Por qué Ban Ki-moon es el coreano más peligroso del mundo.

Ban Ki-moon, un secretario general ausente.

Para un cargo aparentemente tan crucial, el listón de éxito de la Secretaría General de la ONU ha sido más bien bajo desde el punto de vista histórico. ¿Kurt Waldheim? En sus memorias, A Dangerous Place, Daniel Patrick Moynihan relataba que Waldheim funcionaba como “una oficina de correos, un servicio público anticuado pero razonablemente eficiente gestionado al estilo austro-húngaro. Cuando uno se sentaba con él, se ponía a clasificar mentalmente el correo, mientras desplegaba su conversación de circunstancia”. ¿Butros Butros-Gali? Su arrogancia e irresponsabilidad cuando los serbios arrasaban Bosnia llevó a la Administración Clinton a vetar un segundo mandato. ¿Kofi Annan? Cayó como consecuencia de la apropiación indebida de fondos por parte de su hijo Kojo en el escándalo del petróleo por alimentos en Irak. Pero incluso en esta anodina empresa, Ban Ki-moon parece haber establecido los estándares del fracaso.

No es que Ban haya cometido ningún error particularmente relevante en sus dos años y medio en el cargo, pero en un momento en el que el liderazgo global se necesita con urgencia, en el que el cambio climático, el terrorismo internacional y la mayor crisis financiera en 60 años podrían parecer requerir alguna –¡cualquier!– respuesta, el surcoreano recorre el globo recogiendo títulos honoríficos, realizando declaraciones nada memorables y, en general, malgastando cualquier tipo de influen­cia que pudiera ejercer. Se ha convertido en una especie de turista accidental, un diletante de la escena internacional. No van con él los discursos ni los in­tentos de movilizar a la opinión pública, ni hacer campaña en defensa de los derechos humanos ni de la asediada población civil. De visita por Malta para recoger otro título honorífico, se mostró evasivo cuando se le preguntó sobre la inclinación de la isla a mandar a inmigrantes africanos ilegales a Italia, diciendo: “No me pronuncio sobre ese asunto”. Cuando decenas de miles de refugiados tamiles resistieron bajo el fuego en una franja de playa en Sri Lanka, Ban y sus asesores no hicieron más que atrincherarse en Nueva York y no viajaron a la zona del conflicto hasta que finalizaron las hostilidades. Bajo su administración, Naciones Unidas no es un mero instrumento poco útil, sino en buena medida irrelevante.

Los defectos de Ban fueron evidentes desde que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Corea del Sur, donde se ganó el descriptivo apodo de El Burócrata. Afortunadamen­te para Ban, aunque no para el resto del mundo, El Burócrata era justo lo que la Administración Bush estuvo buscando durante años de luchas con el asertivo y antiamericano Annan. Cuando le tocó a Asia designar a un secretario general, Con­doleezza Rice hizo de la elección de Ban su proyecto estrella. En su libro, Las mejores intenciones, James Traub se hace eco de un discurso pronunciado por Ban ante el Consejo de Asuntos Exteriores: “Entre su oratoria anodina y su vacilante dominio del inglés, me entró el sueño”.

Como secretario general, el efecto soporífero de Ban nunca lo ha abandonado. Un observador de la ONU me dijo que Ban es como el árbol proverbial que cae en el bosque sin que nadie presencie su caída (si no se le oye, ¿existe realmente?). Aparte de su papel como filial de Corea del Sur, SA –forrando las paredes de su despacho con televisores Samsung y contratando a sus colegas surcoreanos como asesores principales–, su impronta ha sido insignificante. El propio Ban parece ser consciente de lo don nadie que es: el pasado agosto, hablando con funciona­rios de alto nivel de la ONU en Turín, afirmó que su estilo de gestión pretendía promover el trabajo de equipo, pero siguió la­mentándose de su dificultad para vencer la inercia burocrática y concluyó admitiendo su fracaso general: “He intentado predicar con el ejemplo. Nadie lo ha seguido”.

En el mejor de los casos, los secretarios generales de la ONU pueden servir para mover la conciencia del mundo o como catalizadores del cambio. Dag Hammarskjold, por ejemplo, intentó ampliar el mandato de Naciones Unidas con misiones de alto perfil y a menudo arriesgadas: desde reunirse con los líderes chinos bajo el régimen de Mao, pasando por conseguir la libertad para 15 pilotos estadounidenses captu­rados durante la Guerra de Corea, hasta viajar al Congo para impedir que se desencadenara una guerra durante la descolo­nización. En la década de los 80, Pérez de Cuéllar obtuvo una buena nota por conducir las negociaciones entre Argentina y Gran Bretaña tras la Guerra de las Malvinas y por contribuir a la independencia de Namibia de Suráfrica.

Hasta ahora, Ban no cuenta con éxitos en su haber. No es que no haya suficientes crisis donde dejar su marca, sino que no ha dado muestras de que vaya a tener ninguna incidencia en estos lugares, ni siquiera de que quiera tenerla.