Brasil puede salvar sus bosques tropicales. La pregunta es si quiere hacerlo.

 

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Cortar y cortar: La deforestación avanza a pasos agigantados en el Amazonas.

Salvar la selva es una idea de moda en los países desarrollados de Europa y Norteamérica. Si conservamos este tesoro, dicen, las emisiones de gas de efecto invernadero descenderán, seguirán con vida innumerables especies y mejorará el medio ambiente. Parece sencillo.

Pero en Brasil -que alberga el 60% de la selva amazónica-, el asunto es cualquier cosa menos simple. En el debate, de gran intensidad política, entra no sólo lo que todo el planeta se juega desde el punto de vista ecológico, sino las reivindicaciones económicas que compiten por una misma tierra, una demanda creciente de los alimentos básicos y las materias primas para fabricar etanol que se cultivan allí, y una disputa cada vez más encarnizada por los derechos sobre la tierra. La cuestión ha sufrido una escalada en todos los frentes y el conflicto entre el hombre y la naturaleza en Brasil está al rojo vivo. Un proyecto de ley que se encuentra sobre la mesa del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, a falta de su firma, otorgará derechos de propiedad a quienes estaban ocupando de manera ilegal amplias franjas de terreno en el Amazonas. Los impulsores del proyecto dicen que la concesión de derechos de titularidad creará un incentivo para que los dueños conserven bien su tierra; a los detractores les preocupa que la aprobación de las ocupaciones y deforestaciones ya ocurridas sólo sirva para fomentar otros nuevos casos.

Lo que importa, hoy, no es tanto que los brasileños puedan salvar los bosques tropicales -sabemos que pueden- como otra pregunta más delicada: ¿quieren?

De la respuesta dependen muchas cosas. El Amazonas representa más de la mitad de los bosques tropicales que quedan en el planeta; es la zona más vasta y rica en especies de la Tierra. Un solo kilómetro cuadrado de ella puede contener más de 90.000 toneladas de plantas vivas. La cuenca amazónica suministra el 20% del oxígeno del mundo y casi la tercera parte de su agua dulce. Además, contiene el 10% de las reservas de carbono en el ecosistema mundial, lo cual quiere decir que, cuando se destruyen kilómetros cuadrados, salen a la atmósfera cantidades masivas de dióxido de carbono. Cada año se limpia y se quema una superficie de ella equivalente al tamaño de Bélgica. De acuerdo con las tendencias actuales, el bosque podría perder un 40% durante los próximos 20 años, con terribles consecuencias para el calentamiento global.

Ahora bien, si lo que está en juego desde el punto de vista ecológico es importante, la economía de la deforestación es igualmente seria. Veinte millones de brasileños viven en la región amazónica, una de las partes más pobres del país. A muchos de ellos se les animó a instalarse allí durante el periodo de dictadura militar de Brasil, en los 60, 70 y 80. La colonización de esta zona era una necesidad estratégica, decidió la junta, y los colonos serían la prueba viva de que Brasil había ocupado y poseía la tierra.

Irónicamente, lo que consiguieron los colonos no fue precisamente la propiedad. Brasil tiene la segunda concentración de latifundios del mundo: el 47% de la tierra está controlado por sólo un 1% de la población. Pero en Amazonia la desigualdad es todavía más acusada y el 82% de los mayores terratenientes del país poseen fincas. Mientras tanto, los ocupantes, en general, no tienen derechos o, como mucho, poseen títulos de propiedad falsificados. Por consiguiente, establecer quién es dueño de qué resulta difícil; un estudio de la ONG Imazon indica que sólo el 14% de la tierra en manos privadas cuenta con un documento de propiedad indiscutible.

La pobreza y la falta de titularidad hacen que a los campesinos les resulte casi imposible invertir en técnicas modernas. Se limitan a limpiar la tierra a base de talar y quemar el bosque. Los madereros y los granjeros actúan en combinación: los primeros se llevan la mejor madera -muchas veces, de forma ilegal- y los segundos siembran hierba para criar ganado. El pasto sembrado se ve cubierto enseguida por la hierba original del lugar, que no sirve para alimentar a los animales, así que los granjeros se marchan a otro lugar. Derriban otra parte del bosque para empezar de nuevo y dejan tras de sí franjas de tierra deforestada e improductiva. Un estudio en el último número de la revista Science describía este fenómeno como un desarrollo a base de “expansión y quiebra” que no ha conseguido aportar un crecimiento económico ni unos beneficios sociales a largo plazo.

La deforestación es un problema conocido en Brasil, y Lula prometió abordarla cuando llegó al poder en 2003. Se calcula que para entonces ya se había perdido el 20% del Amazonas, y casi 26.000 kilómetros cuadrados sólo en los dos años anteriores. Al principio, todas las señales eran positivas. El presidente brasileño nombró a una ardiente defensora de la conservación, Marina Silva, como ministra de Medio Ambiente. Y en agosto de 2007, el Ejecutivo de Lula anunció con gran euforia que el ritmo de destrucción había disminuido casi un tercio, un éxito atribuido a la lucha contra la tala ilegal. El Gobierno ha encarcelado a 600 personas por crímenes ecológicos y ha procesado a los asesinos de Dorothy Stang, una monja y ecologista estadounidense muerta en 2005. Además, aumentó la protección para los derechos de los indígenas sobre la tierra y se enfrentó a las protestas de varios rancheros y campesinos.

El semanal británico The Economist ha sugerido que la mejor esperanza de la Amazonia es tal vez que declaren la región parque nacional.

Pero Marina Silva dimitió en 2008, con el argumento de que había “perdido la fuerza para seguir adelante”. Durante su mandato, chocó repetidamente con otros ministros y con la jefa de gabinete de Lula, Dilma Rousseff. Se encontró en el lado perdedor del debate habitual sobre medio ambiente y desarrollo. Su sustituto, Carlos Minc, es fundador del Partido Verde brasileño, pero no tiene las mismas credenciales que Silva, que creció en una familia de colonos pobres en el Amazonas. Minc procede del lado sur y rico de Río de Janeiro.

Los dos ministros tienen también actitudes muy distintas respecto a la nueva ley sobre tierras aprobada por las dos cámaras del Congreso a principios de este mes. En un principio, Carlos Minc ha dicho que “llevará la justicia social a millones de personas y acabará con la violencia en la región. No es una panacea pero es un paso importante para terminar con este caos”. Silva, por su parte, ha advertido de que podría provocar una nueva oleada de ocupaciones de tierras y deforestación.

En lo que ambos coinciden es en oponerse a las enmiendas incluidas en el último minuto por la bancada ruralista, un grupo informal de parlamentarios que defienden los intereses de los rancheros y los grandes campesinos. Éstas permitirían que las compañías se  beneficien de las nuevas medidas sobre derechos de propiedad si reclaman territorios antes ocupados por indios nativos, comerciantes de caucho y los habitantes tradicionales del bosque.

Todavía no está claro cómo va a evolucionar la situación. Las visiones del futuro van desde las de los ecologistas que desean conservar este gran bosque tropical en su estado original hasta las de gente como Blairo Maggi, gobernador del Estado de Mato Grosso y el mayor productor de soja del mundo, que declaró al periódico The New York Times: “Para mí, un 40% de aumento de la deforestación no significa nada… Estamos hablando de un área más grande que Europa, casi intacta, así que no hay de qué preocuparse”. También ha habido otras propuestas: el semanal británico The Economist ha sugerido que la mejor esperanza de la Amazonia es tal vez que declaren la región parque nacional.

En cualquier caso, si en algo está todo el mundo de acuerdo en este debate es que Brasil necesitará dinero -quizá mucho- para conservar su selva. El año pasado, el Gobierno puso en marcha un Fondo Amazonas de 20.000 millones de dólares (unos 14. 4000 millones de euros) con ese fin. Los recursos podrían servir para todo, desde la vigilancia y la lucha contra las talas ilegales hasta el desarrollo de fuentes de ingresos alternativas para los campesinos y ganaderos de la región. Noruega ya se ha comprometido a dar 1.100 millones de dólares a lo largo de 10 años para el fondo, condicionados a la actuación del gobierno brasileño, y ha pedido a otros países que sigan su ejemplo. En las negociaciones sobre el cambio climático que se celebrarán este año en Copenhague, se presentará una propuesta de que los Estados ricos compensen sus emisiones de carbono pagando a los países pobres para que conserven los bosques en las regiones tropicales.

No obstante, para que estas iniciativas sirvan de algo, Brasil tendrá que responder antes a una pregunta: ¿Quieren los brasileños salvar el Amazonas? Es difícil saberlo. La población del país ha pasado de ser sobre todo rural a mayoritariamente urbana en las últimas décadas. Los habitantes de las ciudades, que no dependen directamente de la tierra para ganarse la vida, tienen quizá un apego más romántico a la conservación ambiental que las generaciones anteriores. Los grupos internacionales también propugnan la conservación; la ONG Greenpeace, por ejemplo, ha creado secciones muy poderosas en Brasil. Sin embargo, todavía no pueden competir con la influencia de las élites rurales tradicionales. La bancada ruralista constituye entre una quinta y una cuarta parte del Congreso brasileño, y puede desempeñar un papel crucial en el resultado de las elecciones presidenciales del próximo año. Aunque esta representación excesiva es una herencia de la era de la dictadura, Lula es consciente de la necesidad de conseguir que el bloque apoye a su sucesora designada, Rousseff. Y ésta pertenece claramente al lado del “desarrollo” del debate, a menudo en perjuicio del medio ambiente. No parece un buen presagio para quienes confían en mantener la selva amazónica intacta.

 

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