La creación del euro ha sido uno de los éxitos más evidentes de la Unión Europea de las últimas décadas. Además de su fuerte valor simbólico, ha supuesto uno de los pilares de la estabilidad en Europa, tanto en el periodo de expansión económica como en la reciente recesión. Países como Italia, Grecia, España o Portugal, acostumbrados a ver sus monedas sometidas a ataques especulativos en momentos de dificultades económicas, han disfrutado de un anclaje muy eficaz para evitar tasas de inflación elevadas y han tenido una mayor capacidad de financiación exterior. Esto ha permitido acomodar la fuerte expansión económica previa a la recesión de manera no inflacionaria, esencialmente porque han importado la credibilidad de la política monetaria alemana a través del Banco Central Europeo, que heredó en buena parte su filosofía.

La crisis económica de los dos últimos años ha supuesto un test importante para la zona euro. Muy recientemente, el presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, ante las preguntas sobre la posibilidad de que Grecia abandonase el euro o se rompiese la unión monetaria, señaló que no le gustaba responder a hipótesis “absurdas”. La respuesta es en parte defensiva para no crear expectativas negativas, pero la agresividad de su formulación encierra una verdad: a Grecia y a cualquier otro país endeudado que abandonase la zona euro le iría mucho peor fuera que dentro.

Aunque sus efectos sobre la estabilidad económica han sido claramente positivos, el papel del euro como moneda de peso internacional no ha llegado a ser tan importante como algunos esperaban, de manera que el dólar estadounidense sigue siendo la referencia en los mercados financieros. En un primer momento, tras su puesta en marcha, el euro tuvo un periodo de fuerte depreciación, que se vio corregida después con una significativa apreciación, como consecuencia del desequilibrio externo de la economía norteamericana. En este contexto, la posibilidad de que el euro releve al dólar como moneda predominante ha sido tema de debate recurrente. Existen consideraciones económicas y políticas que reducen las posibilidades de que el euro sustituya al dólar como moneda de referencia. Por un lado, gran parte del ahorro de los países emergentes está invertido en activos americanos, sobre todo en deuda pública. Una depreciación del dólar les supondría una pérdida de capital importante, que no están dispuestos a aceptar. Por otro, el crecimiento potencial de EE UU previsto para la próxima década es mayor que el de los países de la zona euro. La menor flexibilidad de la economía europea respecto a EE UU es parte de esta explicación, como lo es una mayor capacidad para invertir en innovación y desarrollo y, sobre todo, de aprovechar más esa inversión. El estancamiento de la población en Europa tampoco juega a favor. Así, el mayor rendimiento de las inversiones en EE UU provoca la atracción de capitales que apoyan a su moneda.

La historia demuestra que la preponderancia de una moneda no se consigue en unos pocos años, sino que es cuestión de décadas de estabilidad y crecimiento sostenido. El papel del euro en los mercados internacionales es ahora mayor que la suma de las monedas que sustituyó, pero no sería lógico que el euro sustituyese al dólar a corto o medio plazo. Tampoco tendría por qué ser un objetivo en sí mismo. Lo más probable es que en los próximos años la moneda europea vaya adquiriendo más peso, sobre todo en las regiones del mundo con las que tiene más relación. En ese escenario, la importancia relativa del euro podría ser similar a la del dólar. De momento, es suficiente con aprovechar las ventajas que en términos de estabilidad económica y de reducción de costes de transacción supone tener una moneda común que ha resistido los embates de la mayor crisis en muchas décadas.