Un hombre pasa al lado del logo de la FIFA en Zurich, ciudad que alberga la sede de la organización. Michael Buholzer/AFP/Getty Images
Un hombre pasa al lado del logo de la FIFA en Zurich, ciudad que alberga la sede de la organización. Michael Buholzer/AFP/Getty Images

El problema de la organización no es tener un presidente ejecutivo o una directiva fuerte. Pese a cambios más o menos superficiales eso seguirá siendo así. Los males de la FIFA y que la han llevado a una ruina moral sin precedentes no derivan de esto,  sino de la carencia de controles para impedir los abusos de los altos cargos.

Lo que continua siendo, oficialmente, una organización sin ánimo de lucro pasó de 10 millones de euros en 1990, a facturar 2.000 millones en 2014. Y aunque los sucesos del pasado año repercutieron de forma negativa en los resultados económicos, las –muy saludables – reservas  de 1.500 millones de euros permitieron superar las dificultades.

Según la agencia Euramericas, el fútbol es la economía 12 del globo. El poder de la FIFA –más que el de la ONU– se debe a una formidable combinación de fuerza económica y política.

El fútbol toca una fibra esencial del tejido social moderno. La FIFA gobierna hasta el último rincón de la Tierra. Lo hace a través del dinero que otorga con sus “planes de desarrollo”, en especial en el ámbito del fútbol base en los diferentes países. Se rige bajo sus propias leyes y no las del Estado donde se juega. Aplica la fuerza expulsando a las federaciones que permiten la intervención de sus gobiernos.

Y, de forma fundamental, lo hace administrando el activo de pasión más grande del planeta: la emoción de una Copa del Mundo. La potestad de conceder a uno u otro país la sede del Mundial es su herramienta más potente. En diciembre del 2010 anunció que la Copa de 2018 sería en Rusia y la de 2022, en Qatar. Espera obtener más de 12.000 millones de dólares (unos 10.000 millones de euros) por la comercialización de ambos eventos. Ningún acontecimiento tiene más audiencia en televisión. Todos los países, incluido el Vaticano, compran los derechos.

Para la organización de un Mundial un Estado requiere –como promedio– 5.000 millones de dólares. Una cifra de la que las naciones desarrolladas pueden disponer con mayores garantías de ganancia. De cualquier modo, los beneficios de tener unos Juegos Olímpicos o un Mundial pueden ser considerables para el desarrollo de cualquier país. Siempre que el proyecto sea responsable, la inversión acaba rentabilizándose. La marca país se beneficia.

Tras ganar las sedes, los medios empezaron a publicar noticias a través de filtraciones sobre irregularidades, sobornos y compra de votos. Esta corrupción, no hay que engañarse, existió también en Mundiales anteriores y lamentablemente es muy de temer que seguirá en el futuro. Lo cual no quiere decir que no deban denunciarse. La elección de los torneos de Rusia y Qatar está siendo investigada, si bien todavía no cuestionada abiertamente. Ambos países están defendiéndose. ¿Podrían no celebrarse? Es muy improbable que eso ocurra. Fricción y tensión geopolíticas serían demasiado grandes.

La Rusia de Vladímir Putin albergó en los últimos cinco años un Mundial de Atletismo, los Juegos Olímpicos de Invierno, Gran Premio de Fórmula Uno y un Mundial de Hockey sobre hielo. Todo ese esfuerzo por ganar notoriedad y mostrar prestigio cuesta al Kremlin 25.000 millones de dólares. Sin embargo, nada de todo lo anterior es comparable a la Copa que se celebrará en 2018. La devaluación del rublo hace complicado tener patrocinadores. Pero es precisamente la crisis económica por la que está pasando Rusia lo que lleva a Moscú a considerar el Mundial como una oportunidad que no está dispuesta a dejar pasar.

Tampoco parece que vaya a renunciar Qatar donde las anomalías fueron más obvias y poco se ha hecho por mejorar las pésimas condiciones de los trabajadores extranjeros en las obras del evento. El emirato asegurará la rentabilización de sus multimillonarias inversiones en petrodólares. A ello se añade que es uno de los principales aliados de Estados Unidos en Oriente Medio, por lo que Washington presionará a su fiscal general para que no actúe sobre esta cuestión.

Otro reto primordial para la FIFA de los próximos años es China, donde la pasión por el fútbol está creciendo de manera exponencial. El desafío será no cometer errores pasados en esta auténtica potencia futbolística naciente que está siendo impulsada por planes de reforma estatales. El Presidente chino, Xi Jinping, gran aficionado, espera ver a su país organizar la Copa de 2026. El gigante asiático ha visto aumentadas sus opciones en ese sentido tras el patrocinio de la FIFA por el potente grupo empresarial inmobiliario Wanda. El escándalo de corrupción ha dado a las compañías chinas la oportunidad de invertir en la institución. La iniciativa, seguida también por otras empresas, responde a los llamamientos del Gobierno de invertir en el extranjero y hacer visible la cultura china.

Un hombre protesta contra la FIFA en Zurich. Fabrice Coffrini/AFP/Getty Images
Un hombre protesta contra la FIFA en Zurich. Fabrice Coffrini/AFP/Getty Images

El mejor mandatario hubiera sido alguien que no tuviera nada que ver con la dirección de FIFA. No fue posible. El presidente, el suizo Gianni Infantino, no solo formó parte del entramado llamado “Sistema Blatter”, sino que fue el secretario general de la Confederación Europea de Fútbol y hombre de confianza de Michel Platini. Fue un candidato circunstancial porque aquel fue sancionado. Su victoria ha sido igualmente la de las Confederaciones suramericana y europea que le apoyaron. La afinidad entre Infantino y el fútbol latinoamericano, el más golpeado de todos por la corrupción, es manifiesta.

Los cambios en la FIFA prevén limitar las atribuciones del Presidente que pasarían a ser representativas. No obstante, las  reformas empiezan a tener vigencia a partir del próximo mes de mayo, 60 días después de su aprobación en el Congreso Extraordinario. De momento, pues, Infantino rige el ente bajo el esquema tradicional.

Durante este tiempo se preparará el camino para cimentar la nueva estructura. La reducción de las comisiones permanentes de la FIFA (de 26 a 9), la cuota femenina en la administración, la limitación de los periodos de elección (máximo 12 años) o la decisión de incluir en los estatutos el tema de derechos humanos son medidas sustanciales, pero no ponen fin a las actividades criminales en torno al fútbol: malversación de fondos, lavado de dinero y fraude, entre otras.

Lo verdaderamente central es proceder a desmantelar el Comité Ejecutivo para poner en su lugar un Consejo Administrativo más amplio (36 en vez de 24 miembros). La principal función de los representantes de las confederaciones continentales será elegir y supervisar al Secretario General que como director ejecutivo dirigirá el día a día.

Aunque instituciones como el Parlamento Europeo, Interpol, FBI y Departamento de Justicia de EE UU, además de Transparencia Internacional, empiezan a vigilar de cerca,  continúa siendo una entidad autónoma. No está sujeta a ningún órgano político.

No hay otro organismo que en estos años haya sufrido semejante desprestigio. Mas no hay alternativas a la FIFA que, por otro lado, no es el problema como tal. Creando otras asociaciones solo se produciría más división en el fútbol, sin ninguna garantía de mejora.

Infantino quiere recuperar la maltrecha credibilidad de la multinacional. La tarea durante su mandato no será sencilla. Cuando anunció en el Congreso extraordinario “Quiero marcar una nueva era en el fútbol”, le escuchaban los mismos dirigentes que tantas veces habían aplaudido a Joseph Blatter y Michel Platini. Un primer tropiezo de Infantino para restaurar la imagen de la FIFA ha sido verse salpicado por los papeles de Panamá.

Un cambio en el sistema no impedirá que vuelva a crecer la corrupción, sistémica en gran parte del mundo. Se ha intentado poner coto en los meses pasados a los desmanes más visibles. Un loable propósito, sin duda, que ha de servir para una mayor vigilancia a partir de ahora. Porque la FIFA seguirá siendo rehén de su inmenso poder. Con reforma o sin ella.