Cómo el proyecto europeo se ha construido a espaldas de la razón.

 

AFP/Getty Images

 

El nacionalismo europeo ha arrojado inmensos beneficios en las últimas décadas, pero este éxito ha llevado a convertirlo en una religión laica que no permite distinguir su enorme responsabilidad en la actual crisis de deuda. Sin ese fervor y la ceguera que lo acompañó, la zona monetaria nunca se hubiera diseñado como se ha hecho, Grecia no habría participado en el euro sin cumplir las condiciones, habría existido un mecanismo de vigilancia y sanción para que los Estados siguieran cumpliéndolas después de haber entrado y, finalmente, habríamos contado con un protocolo para expulsar o suspender ordenadamente a un país miembro.

Esta religión ofrece un sentido de misión al Viejo Continente que no sólo idealiza el futuro de unos Estados Unidos de Europa y lo identifica como la gran oportunidad que tienen sus integrantes para salvarse de sí mismos, sino que además lo establece como el final de un camino que, a largo plazo, es irreversible aunque tropiece ocasionalmente con etapas aciagas de “esclerosis” y “estancamiento”. El hecho de que cada tratado importante nunca desarrolle todo su potencial hasta que se firma el siguiente, que exigirá aún más integración, contribuye a esta sensación de que todo está por construir y de que lo más práctico es seguir con las obras cueste lo que cueste.

Permite además definir como “progreso” cualquier avance hacia la unión y menospreciar las intenciones de los que, como Reino Unido con la legislación financiera o Alemania con la unión bancaria, defienden los intereses de quienes les han elegido. De este modo, la sospecha de deslealtad y falta de fe en el proyecto planean sobre las cabezas de los euroescépticos, mientras que los verdaderos creyentes sugieren que Europa ni siquiera defiende la austeridad excesiva, sino que se ve forzada a imponerla por culpa de “los países de la triple A” o la “dictadura de los mercados”.

Sin embargo, lo más grave es que cuatro de los grandes orígenes de la crisis de deuda comunitaria ­-el pésimo diseño de la zona monetaria única, la incorporación precipitada de Grecia, la ausencia de mecanismos de control para que los países siguieran cumpliendo ­con sus obligaciones después de entrar en el euro, la inexistencia de un protocolo de expulsión de la eurozona- no se explican sin la ceguera inducida por este nacionalismo irracional.

Hablemos primero del diseño del euro. Robert Mundell, el economista que ganó el Premio Nobel en 1999 porque sus ideas ya eran compartidas por la inmensa mayoría de sus colegas, ha expuesto desde 1961 las cuatro características que debe reunir una zona monetaria para no ser disfuncional. La primera es el libre tránsito de trabajadores, que exige, además de la formulación del derecho sobre el papel, que la población lo utilice masivamente. La segunda pasa por el libre movimiento de capitales y la flexibilidad en la fijación de precios y salarios. La tercera es la existencia de un mecanismo que transfiera parte de los recursos de las regiones y sectores sólidos a aquellos que estén sufriendo el azote de la depresión. Por último, la cuarta asume que los miembros del bloque monetario poseen ciclos económicos similares para que las decisiones del banco central no beneficien claramente a unos países a costa del resto.

Si resultaba bastante obvio en 1992, fecha en la que el Tratado de Maastricht da el pistoletazo de salida para la creación de la zona monetaria, que no se cumplía ninguno de los requisitos, ocurría exactamente lo mismo diez años después, cuando el euro entró en circulación física. Como me dijo un alto funcionario del Tesoro español, un proyecto del que dependería la prosperidad y el bienestar de millones de personas se había construido completamente de espaldas a la ciencia. Esta decisión fue tan ideológica como la que se tradujo en la incorporación de Grecia a la moneda única desde el principio a pesar de que no se ajustaba a los criterios de convergencia, porque no podía excluirse contra su voluntad a una de las cunas de nuestra civilización.

Sin la excesiva precipitación de la unión monetaria y la incorporación inmerecida de Grecia, la crisis de deuda soberana nunca se hubiera producido de forma tan cruenta. Se puede decir lo mismo de la ausencia de un protocolo específico para suspender o expulsar ordenadamente a un Estado de la eurozona y de la inexistencia de un organismo que controlase y sancionase a los países que dejasen de cumplir todas las condiciones necesarias para formar parte del euro después de haber entrado (esto último habría revelado rápidamente que las cuentas de Atenas habían sido manipuladas). Es difícil encontrar un club serio que no recoja en sus estatutos los motivos de sanción y expulsión, y las normas de comportamiento que deben definir a sus miembros dentro de las instalaciones. ¿Por qué Europa, uno de los mayores y más selectos clubes del mundo, evitó hacerlo?

Existen motivos múltiples, pero parece indiscutible que el tipo de nacionalismo al que nos hemos referido tuvo mucho que ver. Nadie concebía que la Unión Europea pudiera perder un miembro (sólo eran posibles el “progreso” o la “esclerosis”), ni que alguien se plantease abandonarla para mitigar el sufrimiento de sus ciudadanos a manos de una crisis financiera, ni mucho menos que su destino histórico se viera cuestionado por realidades tan prosaicas como las de la economía y el mercado. Lamentablemente, las experiencias recientes siguen sin convencer a los estadistas comunitarios de que la fe y la razón se necesitan mutuamente para sobrevivir.

 

Artículos relacionados