El movimiento cultural de la periferia paulista exhibe su orgullo identitario y reivindica el fin de la exclusión social.

El sarau de Binho, en la zona sur de la ciudad de São Paulo, Brasil. Guma

A comienzos de los años 2000, algo comenzó a cambiar en las favelas y periferias de São Paulo, esa metrópoli de 20 millones de habitantes que es la ciudad más rica y dinámica de Suramérica, pero también una de las más desiguales. Escritores hoy consagrados, como Ferréz, comenzaron a ostentar la bandera de una literatura marginal o periférica que hablaba en el lenguaje de la favela; al mismo tiempo, iba fraguándose un fenómeno que se expandió por los barrios periféricos de toda la ciudad: los saraus, encuentros de arte y poesía en bares populares, que reivindican su condición periférica.

Durante casi quince años, el sarau de Binho congregó cada lunes a decenas, centenas de personas para leer y escuchar poesía, propia o extraña, pero casi siempre periférica. Muchos de ellos nunca se habían acercado a los libros; algunos hoy publican sus propios poemas o han comenzado a estudiar. El de Binho y la Cooperifa, ambos en la zona sur de São Paulo, están entre los saraus más veteranos, pero hoy existen no menos de una treintena por toda la ciudad. El movimiento se expande mes a mes con nuevos encuentros, sellos editoriales, productoras audiovisuales o compañías de teatro alternativo.

Los saraus son la gran cocina de la literatura marginal. Y demostraron su empuje en la última Feria del Libro de Buenos Aires, el pasado mayo, cuando decenas de agitadores e integrantes de los saraus cautivaron al público porteño con su talento y espontaneidad. Pero son mucho más que un intercambio artístico: son un punto de encuentro, la poesía periférica es literatura pero se trata, ante todo, de una novedosa forma de reivindicación política e identitaria. Los poemas que se declaman reflejan el hartazgo frente a un discurso oficial que sistemáticamente criminaliza la favela, que “sólo aparece en la prensa para hablar de crimen, violencia o drogas”, como señala Pezão, uno de los agitadores más veteranos de la cultura periférica. Así lo expone el poeta Binho, antes conocido como Robinson Padial: “Las clases dominantes construyen en el imaginario colectivo ideas que inferiorizan al sometido y sostienen su dominación. Pero la periferia no es fea, así como los africanos o los indígenas no eran primitivos”.

 

El otro lado del puente

En los 90, los años del ascenso imparable de las políticas neoliberales, las ciudades latinoamericanas vieron cómo crecían las favelas, villas miseria, tugurios o ranchos producto de la migración interna y de la agudización de la desigualdad y la pobreza urbana. Esa misma década, las favelas brasileñas, hasta entonces vistas por las clases medias como sinónimo de samba, comenzaron a inundarse de droga y cayeron en manos del poder del narcotráfico ante el abandono estatal; los medios de comunicación comenzaron a caracterizar las favelas y periferias como un mundo oscuro y peligroso que generó terror entre las clases prósperas. Se fue consolidando así una suerte de apartheid social en una urbe donde los barrios acaudalados, rodeados de seguridad privada, conviven con un millar de favelas diseminadas por una vasta periferia: según el censo de 2010 del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), cerca del 11% de la población de la región metropolitana de São Paulo, más de 2,1 millones de personas, vive en “asentamientos subnormales”, como la administración denomina a favelas y asentamientos informales. Mientras tanto, los paulistanos más ricos gastan 4.000 millones de reales (1.300 millones de euros) al año en productos de alto lujo y los 7.880 domicilios más acaudalados ingresan más de un millón de reales al año. Lo peor es que esa desigualdad va en aumento: en la capital paulista, el Índice Gini que mide la desigualdad era de 0,57 en 1991 (donde 1 es la mayor desigualdad y 0, la mayor igualdad), en 2000 alcanzaba el 0,61 y en 2010 llegaba a 0,64.

Y, en Brasil, las clases sociales tienen color: el centro de São Paulo parece una ciudad de blancos; al otro lado del puente, las periferias se tiñen de negritud y mestizaje. Nos referimos al puente que atraviesa los ríos Tietê y Pinheiros y marca la frontera geográfica de esa dinámica de la desigualdad en São Paulo, así como en Rio de Janeiro las montañas marcan la diferencia entre el asfalto de clases medias y el morro favelado. Como dijeron los Racionais MC, una mítica banda de hip hop de la periferia sur que muchos poetas reivindican como un precedente de este movimiento, “el mundo es diferente del puente para acá”. Y ese mundo periférico ha descubierto que la poesía les da voz si olvidan los muros que levanta la Academia y escriben como habla el pueblo, como explica el poeta Alisson da Paz, frecuentador de los saraus de la zona sur.

El lenguaje de estos escritores todavía está por perfilar, pero ya hay líneas visibles: la oralidad y la jerga periférica. Y todo ello refuerza la idea de pertenencia, sobre todo en los saraus, convertidos en lugares de encuentro y militancia en barrios carentes de infraestructuras. “El único espacio público que el Estado nos dio fue el bar. De pronto los bares se llenaron también de mujeres, niños y poetas. Se imaginaron que íbamos a terminar bebiendo cachaça y transformamos los bares en centros culturales, ya no tienen forma de controlarnos, porque lo que no falta son bares en la periferia”, cuenta con ironía el poeta Sérgio Vaz, organizador de la Cooperifa.

 

La guerrilla de la palabra

“¡Algunas personas no sabían lo que era un poema y ahora están editando libros! El pueblo habla porque siente que quiere un cambio. Nuestra arma es esa. La guerrilla de la palabra”, afirma el músico y escritor Zinho Trindade. Jóvenes que antes ocultaban su barrio de residencia para evitar el estigma hoy dicen alto y claro: “Soy de Capão. 100% periferia”. Las comunidades se refuerzan al amparo de esa identidad, que une aspectos de clase, etnia y lugar de residencia. “Cada poema es una toma de conciencia, y yo me siento un privilegiado por recibir esa información de primera mano: es como estar en un laboratorio”, asegura Binho.

Es un arte transformador, que cree con convicción que una pluma puede ser un arma mucho más peligrosa que una pistola. Que asume que la educación de la comunidad es un primer paso irrenunciable para alcanzar una sociedad más justa. Como escribe la ensayista Heloísa Buarque de Hollanda: “Predican la escritura como un arma, la acción en pro de sus comunidades, la guerrilla de la información con la cual desafían la invisibilidad que les fue impuesta y, sobre todo, predican por el compromiso con la educación y la dominación de la palabra como legítimos instrumentos de poder”. Reivindican también “el derecho a la invención del lenguaje como instrumento propio de expresión”. En las sintéticas palabras de Sérgio Vaz: “Puedo construir puentes con versos / para que las personas puedan pasar sobre los ríos”.

“Nos han educado en el conformismo, en la idea de que es imposible cambiar la realidad”, reflexiona Binho. A ese lado del puente, las calles y aceras están mal pavimentadas. Quebradas. Por eso la jerga popular bautizó de quebradas los barrios periféricos. En la ciudad más rica de América del Sur, millones de personas viven en comunidades donde no llegan las grandes inversiones del Mundial de Fútbol, como ayer no llegaba la riqueza del café. Por eso, en la periferia, arte y política van de la mano. Porque ahora “se está formando una masa crítica, existe un ansia de transformación, una esperanza de que otra periferia es posible”, asegura Vagner Souza, del Sarau na Brasa. “Por eso tiemblan las elites”: porque la periferia ya no reclama más centros comerciales, sino igualdad de derechos y oportunidades, reza el manifiesto de este sarau de la zona norte.

Binho suele decir que “una golondrina no hace verano, pero puede levantar al bando entero”. En la periferia de São Paulo, el bando está despertando, como si no quisieran esperar más por ese verano que le negaron las elites, robándoles su historia para reescribirla bajo la alargada sombra del estigma.

 

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