
Los apuñalamientos, tiroteos, protestas y choques en Jerusalén, Cisjordania, Gaza e Israel constituyen una de las mayores amenazas para el presidente palestino, Mahmud Abbas, y su estrategia de negociaciones bilaterales, diplomacia y cooperación con Israel en materia de seguridad. La agitación -su causa inmediata fue el establecimiento de más restricciones al acceso palestino a la mezquita de al Aqsa- refleja el sentimiento de los palestinos de que sus dirigentes han fracasado, que deben defender sus derechos nacionales incluso desafiando a sus líderes si es necesario, y que la era de Abbas está llegando a su fin.
El actual presidente palestino llegó al poder con un margen de tiempo limitado para obtener resultados políticos. Funcionario gris más que líder revolucionario con el carisma de Yasir Arafat, parecía un puente hacia la recuperación, después de los desastrosos años de la Segunda Intifada. En el momento de su elección, enero de 2005, los palestinos estaban abatidos, exhaustos y necesitados de alguien que aborreciera la violencia y tuviera aceptación internacional, capaz de obtener el apoyo político y económico necesario para reconstruir una sociedad despedazada. El movimiento de Al Fatah estaba dividido y desacreditado por el fracaso de Oslo, los escándalos de corrupción y el abandono de su estrategia de liberación antes de alcanzar la independencia. Abbas, que había hecho intentos de acercamiento a los israelíes desde los 70, parecía una figura de transición poco peligrosa. Tuvo pocos rivales serios: Hamás no concurrió a los comicios presidenciales, los líderes fundadores de Al Fatah habían muerto asesinados muchos años antes, y Marwan Barghuti, en una prisión israelí desde 2002, retiró su candidatura. Y el gobierno de George W. Bush, recién reelegido, era partidario de Abbas.
Nadie pensaba que fuera a durar esta situación. El cansancio palestino de luchar contra Israel acabaría por pasarse. Se reconstruirían Cisjordania y Gaza. Hamás no permanecería fuera de la política para siempre. La ocupación continuada alimentaría la resistencia. Los líderes que se opusieran a ella perderían su prestigio. Y surgiría una nueva generación de palestinos que no recordarían los costes de la Intifada ni entenderían por qué sus padres habían aceptado no solo no enfrentarse al Ejército israelí sino cooperar con él, en virtud de unos acuerdos negociados por Abbas.
La supervivencia política del Presidente dependía de que hubiera logros significativos antes de todo eso. Su estrategia entrañaba varias jugadas arriesgadas. La primera, pensar que, si ofrecía seguridad a Israel, informaba sobre otros palestinos y reprimía la oposición a la ocupación, podía convencer al Gobierno israelí de que era posible confiar en una Palestina independiente. En segundo lugar, que, después de que los palestinos cumplieran las exigencias de Estados Unidos, abandonaran la violencia, construyeran instituciones y celebraran elecciones democráticas, los estadounidenses presionarían a Israel para que hiciera las concesiones necesarias con el fin de establecer un Estado palestino. La tercera apuesta era que, al invitar a Hamás a participar en las elecciones legislativas, obtendría los escaños necesarios para ...
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