El nacionalismo y la religión han sido las válvulas de escape para las sociedades en crisis, también en el mundo árabe y musulmán. Rota la primera de las vías ante la imposibilidad de que las fuerzas moderadas participen en el proceso político, el radicalismo integrista marca la agenda.

Pese a la propaganda negativa sobre la amenaza islámica, la naturaleza de los conflictos en Oriente Medio, en permanente cambio desde el final de la guerra fría, presenta un carácter local o, todo lo más, regional. En tiempos de Nasser, el nacionalismo árabe aparecía como una ideología focalizada que amenazaba los intereses de Occidente, al igual que otras ideas que se propagaban por el Tercer Mundo y que, en gran parte, eran una amalgama de socialismo, teología de la liberación y doctrinas antioccidentales. Pero, aunque el panarabismo sigue vivo en las mentes y los corazones, ya no es un vehículo viable de protesta y movilización política, ni siquiera en Egipto.

Este país es una encrucijada en la que coinciden la globalización, el nacionalismo árabe, el islam tradicional y el político dentro de los límites de un Estado-nación que es incapaz de satisfacer a su población debido a su peculiar estructura, tradicional y antidemocrática, y a la intervención estatal en los recursos. El islamismo egipcio combina la oposición a las élites dirigentes y su forma de consumo, el descrédito de la religión oficial y tradicional y la reinterpretación de la fe y del papel del Estado desde el punto de vista de la democracia y el reparto equitativo de la riqueza.

El arabismo, el sionismo y el nacionalismo turco han perdido el profundo arraigo que tuvieron a la hora de constituirse en acicate para la acción política y como fuente de legitimidad. Aunque el nacionalismo sigue siendo la base para la ideología de las élites políticas, los ciudadanos sufren una crisis de identidad. ¿Es Israel una república laica que casualmente es de población judía o un Estado judío sometido a la ley judía? Esta pregunta tiene tantas probabilidades de desestabilizar ese país como el islam de desestabilizar los regímenes árabes nasseristas [nacionalistas] y monárquicos. Cuando el conflicto árabe-israelí se encontraba en pleno apogeo, impedía profundizar en la identidad y la naturaleza del Estado. La percepción de un mal inminente y la posibilidad de graves conflictos armados impedían estudiar el carácter fundamental de los Estados de Oriente Medio, incluidos Israel, los Estados árabes, Turquía e Irán. En la época de la guerra fría, todas esas preguntas se sublimaron en la preocupación por la supervivencia y los derechos frente a otros países. La caída de la Unión Soviética y la segunda guerra del Golfo redujeron los peligros externos y pusieron en primer plano una serie de interrogantes latentes entre árabes, israelíes, turcos e iraníes, tanto intelectuales como población en general. ¿Es Israel un Estado religioso, en el que sólo los judíos tienen derecho a la ciudadanía? ¿O uno laico en el que los no judíos y los árabes son también ciudadanos? ¿Es Egipto un país musulmán en el que las minorías no disfrutan de los mismos derechos o es un Estado laico en el que los creyentes de distintas religiones son iguales ante la ley?

En consecuencia, aunque la amenaza de agresiones externas parece haber disminuido en la zona, los cuestionamientos sobre religión e identidad son cada vez más abundantes y pueden poner en jaque el statu quo general. Existe un hilo muy fino, pero resistente, que une las aspiraciones religiosas de estos pueblos con las demandas de democracia representativa y de un reparto más equitativo de los recursos económicos. En otras palabras, las ideologías religiosas han trascendido la globalización (sobre todo, en el sentido del reparto de los bienes y la tecnología). Incluso el carácter del Estado turco, secularizado a la fuerza tras la derrota del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial, y que durante decenios sirvió de modelo para muchos Estados nacionalistas, laicos y antirreligiosos, se encuentra hoy en tela de juicio. El hecho de que las clases dirigentes de Oriente Medio estén ligadas a los poderes mundiales –Estados Unidos y otras grandes potencias– hace que surjan dudas fundamentales sobre el papel de la globalización y su impacto en los Estados-nación. A excepción de estas capas rectoras y sus medios militares, la población en general no está beneficiándose de la tecnología y la economía liberal. Los nuevos problemas geopolíticos de Oriente Medio derivan de la falta de legitimidad de los actuales gobernantes (incluso las monarquías que no se han sumado al nacionalismo panárabe o al islamismo revolucionarios tienen dificultades en este sentido y por el reparto de la riqueza) y de los parámetros para una hipotética paz entre árabes e israelíes. Por ejemplo, los islamistas no aceptan la presión de quienes quieren hacer de Israel la única superpotencia regional. En su opinión, legitimidad y paz están estrechamente unidas, y se enfrentan al enemigo luchando contra sus propios gobiernos laicos y tradicionales, a los que consideran servidores de las potencias globales. El mayor peligro para los regímenes musulmanes, incluidos los del Cáucaso y Asia Central, viene de estos movimientos a los que o no se les permite presentarse a las elecciones o, si tienen la posibilidad de concurrir y ganan, directamente se falsean los resultados de los comicios, como ocurrió en Argelia tras la victoria del Frente de Salvación Islámico (FIS).

A mediados de los 90, se consideraba que Argel constituía una amenaza para la estabilidad de la región, que podía contagiar a Egipto y poner en peligro el proceso de paz árabe-israelí. La guerra civil argelina causó la muerte de, al menos, 80.000 personas entre 1992 y 1999. La economía sufrió las consecuencias de la brusca caída de los precios del petróleo a mediados de los 80 y de una explosión demográfica que generó una población muy joven (el 70% de los habitantes tiene menos de 30 años) y una tasa de paro del 75% entre los hombres.

Asimismo, existen serios interrogantes sobre la legitimidad de los Estados tunecino y marroquí. Aunque el primero ha contenido con mano dura a los islamistas, hay muchas posibilidades de que resurjan. Y en el segundo caso, el rey Mohamed VI está tratando de ocuparse de la pobreza y las deficientes infraestructuras. Estos dos ejemplos muestran que es preciso situar el pensamiento islámico fundamentalista y sus movimientos correspondientes en el debido contexto internacional, regional y local. Un proceso de abstracción que no tenga en cuenta las condiciones socioeconómicas y el entorno intelectual y religioso contribuye a crear el mito de los fundamentalistas, la falsa creencia de que vienen los musulmanes, el choque de civilizaciones entre Oriente y Occidente.

Gran parte de la popularidad y la fuerza del fundamentalismo islámico tiene raíces socioeconómicas. La intransigencia y la represión de los regímenes árabes alimentan el radicalismo, fruto de la desesperación y la impotencia. Los movimientos islámicos saben convertirse en fuerzas moderadoras y reformistas cuando tienen suficiente espacio político, y en fuerzas radicales y destructivas cuando carecen de él. Un gobierno justo y representativo podría hacer mucho por suavizar las condiciones socioeconómicas y políticas, y, por el contrario, la represión y la injusticia no hacen sino crear más radicalismo e incertidumbre.

Además, los movimientos islámicos se han convertido en parte importante de la vida política y social e impregnan todas las esferas de las mismas. Sus objetivos son numerosos y sus métodos, variados. Algunos se han transformado en partidos políticos y han preferido participar en el marco legal y las instituciones legítimas del Estado, mientras que otros se han convertido en organizaciones sociales o económicas.

Existe un hilo muy fino, pero resistente, que une las aspiraciones religiosas de estos pueblos con las demandas de democracia representativa

El extremismo tiene muchas causas, diferentes y relacionadas entre sí. Algunas derivan de la falta de conocimiento de la religión; otras, del entorno en el que trabajan esos movimientos. Entre las primeras están la tendencia a la interpretación literal de los textos; la preocupación por cuestiones secundarias, en vez de centrarse en los grandes debates; el énfasis excesivo en prohibir; la confusión de conceptos; el desconocimiento de la historia, la realidad y las reglas del universo (como la regla de la gradación y la predestinación). Entre las causas relacionadas con el entorno, se incluyen la marginación del islam en la tierra del islam, las agresiones públicas y conspiraciones contra la nación islámica y la prohibición de la apología del integrismo, empleando la violencia y la represión contra los islamistas.

Los activistas musulmanes de todo el mundo se inspiraron en el triunfo de la revolución iraní de 1979 y la convirtieron en un trampolín de su lucha contra los regímenes injustos. Irán sirvió de catalizador y de iniciador de la rebelión islámica: hubo levantamientos chiíes en Arabia Saudí, Bahrein, Kuwait, Pakistán e Irak. En todos ellos resurgieron y se movilizaron aquellas corrientes islámicas más acordes con el llamamiento de Jomeini.

Bahrein fue el país en el que más se notó la influencia del levantamiento de los clérigos debido a su mayoría chií y porque fue provincia de Irán hasta 1971, cuando el sha renunció de manera formal a la histórica reivindicación de los persas sobre el territorio. Por el contrario, el ejemplo de Teherán supuso un peligro menor en otros Estados suníes del Golfo, sobre todo durante la guerra entre Irán e Irak. En Bagdad, Sadam Husein logró anular el impacto de la revolución de los ayatolás, a pesar de ser un suní que gobernaba a una población chií (el 60% de los habitantes), especialmente en el sur.

La influencia más directa y duradera se vio y sigue viéndose en Líbano, con una gran comunidad chií. El imán Musa al Sader, clérigo de origen iraní y sobrino de Mohamed Baqir al Sader, dirigió las movilizaciones chiíes a lo largo de los 60 y 70, hasta su desaparición en Libia en 1978. Musa al Sader tuvo una influencia crucial por su interpretación revolucionaria del simbolismo chií en Líbano, comparable a la interpretación revolucionaria del islam que hacía Jomeini. Creó el movimiento de los mahrumines y su rama militar, Amal, cuyo objetivo eran las reformas sociales, económicas y políticas. En paralelo y durante la segunda invasión israelí de Líbano, en 1982, nació Hezbolá.

Los regímenes nacionalistas empezaron a ser conscientes del nuevo peligro coincidiendo con el principio de la desaparición del sistema socialista y el fracaso de los programas de desarrollo en la mayoría de los países del Tercer Mundo, incluidos los árabes. Esto demostró la fragilidad y la debilidad del Estado-nación árabe, que le incapacitaba para emprender guerras, proteger el territorio nacional y proporcionar ropa y alimentos a sus ciudadanos. Además, los acontecimientos regionales y mundiales arrebataron a los regímenes árabes su legitimidad ideológica sin ofrecer ninguna alternativa. Hoy, mientras los procesos políticos oficiales impiden por completo la formación y el desarrollo de fuerzas políticas moderadas, tanto islamistas como nacionalistas, el terreno ha quedado por entero a disposición de los integristas y los yihadistas radicales.