán depende mucho una solución sostenible a largo plazo.

 

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