El consumidor es el principal protagonista del nuevo sistema económico
mundial. Es, sin duda, quien más se ve favorecido por las estrategias
dirigidas a facilitar la competitividad de las empresas. La despiadada búsqueda
del beneficio económico que éstas impulsan encuentra así en
ellos su criterio de legitimidad último. Producir para el consumo, consumir
para fomentar la producción. Ésta es la ley implacable de la
economía global. En principio no hay nada que objetar al respecto, es
la lógica que casi siempre ha acompañado al capitalismo. La auténtica
novedad reside en que poco a poco ha conseguido mercantilizar todos los momentos
de la existencia. Y algo que responde a un imperativo puramente sistémico
ha penetrado también en la profundidad de las conciencias, se ha convertido
en la seña de identidad básica del yo contemporáneo.

Ilustración sobre el hiperconsumismo

Desde la última década del siglo xx los sociólogos tratan
de dar cuenta de este cambio social, que habría transformado a la tradicional
sociedad de consumo en una sociedad de hiperconsumo. No hay, desde luego, un
diagnóstico único. El más habitual suele establecer un
maridaje entre el nuevo homo consummericus y el propio proceso de individualización
de la sociedad. Del consumo esencialmente ostentoso o conspicuo de épocas
anteriores se habría pasado a otro mucho más vinculado a las
experiencias narcisistas y gratificantes del yo. Como dice Gilles Lipovetsky, "el
consumo para sí ha suplantado al consumo para el otro". Sin que
esto sea una regla general, la tendencia es hacia una situación en la
que las motivaciones privadas importan más que los clásicos fines
de distinción social. El nuevo consumidor busca realizarse ante sus
propios ojos. De ahí la obsesión por las marcas, símbolos
de una elección de calidad y asociadas habitualmente en su publicidad
a una determinada experiencia, una emoción o a los valores que encarnan.
L’Oréal supo reflejarlo magníficamente cuando emitió su
conocido mensaje publicitario de "L’Oréal, porque yo lo
valgo".

Cada individuo construye así sus propios rasgos de la personalidad
mediante una serie de pautas de consumo que no se quedan en los meros objetos.
Afectan también a cualquier otra experiencia electiva, como la propia
decisión de voto, hábitos alimentarios o las formas de rellenar
el ocio. Todos ellos ámbitos tradicionalmente ajenos a la lógica
del mercado. Hoy, por el contrario, todo se expresa en términos de mercancía,
ya sea la llamada a contribuir a una ONG , la opción por una u otra
dieta o una decisión política. Los estímulos para el consumo
humanitario
o de forma de vida se nos presentan dentro del mismo envoltorio
publicitario y la estrategia de marketing que caracteriza a cualquier otra
mercancía. Y el sujeto consumidor se los apropia como un acto más
de su autoafirmación personal. Decisiones que en otras épocas
anclaban al individuo dentro de formas de vida estables y sujetas a las pautas
de la tradición –como formar una familia, por ejemplo– se
contagian hoy de la ligereza y la precariedad de la sociedad hiperconsumista.
Todo responde a una estrategia individualista, temporal, frágil y movible,
que siempre se enjuicia a partir de la gratificación que reporta al
individuo.

El concepto de libertad que de ahí se deriva se acaba identificando
a algo próximo a la posibilidad de satisfacer los deseos, sean de la
naturaleza que sean. Si éstos no están suficientemente definidos,
el mercado se anticipa para señalarnos cuáles son nuestras auténticas necesidades. Al final, nuestra autonomía acaba dependiendo de nuestra
capacidad de compra o de nuestra habilidad para adaptar nuestras disponibilidades
monetarias a los estímulos provenientes de la colonización mercantil
de la realidad.

Esta experiencia tiene, además, un carácter universal. La mercantilización
de todas las esferas de la realidad, hábilmente dirigida por la publicidad
y la proliferación del populismo de mercado, se extiende como una mancha
de aceite por todo el globo y está contribuyendo a homogeneizar conductas
y a perturbar la pervivencia de formas de vida tradicionales allí donde
consigue asentarse.

La reacción a favor de las tradiciones amenazadas, muchas veces provocada
por la propia frustración derivada de no poder acceder plenamente a
esta nueva sociedad hiperconsumista, suele tener consecuencias peores que una
sensata asunción de este nuevo mundo feliz. Como casi siempre, puede
que la solución esté en buscar un punto medio entre dos extremos,
entre la pesadez de la tradición y lo supuestamente inamovible, y la
ligereza del mercado omnipresente.

El hiperconsumismo. Fernando Vallespín

El consumidor es el principal protagonista del nuevo sistema económico
mundial. Es, sin duda, quien más se ve favorecido por las estrategias
dirigidas a facilitar la competitividad de las empresas. La despiadada búsqueda
del beneficio económico que éstas impulsan encuentra así en
ellos su criterio de legitimidad último. Producir para el consumo, consumir
para fomentar la producción. Ésta es la ley implacable de la
economía global. En principio no hay nada que objetar al respecto, es
la lógica que casi siempre ha acompañado al capitalismo. La auténtica
novedad reside en que poco a poco ha conseguido mercantilizar todos los momentos
de la existencia. Y algo que responde a un imperativo puramente sistémico
ha penetrado también en la profundidad de las conciencias, se ha convertido
en la seña de identidad básica del yo contemporáneo.

Ilustración sobre el hiperconsumismo

Desde la última década del siglo xx los sociólogos tratan
de dar cuenta de este cambio social, que habría transformado a la tradicional
sociedad de consumo en una sociedad de hiperconsumo. No hay, desde luego, un
diagnóstico único. El más habitual suele establecer un
maridaje entre el nuevo homo consummericus y el propio proceso de individualización
de la sociedad. Del consumo esencialmente ostentoso o conspicuo de épocas
anteriores se habría pasado a otro mucho más vinculado a las
experiencias narcisistas y gratificantes del yo. Como dice Gilles Lipovetsky, "el
consumo para sí ha suplantado al consumo para el otro". Sin que
esto sea una regla general, la tendencia es hacia una situación en la
que las motivaciones privadas importan más que los clásicos fines
de distinción social. El nuevo consumidor busca realizarse ante sus
propios ojos. De ahí la obsesión por las marcas, símbolos
de una elección de calidad y asociadas habitualmente en su publicidad
a una determinada experiencia, una emoción o a los valores que encarnan.
L’Oréal supo reflejarlo magníficamente cuando emitió su
conocido mensaje publicitario de "L’Oréal, porque yo lo
valgo".

Cada individuo construye así sus propios rasgos de la personalidad
mediante una serie de pautas de consumo que no se quedan en los meros objetos.
Afectan también a cualquier otra experiencia electiva, como la propia
decisión de voto, hábitos alimentarios o las formas de rellenar
el ocio. Todos ellos ámbitos tradicionalmente ajenos a la lógica
del mercado. Hoy, por el contrario, todo se expresa en términos de mercancía,
ya sea la llamada a contribuir a una ONG , la opción por una u otra
dieta o una decisión política. Los estímulos para el consumo
humanitario
o de forma de vida se nos presentan dentro del mismo envoltorio
publicitario y la estrategia de marketing que caracteriza a cualquier otra
mercancía. Y el sujeto consumidor se los apropia como un acto más
de su autoafirmación personal. Decisiones que en otras épocas
anclaban al individuo dentro de formas de vida estables y sujetas a las pautas
de la tradición –como formar una familia, por ejemplo– se
contagian hoy de la ligereza y la precariedad de la sociedad hiperconsumista.
Todo responde a una estrategia individualista, temporal, frágil y movible,
que siempre se enjuicia a partir de la gratificación que reporta al
individuo.

El concepto de libertad que de ahí se deriva se acaba identificando
a algo próximo a la posibilidad de satisfacer los deseos, sean de la
naturaleza que sean. Si éstos no están suficientemente definidos,
el mercado se anticipa para señalarnos cuáles son nuestras auténticas necesidades. Al final, nuestra autonomía acaba dependiendo de nuestra
capacidad de compra o de nuestra habilidad para adaptar nuestras disponibilidades
monetarias a los estímulos provenientes de la colonización mercantil
de la realidad.

Esta experiencia tiene, además, un carácter universal. La mercantilización
de todas las esferas de la realidad, hábilmente dirigida por la publicidad
y la proliferación del populismo de mercado, se extiende como una mancha
de aceite por todo el globo y está contribuyendo a homogeneizar conductas
y a perturbar la pervivencia de formas de vida tradicionales allí donde
consigue asentarse.

La reacción a favor de las tradiciones amenazadas, muchas veces provocada
por la propia frustración derivada de no poder acceder plenamente a
esta nueva sociedad hiperconsumista, suele tener consecuencias peores que una
sensata asunción de este nuevo mundo feliz. Como casi siempre, puede
que la solución esté en buscar un punto medio entre dos extremos,
entre la pesadez de la tradición y lo supuestamente inamovible, y la
ligereza del mercado omnipresente.

Fernando Vallespín, actual
director del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), es catedrático
de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM)
y autor del libro El futuro de la política (Taurus, Madrid, 2003).