El negocio de la droga se reinventa en América Latina.

El pasado 18 de septiembre la televisión colombiana interrumpió su programación habitual para dar paso a un mensaje del presidente del país, Juan Manuel Santos, quien quería expresar públicamente sus felicitaciones a la policía nacional y anunciar la captura de Daniel Barrera, alias el “Loco Barrera”. Sin dudarlo el Presidente calificó la captura como “el fin de los grandes capos del narcotráfico”.

Daniel Barrera, a pesar de que no ser una figura pública tan relevante como lo fueron Pablo Escobar o los hermanos Orejuela –respectivamente líderes de los llamados cárteles de Medellín y Cali en los 80 y 90– fue durante más de diez años el mayor jefe del narcotráfico colombiano, se estima que llegó a controlar el 40% de la cocaína que se enviaba desde Colombia hacia Estados Unidos, una cifra nada despreciable teniendo en cuenta que a pesar de la intensa lucha colombiana contra las drogas, el país sigue produciendo la mayor parte de la cocaína que ingresa al mercado estadounidense.

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AFP/Gettyimages

La estrategia de Barrera para eludir por mucho tiempo a la justicia se basaba en un importante dispositivo de seguridad personal, que le llevaba a desconfiar incluso de sus colaboradores más próximos, y especialmente en la capacidad de la organización que creó para infiltrarse y conseguir el favor de funcionarios corruptos en todo tipo de instituciones, incluso la agencia de inteligencia o el ministerio de Exteriores.

El Loco Barrera, sin embargo, no se corresponde con la imagen del capo de los 90: en lugar de intentar arrinconar al Estado, su estrategia era usar funcionarios corruptos, establecer los acuerdos necesarios para que su negocio funcionara y mantener el control de su organización. Mientras que la gran fuerza de los capos colombianos de finales de los 80 y principios de los 90 fue el uso de tácticas terroristas (coches bombas, secuestros y asesinatos de políticos y personalidades públicas) para presionar al Estado e intentar convertirse en interlocutores políticos. En aquel entonces, traficantes como Escobar y Rodríguez Gacha intentaban anular la Ley de Extradición firmada con EE UU en 1979, además de garantizar sus espacios de poder e influencia nacional. Esta táctica, sin embargo, redundó en una política de enfrentamiento directo sostenido por el gobierno de César Gaviria que resultó en la muerte de Escobar, en 1993, y el arresto de los Orejuela en 1995.

Pero el final de los grandes cárteles no significó el fin del narcotráfico colombiano. Por el contrario, la Colombia de los 90 se consolidó como la más grande productora de hojas de coca y de cocaína del mundo, además de importante productora de heroína. El tráfico se convirtió en una industria todavía más pulverizada, flexible y transterritorializada que se esparció por toda la región. Incluso el duro golpe que supuso el Plan Colombia, a partir del 2001, no ha llevado a una disminución efectiva del tráfico de drogas.

Así fue como, durante muchos años Barrera paso desapercibido para las autoridades, que no vieron como desde un pequeño laboratorio de coca heredado de su hermano asesinado, y se fue haciendo un lugar cada vez más notable en las redes del narcotráfico. Sin embargo, Barrera no solo controlaba a funcionarios de instituciones públicas y gubernamentales, en su asenso, también consiguió la confianza de la guerrilla a la que le compraba la producción, y tejió alianzas para el dominio de los corredores de la droga con los paramilitares. De hecho una de las pistas más importantes sobre su ascenso se encontró en el ordenador de Raúl Reyes, el jefe guerrillero de las FARC, asesinado por el Ejército colombiano. Además de sus alianzas, Barrera aprovechaba las capturas de otros narcotraficantes para ir ocupando su lugar.

La captura de Barrera le tomó varios años a las fuerzas de seguridad que se enfrentaron al gran poder de este narco para ocultar su paradero. A pesar de ello, el narcotraficante sabía que su captura no era del todo imposible, y a diferencia de aquellos capos que intimidaban al Estado para acabar con el Tratado de Extradición, Barrera presionó la entrega a Estados Unidos de Javier Calle Serna, jefe de una de las más poderosas bandas criminales herederas de los paramilitares los rastrojos. Así preparaba el terreno de negociación con Estados Unidos en el caso de que decidiera entregarse o fuera capturado.

Uno de los puntos clave de la captura de Barrera fue la cooperación policial entre Colombia y Venezuela. La mejora de las relaciones entre los dos países tras la llegada de Santos ha permitido la captura de más de veinte narcos. Habida cuenta de la importancia del operativo policial, y de la sofisticación de la operación que involucró a policías de los dos países, no extraña el regocijo del presidente colombiano.

Pero si bien, es posible que la captura y probable extradición de Barrera pueda representar el “fin de la era de los capos”, como ha exultado Santos, eso no significa ninguna alteración notable en el narcotráfico. Bien con grandes capos o bien con pequeños cárteles atomizados, se mantienen las cifras de producción y venta. En ausencia de grandes narcotraficantes, el mercado se fragmenta, pero no disminuye, ni necesariamente afecta a los precios.

Más aun el narcotráfico sigue demostrando su capacidad de adaptación al entorno internacional, como demuestra el incremento del tráfico dirigido por grupos mexicanos y la entrada en escena a inicios del siglo XXI de nuevas organizaciones peruanas, bolivianas y brasileñas. El narco cuenta con el merito de ser la empresa que mejor aprovecha la globalización y las ventajas comparativas que le ofrecen los Estados y sus fallos y la economía neoliberal.

Los macrocarteles, demasiado grandes y perseguidos (por la ley y por sus propios adversarios) dieron lugar a microempresas de producción, tráfico y distribución de drogas ilegales. Una suerte de división internacional del trabajo en la que Colombia sigue siendo el centro de la producción (porque continúa teniendo las condiciones idóneas para la producción), mientras los agentes preexistentes de tráfico se fragmentaron a lo largo de México y Centro América y extendieron sus ramificaciones a través de la conformación de otras agencias de tráfico en el sur del continente: Argentina, Brasil, Perú y Venezuela también terminaron colonizadas por el negocio en esa nueva fase.

Estos microcarteles especializados, si bien, tienen la capacidad en conjunto para suplir la demanda, no contaban con brazos armados suficientemente poderosos para asegurarse su protección en zonas en las que compiten entre sí y donde más intensa es la militarización de la lucha antinarcóticos, esto es, Colombia, Centroamérica y México. Por este motivo se valieron de la asociación estratégica con grupos armados (maras, bandas criminales, paramilitares y guerrillas) que les brindaron protección. Los cárteles mantienen su fragmentación, pero los grupos armados con los que se asociaron crecieron descontroladamente. Un buen ejemplo, más allá del caso de las bandas criminales colombianas, es la Banda de los Zetas, capaces de llevar a una crisis de seguridad a México y Guatemala, pero cuya definición se antoja sumamente compleja, tanto como las redes de su poder. Formados a finales de los 90, por ex militares y ex policías, actuaron inicialmente como sicarios del Cártel del Golfo para, después, crear su propio negocio como grupo narcotraficante, abriendo violenta competencia con otros cárteles mexicanos, además de penetrar en otras redes de tráfico de armas y secuestro de inmigrantes.

El “fin de la era de los capos”, por tanto, no significa la debilidad del narcotráfico, sino la emergencia de otras lógicas, flujos y relaciones de poder. Puede que los grandes capos pudieran comprar naciones (u ofrecer el pago de la deuda externa de alguna), pero lo cierto es que los pequeños carteles siguen teniendo el poder de pagar a funcionarios, agentes de los cuerpos de seguridad y políticos corruptos, y con eso es suficiente para mantener funcionando su prospero negocio.

Además de la corrupción, la lucha contra las drogas, tampoco ha variado su estrategia. La prohibición de las drogas y la represión de la producción, venta y consumo de algunas sustancias psicoactivas, a pesar de su demostrada incapacidad, sigue sin encontrar alternativas valientes. Se mantiene y fortalece el ambiente de ilegalidad donde proliferan las bandas criminales; persiste el modelo de militarización del combate al narcotráfico y siguen los planes (Colombia, Patriota, Iniciativa Mérida…).

El ‘narco’ cuenta con el merito de ser la empresa que mejor aprovecha la globalización y las ventajas comparativas que le ofrecen los Estados y sus fallos y la economía neoliberal con el fenómeno solo generan su movilización del cultivo hacia nuevos territorios, es decir, la expansión del problema, y con él, una interminable espiral de violencia en el continente.

Pero no todo es negativo, a pesar de que la captura de Barrera no cierra la historia del narcotráfico, sí que abre la del auge de la cooperación intrarregional. El pragmático esfuerzo de Colombia y Venezuela por mejorar sus relaciones da frutos, y abre la vía para superar no ya la era de los capos, sino la era de la imposición de la lucha contra las drogas desde la hegemonía estadounidense. En la misma cooperación se inscribe la reciente captura en Argentina de Henry de Jesús Londoño, conocido como “mi sangre”, otro importante narco perteneciente a la banda colombiana, los Urabeños. Ojalá, esta cooperación no solo se expanda, sino que sea el marco en el que por fin América Latina consiga inducir ese cambio tan necesario que empiezan a reclamar sus gobernantes para construir una nueva agenda de política internacional para enfrentar el problema de las drogas.

 

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