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Un hombre pasa al lado de dos figuras que representan una escena de la dinastía Qing fuera de una tienda en el centro de Pekín. The Eng Koon/AFP/Getty Images

Cómo el desarrollo de la tecnología armamentística repercutió en el devenir de los países europeos y el Reino del Centro. Un libro que invita a revisar el pasado para saber cómo abordar un siglo XXI en el que China regresa a su posición de gran potencia.

The Gunpowder Age

Tonio de Andrade

Princeton University Press 2016

China inventó la pólvora, las bombas, las armas y la imprenta, para no hablar de la seda y la porcelana. Por eso sigue siendo un gran enigma cómo es posible que Europa superara al Reino del Centro a partir de 1750 y le causara una contundente humillación militar un siglo después. Ahora se está reescribiendo la historia a medida que salen a la luz nuevos documentos que invitan a los historiadores revisionistas a trastocar las ideas tradicionales. El tiempo ayuda, porque permite tener una perspectiva diferente sobre los hechos del pasado. The Gunpowder Age ofrece muchas claves para comprender cómo y por qué China se ha convertido en una gran potencia económica e internacional desde principios de este siglo; cómo ha vuelto a serlo, habría que decir en realidad, puesto que el Reino del Centro ha recuperado la posición que tenía respecto a Europa y Occidente hasta hace tres siglos. Estamos ante l’histoire du temps long que tanto amaba el gran historiador francés del Mediterráneo, Fernand Braudel, más aún en la medida en que China tiene el lujo de contar con una historia documentada que se remonta a hace más de cuatro milenios.

Tonio Andrade ha escrito una novela policiaca que transforma nuestra forma de comprender la influencia que tuvo la tecnología armamentística en China y Europa a lo largo de un milenio y cómo los avances en un extremo del continente euroasiático repercutieron en el otro. Explicar los motivos por los que China y Europa fueron apartándose entre 1750 y 1950 es esencial para comprender mejor los objetivos de la política exterior y económica china ahora que el Reino del Centro domina el escenario mundial. La historia de las armas puede ser una materia árida, pero este libro es sencillo de leer, lleno de detalles y datos bien documentados, investigados en fuentes occidentales y chinas. El hecho de que el autor conozca la lengua china pone de relieve la importancia de dominar el idioma del país que se estudia, sobre todo uno que posee tal riqueza de archivos que, en muchos casos, son nuevos para el lector occidental.

El autor señala que “una de las explicaciones más tradicionales del dinamismo de Europa y el supuesto letargo de China es el sistema competitivo de Estado”. El antagonismo entre los países europeos, en especial en los últimos mil años, “ejerció una presión selectiva en las sociedades europeas que les empujó a mejorar sus estructuras políticas, económicas y militares”. La idea de que el imperio monolítico de China fue un obstáculo para la experimentación y produjo su estancamiento es tan antigua como las ciencias sociales, y se remonta a Montesquieu, Karl Marx y Max Weber. Hoy es casi omnipresente entre muy distintos especialistas, pero el autor demuestra que está equivocada.

Hasta principios del siglo XVIII, los chinos estaban por delante de los europeos -la mayor parte del tiempo- o, al menos, a la misma altura que ellos en cuestión de armamento militar. El primer pensador europeo que describió la pólvora fue Roger Bacon, en el siglo XIII, cuando en China se utilizaba ya desde hacía más de dos siglos. Por aquel entonces existían allí ya armas de fuego primitivas, mientras que en Occidente la pólvora no empezó a usarse verdaderamente en combate hasta el siglo XIV. Después, en ese mismo siglo, empezó a haber pequeñas diferencias entre las armas chinas y las europeas, cuando los ejércitos europeos introdujeron el fusil clásico, que tenía un cañón más largo, disparaba balas de hierro y era más fácil de cargar y mucho más ligero que sus equivalentes chinos. Estas innovaciones fueron el preludio de la era de la artillería, porque podían matar a personas y destruir fortificaciones, unas funciones que se utilizaron con gran eficacia cuando los otomanos traspasaron las murallas de Constantinopla en 1453. Las lanzas de fuego y las armas de cañón de bambú que habían empleado los chinos hasta entonces podían matar a personas, pero no derribar estructuras. En cualquier caso, hasta el siglo XVI, las fortificaciones chinas eran mucho más sólidas que las europeas.

Una mujer visita un museo en la provincia china de Hubei. Liu Jin/AFP/Getty Images
Una mujer visita un museo en la provincia china de Hubei. Liu Jin/AFP/Getty Images

En Europa las guerras eran mucho más frecuentes que en Reino del Centro, que, durante la llamada Paz Ming, no tuvo motivos para innovar en este campo. El conflicto chino-portugués que comenzó en 1522 y se prolongó hasta principios del XVIII fue trascendental para la historia militar, porque dio pie a numerosas innovaciones militares en China. El autor acaba con la idea de que la filosofía confuciana de los mandarines les hacía rechazar nuevas ideas. Presenta citas de numerosos textos poco conocidos, escritos tanto por altos responsables militares y políticos chinos como por occidentales, que muestran que los chinos, como los coreanos y los japoneses, aprendían rápido. Entre esos textos figuran dibujos de entrenamientos militares, fortificaciones, técnicas de descarga de mosquetes, etcétera. Más en general, la hegemonía sin precedentes de la dinastía Qing en el siglo XVIII eliminó muchos de los incentivos para las innovaciones militares. “Durante la Gran Paz Qing, entre 1760 y 1839, el ejército chino se atrofió, mientras los europeos vivían cambios revolucionarios”.

Otro aspecto de esta interesante historia es cómo los europeos desarrollaron buques más poderosos y nuevas técnicas navales, y cómo los chinos intentaron contrarrestarlas. Incluso después de sufrir humillaciones en las décadas de 1840 y 1850, los dirigentes del Reino del Centro hicieron todo lo posible para ponerse al día. Andrade afirma que, si China no consiguió entonces modernizar su ejército lo suficiente, mientras que Japón sí, fue más por una cuestión de oportunidad que de capacidad. Desde luego tiene razón cuando dice que “muchos historiadores importantes menosprecian el papel de la ciencia en el ascenso de Occidente… Como de costumbre, el debate se ha centrado sobre todo en la historia económica… Los lazos entre la ciencia y el crecimiento económico son difíciles de establecer para el periodo en el que empezó a ensancharse la gran divergencia, es decir, el siglo XVIII”. Él, en cambio, demuestra que la ciencia desempeñó un papel crucial en el ascenso de Gran Bretaña durante ese siglo, algo que comprenden mucho mejor los historiadores actuales que los de hace sólo una generación.

Las guerras napoleónicas introdujeron grandes innovaciones en armamento, la más importante, el descubrimiento hecho por Congreve, padre -que era responsable de la fabricación de pólvora en la Fábrica Real de Inglaterra-, de que el carbón en cilindros de hierro sellados producía una pólvora superior, mucho más potente que la tradicional y mucho menos vulnerable al deterioro. Es fácil olvidarse de que Napoleón se había formado en la École Royale d’Artillerie, que era famosa por su nivel de exigencia. Su dominio de la balística científica le fue muy útil en la batalla. Y fue él quien hizo la famosa profecía de que los chinos, si se veían atacados, “obtendrían artificieros y constructores navales de Francia, América e incluso Londres; construirían una flota y, con el tiempo, derrotarían a sus enemigos”. Los acontecimientos de finales del XVIII y principios del XIX en el Reino Unido y Francia probaron también hasta qué punto el poder militar dependía del poder político en la era moderna. Los británicos se convirtieron en una gran potencia imperial no sólo porque tenían buenas armas y buenos barcos, sino también porque el Estado financiaba, abastecía y controlaba los ejércitos y la armada. El breve dominio francés de Europa con Napoleón y el ascenso militar de Japón en la última década del XIX y las primeras del XX son otra prueba de ello.

Años después, al teniente Murray le impresionó la velocidad de adaptación de los chinos tras su humillación en la Guerra del Opio. “Son demasiado inteligentes para no ser conscientes de su inferioridad en las artes de la guerra”. Pero aquel conflicto no bastó para empujar a la dinastía Qing a llevar a cabo una verdadera reforma… Los reformistas pueden impulsar los cambios cuando las autoridades políticas y las clases dirigentes comparten la percepción de lo que los sociólogos llaman la “vulnerabilidad sistémica”. Andrade dice que tuvieron que pasar los años terribles hasta llegar a 1945 para que ese miedo al exterminio convirtiera a China, pero también a Corea del Sur, Taiwan y Singapur, en unos de “los modelos supremos de Estado desarrollista”. La preocupación por la seguridad es un factor determinante, si no el que más.

Este libro debería fomentar una concepción menos paternalista del otro, y no sólo cuando es chino. Hablar de características culturales e institucionales muy arraigadas, de culturas frenadas por un confucianismo conservador, no sirve de nada. Los tradicionalistas menos sutiles como David Landes dicen que China es “un estudiante especialmente malo”, “indiferente a la tecnología” y con una “resistencia casi instintiva al cambio”, una profunda “xenofobia intelectual” y un “caso casi terminal de complejo de superioridad cultural”. Niall Ferguson es menos provocador pero también se equivoca cuando escribe que China decidió “encerrarse en sí misma” en la década de 1430 y que eso condujo al aislamiento y el estancamiento.

En el contexto general de cómo el conocimiento de la historia puede ayudar a los dirigentes políticos a plantear sus prioridades de forma más inteligente, este libro ofrece consejos útiles. ¿Puede Occidente ser menos egocéntrico y más modesto en su convicción tradicional de que es fundamental para la historia del mundo? Para concluir, es difícil resistirse a las palabras de la islamista Patricia Crone que cita el autor: “Para una historiadora especializada en el mundo no europeo hay algo desconcertante en el entusiasmo con el que los europeos celebran la llegada de las ciudades, el comercio, los impuestos, los ejércitos profesionales, las leyes, la burocracia, los reyes absolutistas y otras pertenencias habituales de las sociedades civilizadas, como si fueran peldaños únicos y evidentes hacia la modernidad; para ella, significan sencillamente que Europa se unió al club”.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.