Vamos a dejarlo claro: las economías europeas están librando una lucha a vida o muerte. Y la única solución inteligente que tienen ahora es dividir la moneda común en dos.

 

Echando hacia atrás la mirada a los últimos 18 meses de la crisis de la deuda en Europa, el economista Lorenzo Bini Smaghi, miembro del comité ejecutivo del Banco Central Europeo, invocó recientemente la famosa ocurrencia de Winston Churchill, “Uno siempre puede contar con que los estadounidenses hagan lo correcto, después de haber intentado todo lo demás”.

Y los europeos, aseguró a su audiencia, también acabarían acertando… en última instancia. Pero todo este ir y venir desde que estalló la crisis griega está pasando factura, como puede percibirse en la creciente falta de confianza del mercado en que finalmente se vaya a encontrar una solución duradera a los problemas de fondo. Esta vez, incluso los estadounidenses parecen estar teniendo dificultades para hacer lo correcto, o al menos para hacerlo en el momento correcto, como pusieron de manifiesto las turbulencias del mercado que siguieron a la rebaja en la calificación de la deuda soberana de EE UU por Standard & Poor’s.

Probablemente es demasiado pronto para decir si los líderes de Europa han llegado de verdad a un acuerdo sobre cuál sería la actuación correcta, pero al menos ahora parecen reconocer la dimensión de los problemas a los que se enfrentan. Lo que hay en este momento sobre la mesa son cambios fundamentales en el sistema financiero del continente. Las opciones que se están debatiendo abiertamente incluyen incluso una medida que hace un año resultaba impensable: acabar después de 13 años con el experimento de Europa con una moneda única. Pero incluso si esta posibilidad final -la llamada “opción nuclear”- acabara aprobándose, como sucede siempre, habría una manera adecuada y una manera equivocada de ponerla en práctica.

 

Sean Gallup/Getty Images
Informe especial de FP: EL FUTURO DEL DINERO

 

¿Cómo de mala es la situación? En una palabra, mucho. La última etapa de la crisis de la deuda soberana europea ha sido, sin ningún asomo de duda, la más grave y la más potencialmente desestabilizadora para el sistema financiero global de todas las que hemos presenciado hasta la fecha. La presión sobre los diferenciales de deuda en los mercados de deuda de los países de la castigada periferia de Europa se ha vuelto tan extrema que el Banco Central Europeo (BCE) se vio obligado a cambiar de rumbo solo tres días después de su habitual reunión mensual de agosto, interviniendo con toda su potencia en los mercados de bonos español e italiano. Aunque la dimensión de la intervención todavía se desconoce, las estimaciones del mercado oscilan entre los 4.000 y los 9.000 millones de euros en el espacio de dos días. Para dar cierta perspectiva a esta cifra, tengamos en cuenta que todo el programa de compra de bonos para Grecia, Irlanda y Portugal hasta la fecha sólo ha utilizado unos 74.000 millones de euros, y esto en más de un año de intervención.

Junto con las intervenciones anteriores en Irlanda, Portugal y Grecia, el BCE se ha convertido en el comprador de último recurso de los bonos de la periferia de Europa, pero esto sólo puede ser una medida provisional porque el volumen de bonos que sería necesario comprar de forma continua es tan enorme que excedería con mucho los límites de los estatutos fundacionales originales del banco.

La gravedad de la situación se puso de relieve el 3 de agosto cuando el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, explicó a los periodistas que las actuales “tensiones en los mercados de bonos reflejan una creciente preocupación entre los inversores sobre la capacidad sistémica de la zona euro para responder a esta crisis que sigue evolucionado”.

Para ser claros, lo está en juego no es ya una cuestión relacionada únicamente con la reestructuración de la deuda griega o con el grado de implicación del sector privado en cualquier ajuste de deuda de este tipo. La actual crisis es de naturaleza existencial, y si se dejara sin resolver provocará contagios -una cuestión de vida o muerte para la moneda única europea. En el mismo preciso momento en el que el BCE estaba decidiendo sobre su último programa de compra de bonos, los medios de comunicación alemanes estaban ya aireando los temores de que las cantidades necesarias para un rescate generalizado podrían ser demasiado grandes para que las aceptaran siquiera los países más ricos del núcleo de Europa.

En palabras del ex primer ministro británico Gordon Brown el 7 de agosto: “No existen ahora suficientes llamadas de fin de semana que puedan resolver lo que es una crisis financiera, macroeconómica y fiscal al mismo tiempo”. Resolver la crisis implica “una restructuración radical tanto de los bancos de Europa como del euro, y casi con toda seguridad exigirá la intervención del G-20 y del Fondo Monetario Internacional”.

 

¿Pecado original?

Percibido por muchos como algo mal concebido y no del todo legítimo, el tema de los orígenes del euro ha sido durante mucho tiempo motivo de una controversia y un debate intensos, en especial entre los economistas de un lado del Atlántico y los del otro. Como Smaghi afirmó en su discurso de julio en la Hellenic Foundation for European and Foreign Policy, en Estados Unidos una crisis financiera importante no pone en cuestión todo el conjunto del sistema institucional y político, y no se considera que el dólar esté en riesgo. En Europa, por el contrario, sucede con frecuencia el que una crisis provoque que los observadores externos consideren que el euro y la propia Unión se sitúan en riesgo de desintegrarse. “Los académicos y otros expertos deliberan sobre si la zona euro es viable y cómo se la puede rescatar”, afirmó. “Los euroescépticos ocultos de repente reaparecen, desempolvando sus comentarios de ‘ya te lo dije’”.

Pero no es una simple cuestión de la reaparición repentina de euroescépticos ocultos (o declarados), sino de cómo la unión monetaria sigue mostrando repetidamente importantes grietas exactamente en los lugares en los que esos macroeconomistas a los que tanto se reprende esperaban que aparecieran. Es por esto por lo que Brown sin duda tiene razón al centrarse en el hecho de que, más allá de una crisis financiera inmediata, lo que hay en Europa es también una crisis de gestión macroeconómica y de estabilidad financiera.

El gran golpe sobre Italia puede estar en camino, y bien pudiera ser el más espectacular problema que la moneda común ha sufrido

Indudablemente, los líderes de Europa han dado grandes pasos en sus intentos de resolver estas cuestiones, incluso si las medidas que se han tomado hasta ahora todavía se quedan lamentablemente cortas respecto a aquellas que se necesitarían. A medida que la crisis se ha ido desplazando de las preocupaciones iniciales por la contabilidad griega, el enfoque a base de parches adoptado por los responsables políticos europeos les ha llevado a erigir lo que es ahora una auténtica cadena de producción de herramientas y departamentos para la resolución de crisis, en la que cada uno de los necesitados pacientes se sitúa en una fase diferente del proceso de tratamiento. Pero este enfoque tan poco sistemático no va a funcionar durante mucho tiempo.

En el caso griego, ahora se reconoce que la cuestión de fondo es de solvencia, y hay equipos de expertos trabajando intensamente en una lucha aparentemente interminable para decidir qué grado de restructuración (y/o reperfilado) necesitará la deuda griega. En los casos irlandés y portugués, la tarea seguirá siendo la de supervisar la implementación del programa, prestando especial atención a si estos países finalmente pudieran necesitar un paquete de rescate en una segunda fase. Mientras tanto, en la sala de espera, los españoles y los italianos aguardan su turno pacientemente, mientras los médicos y los administradores del sistema sanitario mantienen un encendido debate sobre si hay bastante espacio libre en la sala de emergencias y sobre si los pacientes tienen un seguro que les cubra lo suficiente en caso de que la cirugía tuviera que acabar siendo drástica.

La situación italiana es con mucho la más compleja a la que se enfrenta la eurozona. En los años precedentes, la deuda de Italia llevaba mucho tiempo centrando la atención de aquellos preocupados por la efectividad del Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la eurozona, que exige que los países mantengan niveles de déficit por debajo del 3% del PIB anualmente y niveles de deuda pública acumulada por debajo del 60% del PIB. De hecho, según datos del FMI, la deuda bruta pública italiana no ha estado por debajo del 100% del PIB desde 1991, y el país entró en la crisis financiera en 2007 con un nivel de alrededor del 103% del PIB. Durante la crisis, Italia permaneció ignorada por la mirada inquisitiva de los mercados financieros al lograr mantener su déficit anual a niveles comparativamente bajos, pero una combinación de recesión, bajo crecimiento, y una importante carga derivada de los pagos de intereses por la deuda ya acumulada provocó que el nivel fuera subiendo progresivamente hasta un estimado 120% del PIB este año.

El gran golpe sobre Italia puede estar en camino, y bien pudiera ser el más espectacular problema que la moneda común ha sufrido en sus escasos 13 años de existencia. Pero realmente es sólo el último ejemplo de una compleja combinación de cuestiones fiscales, macroeconómicas y financieras que han acabado acosando al euro, cuestiones cuyo origen por lo general puede situarse en un fallo en su diseño inicial. Así que, aunque las familias infelices de Europa pueden ser infelices por una gran variedad de razones, la raíz del asunto es que el proyecto, según fue planteado, contenía todos los mecanismos para crear problemas, pero pocos de los que se necesitan para resolverlos.

 

Enderezando el barco

De modo que el euro está ahora en una encrucijada, y hay importantes decisiones que tomar. Preservar la eurozona -en su forma actual- podría ser factible si fuera posible transformar la región en una plena unión fiscal en la que la política presupuestaria estuviera coordinada a lo largo de todos los países por un Tesoro central, en un modo parecido a como se hace en Estados Unidos. Pero una solución de este tipo es ahora una imposibilidad política, y las economías principales de Europa inevitablemente rechazarían lo que se consideraría como una transferencia permanente en una unión entre las regiones que disfrutan de un crecimiento alto y sus pobres vecinos.

Con la unión fiscal descartada, básicamente quedan tres posibilidades. La primera es quedarnos más o menos donde estamos, ampliando el programa de compra de bonos del BCE e intentando aguantar lo que se pueda. El fondo de estabilidad se podría aumentar, pero cuantas más sean las cifras que haya que comenzar a tener que justificar en detalle, más se alejarán las distintas partes de la posibilidad de llegar a un acuerdo. Si esto continúa, es probable que el BCE alcance un techo más allá del cual será más que reacio a seguir comprando, porque el banco mantiene la postura de que la resolución tiene que venir de los políticos.

Pero teniendo en cuenta que las necesidades de refinanciación soberana de Italia y España unidas entre hoy y el final de 2012 suman un total de 660.000 millones de dólares (unos 485.000 millones de euros), y dadas las necesidades de financiación de los bancos añadidas a esta cifra, alcanzar un acuerdo para ampliar el mecanismo de rescate parece bastante improbable, especialmente cuando se considera que no hay vuelta atrás una vez que se empieza. De modo que en algún punto los mercados volverán a plantear esta cuestión y los diferenciales de deuda comenzarán a dispararse otra vez, con el inevitable resultado de que la unión monetaria se vea empujada al borde del colapso.

La segunda posibilidad sería disolver completamente la unión, dejando que cada miembro vuelva a su moneda nacional. Éste sería un resultado desastroso para todos los implicados y para el sistema financiero global. Coordinar la cancelación de tanta deuda sería una pesadilla dado el nivel de interrelación entre países y entre los mercados de deuda privada y pública. La repentina desaparición de una de las más importantes divisas globales de referencia también causaría estragos en los mercados financieros. Es muy probable que el dólar se viera empujado a niveles insosteniblemente altos en una apresurada búsqueda de un valor refugio. Y sólo se necesita echar un vistazo a lo que les está pasando al oro, el franco suizo y el yen japonés para atisbar qué es lo que nos aguardaría en este caso. Por supuesto, este tipo de cancelación violenta es algo que nunca se emprende voluntariamente, pero eso no significa que sea imposible -especialmente si no se encuentran soluciones y continúan las presiones de las fuerzas del mercado.

Afortunadamente hay una tercera alternativa: la eurozona podría dividirse en dos, creando dos euros separados (y desiguales). Naturalmente, la composición de los grupos sería una cuestión que habría que negociar, porque no es fácil determinar si ciertos países pertenecerían a uno u otro. El esquema general, no obstante, está lo suficientemente claro. Alemania formaría el núcleo de un grupo, junto con Finlandia, Holanda y Austria. Éste podría incluso incluir a Estonia, que ha estado dejando muy claro que también se apuntaría a la idea. España, Italia y Portugal naturalmente formarían el núcleo del segundo grupo, con Eslovenia y Eslovaquia también como posibles candidatos. Algunos países, como Irlanda y Grecia, por ejemplo, podrían decidir simplemente quedarse al margen.

La gran incógnita es qué haría Francia. Son muchas las razones por las que podría pertenecer al primer grupo, pero los lazos culturales con el sur de Europa y sus ambiciones políticas al otro lado del Mediterráneo bien podrían traducirse en que finalmente decidiera liderar el segundo grupo. La participación francesa junta a las economías del sur tendría mucho más sentido desde el punto de vista político si la división del euro significara una separación temporal en lugar de un divorcio final (lo entiendo mejor así). El término “eje franco-alemán” adquiriría un significado totalmente nuevo.

Naturalmente, el desafío técnico sería enorme, pero no insuperable. La gran ventaja de un paso consistiría en que las dos mayores cargas bajo las que está operando la unión monetaria -la ausencia de competitividad en materia de precios en los países periféricos y la falta de consenso cultural entre los participantes- se resolverían de un plumazo.

 

La gran división

Nadie sabe los valores con los que inicialmente operarían las dos nuevas monedas pero, con el fin de realizar un experimento teórico, vamos a asumir que tuviéramos un Euro1 a alrededor de 1,80 dólares estadounidenses (el tipo de cambio actual dólar-euro oscila en torno a los 1,40 dólares por 1 euro), y un Euro2, de aproximadamente 1 dólar. Obviamente, a corto plazo, los ganadores de este operación serían los miembros de Euro2, que lograrían la devaluación que sus economías han estado anhelando. ¿Por qué se produciría esto? En un momento en el que estos Estados están cargados de deuda y en el que la demanda doméstica es consecuentemente débil, el crecimiento de la exportación es el único camino para que sus economías avancen, y el cambio permitiría unos costes más bajos de producción y mano de obra, ofreciéndoles un enorme empujón en esta dirección.

Además fomentaría el crecimiento de otras maneras. Tomemos por ejemplo el caso de España: el país tiene un gran excedente de propiedades inmobiliarias -algunos calculan que existen hasta 1 millón de viviendas nuevas terminadas sin vender. Muchos han criticado al sector bancario por no reducir drásticamente los precios para permitir que el mercado iguale oferta y demanda, pero, comprensiblemente, los bancos se muestran reacios a hacerlo dado el impacto que esto tendría en sus balances. Lo bueno de la solución de una eurozona dividida es que ya no se necesitaría una mayor bajada de precios, porque para los compradores externos el precio real de todas estas viviendas sería de repente mucho más barato.

Europa necesita un mecanismo que contenga tanto realismo como idealismo en las proporciones adecuadas

El castigado sector de las cajas de ahorro en España ha estado buscando desesperadamente inversores extranjeros que le ayuden a recapitalizarse, pero aunque muchos han mostrado interés, prácticamente ninguno ha participado. Tras la devaluación, todo esto cambiaría, porque los inversores podrían comprar acciones a precios atractivos pero sin la preocupación de una repentina caída de precios.

Y habría además beneficios añadidos: los 4,5 millones de parados españoles gradualmente comenzarían a volver al trabajo, se podría atraer de una manera regular a nuevas inversiones para proyectos productivos en el sector manufacturero y otras industrias, nadie dudaría de la solvencia del Estado español, y el sector privado estaría en una mejor posición para comenzar a pagar sus deudas a medida que la economía creciera.

La ventaja que la opción de la división tiene sobre las otras propuestas que hay sobre la mesa es que abordaría el tema del crecimiento de manera directa. Los países de la periferia de Europa podrían volver a dedicarse a promover el crecimiento económico, lo que aumentaría significativamente la proporción de deuda que serían capaces de devolver. Es mucho más difícil cobrar una deuda a un mendigo que a alguien que tiene un trabajo.

Obviamente, en la economía, como en la vida, nada se regala, así que tiene que existir alguna pega. Aquellos países que se unieron para formar Euro1 estarían haciendo un gran sacrificio, porque muchos también dependen de las exportaciones para subsistir, y su sector manufacturero se encontraría repentinamente en una notable desventaja. En especial, Alemania, el segundo mayor exportador del mundo, sufriría.

Asumiendo, no obstante, que todos puedan coincidir en que la actual organización es inviable y que volver a sus monedas nacionales individuales sería un desastre, el sentido alemán de la responsabilidad y el compromiso del país con el proyecto europeo podrían hacer soportable la aceptación de algún tipo de sacrificio. Lo que se necesita en este punto es un llamamiento al espíritu europeo de los países del Euro1, y que se haga de un modo que les ayude a ver que algunos costes son inevitables, pero que todos los costes acordados serán compartidos y, sobre todo, que la solución del cambio en la reglas del juego es factible y ofrece algún tipo de futuro positivo y constructivo, para todos los europeos. En otras palabras, que Europa necesita un mecanismo que contenga tanto realismo como idealismo en las proporciones adecuadas.

Otra característica atractiva de esta propuesta es que no será necesario tomar ninguna decisión final y vinculante sobre la estructura a largo plazo del sistema financiero europeo. El BCE podría conservarse como una especie de entidad tenedora y centro de liquidación de los desajustes financieros pendientes y los actuales bancos centrales nacionales podrían agruparse en dos subentidades separadas. Esto dejaría abierta la posibilidad de una nueva convergencia posterior si se dieran las condiciones que hicieran viable este paso.

El primer intento de crear una unión monetaria ha fracasado, pero eso no significa que deba abandonarse cualquier posibilidad de tener una en el futuro. Se han aprendido lecciones duras y costosas, y ahora se necesita un debate amplio y abierto sobre las razones del fracaso, precisamente para evitar errores similares en el futuro.

Realmente, los líderes de Europa están atrapados en una especie de trampa de Paulov. No hay opciones fáciles, aunque las hay buenas y las hay malas. Quedarse donde están les deja en una especie de permanente zona de electroshock en la que su constante sensación de fracaso solo sirve para consumir cada vez más su propio sentido de su valía personal y política. Avanzar parece también doloroso, pero más que la intensidad de la descarga eléctrica, lo que domina es la sensación de miedo y angustia. No obstante, sea cual sea el coste, no hay otra alternativa que avanzar hacia el incierto futuro.

 

 

Artículos relacionados